Los huérfanos del covid: “Parpadeé y me había quedado sola en el mundo”
Andrea Peña y Carlos Zorrilla vieron a varios de sus familiares morir durante la pandemia. Cinco años después, reflexionan sobre su pérdida y el proceso de duelo que comparten con miles


La médica Andrea Peña describe el 2020 como una pesadilla. Cuando llegó la pandemia a Colombia, en marzo, tuvo que dejar su casa para cuidar a su familia, pues estaba en contacto constante con personas contagiadas de covid. Vio a muchos morir en una UCI por el virus. Fueron meses muy difíciles, en los que no abrazó ni una sola vez a sus padres o a su hermano, su red de apoyo. Pero fue en octubre, siete meses después, su vida dio un vuelco total, y hasta entonces impensable. “Parpadeé y me había quedado sola en el mundo”, cuenta en una sala del hospital en el que trabaja, la Clínica Colombia, en Bogotá. En cuestión de dos semanas, sus tres familiares murieron por una enfermedad que mató en el país a más de 140.000 personas.
Casi cinco años después, Peña, con 35 años, recuerda esos días vívidamente. Cristian Camilo, su hermano, fue el primero que enfermó con gravedad y tuvo que ser hospitalizado. El principio lo veía vigoroso en sus videollamadas, pero se deterioró en cuestión de horas. “En su último día con vida me lo pusieron al teléfono y ya no podía hablar por la dificultad al respirar. Las últimas palabras que dijo fueron ‘Te amo’. Colgamos y unos minutos después me dijeron que había entrado en paro”. Murió a los 33 años.
Un día después, su madre, María Elena, tuvo una grave recaída y fue hospitalizada directamente en una UCI. En paralelo, su padre, Pedro Eustaquio, comenzaba a agravarse. “Conseguí que estuvieran en el mismo hospital. Al final, incluso, estaban uno al lado del otro. Cuando mi mamá murió el 31 de octubre, le dije a mi papá que se fuera con ella”. Él falleció el 2 de noviembre.

La Organización Mundial de la Salud (OMS) estima en 15 millones los muertos en el mundo por covid durante los primeros dos años de pandemia. Esa abrumadora cifra no se percibe igual a menos que haya impactado a las personas más cercanas, opina Carlos Zorrilla, un publicista de 30 años. Con tan solo 25 vio morir a sus dos abuelos maternos y a su madre en menos de seis meses. Se contagiaron a finales de julio de 2020 y la madre, Cristina Restrepo, se agravó pronto. Estuvo un mes hospitalizada, mucha parte del tiempo intubada. El 23 de agosto murió. Ya no respondía a la medicina.
Mientras Cristina se debatía entre la vida y la muerte, su madre, Nelly, falleció en la casa familiar. Era 11 de agosto. “El duelo nos hizo cuestionarnos muchas cosas, pero la prioridad era mi abuelo, que había perdido a su esposa y su hija en cuestión de días. Su decaída fue consistente, comenzó a desvariar. Murió el 3 de diciembre”, rememora en su casa en Bogotá. “Por si fuera poco”, añade, su mejor amigo se contagió de covid y murió por las complicaciones con el cáncer.
Las secuelas psicológicas
La pérdida de varios familiares en tan poco tiempo tensó la relación de Zorrilla con sus hermanos. “Acudí al psicólogo, en parte porque nos enfrentamos con mis dos hermanos [él es el mayor] por cuestiones de la casa y por decisiones como qué hacer con los restos”, afirma. Fue a terapia durante seis meses y considera que le sirvió para obtener herramientas que hoy sigue aplicando.
“Yo seguía siendo un niño y tenía la concepción de que mis papás no se iban a morir antes de que tuviera 40 años. Pero me tocó a los 25 vivir solo con mis hermanos menores y un perro, sin tener a quién llamar a preguntarle qué hacer en ciertas situaciones”, reflexiona. Recibió las cenizas de sus familiares a los pocos días y decidió entregarlas al proyecto de la ONG Colombia Reserva de Vida, que sembró miles de árboles nativos en el Páramo de Guerrero en nombre de personas fallecidas por covid. “Es un acto simbólico y hay una energía muy bonita en el lugar. Ahora los tres están sembrados juntos”.
Las secuelas psicológicas para Peña también fueron considerables. “Pensé en quitarme la vida todos los días por tres años. Lo planeaba y tenía todo para hacerlo, pero me ponía en los zapatos de la amiga con la que vivía y no podía imaginar que me encontrara muerta”, declara. En los primeros días después de la muerte de su familia su amiga Sandra Díaz, también médica, la llevaba a la cama y la ayudaba en las tareas del día a día. “He ido al psiquiatra, he hecho reiki [una medicina alternativa de origen japonés], lo único que me faltó fue comer hongos. La verdad es que ella me ancló al mundo”.
Peña tenía otra motivación: convertirse en especialista. “Dije en mi escuela que el 1 de diciembre quería volver, pocos días después de que me entregaran las cenizas de los tres. Me preguntaban si estaba segura. Yo no aguantaba el silencio de la casa”, explica. Volvió al trabajo y pidió a sus compañeros que la trataran como una más. Y así fue: ahora es ginecóloga y obstetra. Cuando camina por la clínica, saluda a cada persona que le pasa por el lado.
El duelo como dolor corporal
Echar la vista atrás no es fácil. Para Zorrilla es recordar un tiempo en el que se reunían muchas personas en la casa cada fin de semana cuando, ahora, pasa la mayor parte del tiempo solo con su perro, Koda. El publicista encontró una nueva pasión: crear contenido. En su cuenta de Instagram hace publicaciones de sus viajes. Uno de los más recientes fue a Islandia, a finales del año pasado: “Un sueño de mi mamá era ir a Europa. Mi intención era ver auroras boreales, pues las comunidades indígenas creen que son almas de tus seres queridos que bajan a decirte que están bien. Lloré mucho, pero eso me ha permitido sanar”.

Por su parte, Peña ha encontrado refugio en su oficio. Ahora asiste los partos de decenas de mujeres al mes y encuentra en ello un propósito. A pesar de lo que le ocurrió, agradece “haber quedado huérfana cuando ya era independiente”. Vive en una nueva casa, a las afueras de la ciudad, y siente que su vida se vuelve a poner en orden, aunque no del todo: “Uso una analogía médica cuando la gente me pregunta que siento. Les digo que se imaginen el peor dolor corporal de su vida. El primer día es terrible, pero al mes, aunque el dolor sea igual de intenso, no se siente igual. Así es el duelo para mí. Me he adaptado a él”, sentencia.
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