Petro apuesta por una consulta y da banderas a la derecha para avanzar hacia 2026
La consulta popular corre el riesgo de contribuir a la polarización, ahondar la desconfianza en el Gobierno y ratificar la voracidad política del presidente

La democracia en el mundo vive tiempos de crisis. El regreso al poder del presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, ha aupado los discursos de extremismo en lo económico, lo político y lo social, arrinconando a las minorías, persiguiendo a sus socios históricos, queriendo imponer nuevas fronteras y determinando el futuro de la humanidad bajo la lámpara del oscurantismo.
La democracia es el último bastión que le queda a la humanidad para defenderse del caos. Trump, sin embargo, ha llegado a la Casa Blanca para desmoronar la democracia por dentro, como hacen Milei en Argentina con su motosierra depredadora de derechos, o Bukele, en El Salvador, con sus mega cárceles y recortes de derechos y espacios democráticos.
En Colombia la democracia no es más fuerte hoy que hace solo unos meses. Por el contrario, la percepción es que bajo la Administración de Gustavo Petro se ha retrocedido en el apoyo ciudadano a la democracia y hay una tendencia creciente de aceptación a regímenes autoritarios. Más allá de las apelaciones a la narrativa de democracia popular y llamado a la movilización ciudadana, lo que se percibe es el aumento de la desconfianza en la institucionalidad, la Justicia, la división de poderes, la transparencia en los manejos del Estado. Los escándalos de corrupción protagonizados por funcionarios cercanos al Gobierno del cambio no cesan, y lo que se evidencia no es una revolución transformadora de la sociedad, sino un revolcón de funcionarios estatales en el lodazal de la corrupción.
Colombia vive la toma del poder por una alianza de un sector de la clase política tradicional y líderes de la izquierda democrática, con el apoyo explícito de cientos de organizaciones sociales, que han fracaso en las reformas profundas al Estado, y se han estrellado contra la oposición de un Congreso de la República en el que los partidos políticos históricos disfrutan de la burocracia y el presupuesto estatal, al tiempo que ejercen oposición abierta o soterrada a la agenda de reformas gubernamentales, sobre todo en el Senado.
Todo ello en un país sumido en el caos: grandes reformas aplazadas, la paz total fracasada, la lucha contra la corrupción convertida en una falacia, la defensa de la naturaleza es un discurso polarizante, la protección de los territorios es una narrativa no creíble. Colombia cada día toma la forma de un Macondo sometido por la peste del oportunismo y gobernado por el último Aureliano, como se autodenomina el presidente Petro.
En la recta final de su Gobierno, el primero de la izquierda democrática en 200 años, el presidente Petro ha decidido arriesgar su capital político y convocar al país a una consulta popular con la pretensión de que el voto de las mayorías apruebe dos de las reformas negadas por el Congreso, que son vitales en la agenda gubernamental para consolidar su propuesta del cambio: a la salud y laboral.
La iniciativa presidencial solo puede entenderse como un salto hacia adelante de un mandatario acorralado por la incapacidad de su equipo de gobierno de impulsar la agenda oficial, a pesar de los excesos de mermelada y la bondad presidencial a la hora de repartir la nómina oficial a una clase política insaciable. Tras el último recambio de gabinete y el ingreso al mismo de una mezcla de lobos políticos experimentados y anónimos aprendices, se hace más evidente la falta de gobernabilidad del presidente, lo que hace más visible el incumplimiento de las metas trazadas en el Plan Nacional de Desarrollo, que en su momento generó altísimas expectativas de modernización institucional, cierre de las brechas sociales y afianzamiento de la democracia y la convivencia.
La consulta popular convocada por el jefe de Estado es, ante todo, una oportunidad y un riesgo para el Gobierno.
Una oportunidad para declararse abiertamente en campaña presidencial y poner al país a girar alrededor de la agenda gubernamental. De lo que se trata, en últimas, es de ambientar la reelección de la agenda petrista en 2026, teniendo al presidente como jefe de debate, usando todo el andamiaje institucional y el presupuesto nacional para tratar de obtener un resultado favorable.
Pero nada garantiza que esté asegurado el éxito de esa estrategia de toma del escenario político para imponer resultados saltándose el Congreso. Los colombianos han demostrado que son elocuentes para hablar de participación ciudadana, pero tímidos a la hora de profundizar la democracia y consolidar el espíritu de la Constitución Política de 1991.
Hay que mirar atrás y recordar el referendo constitucional de 2003 que impulsó el entonces presidente Álvaro Uribe, cuando estaba en lo más alto de su popularidad y fracasó. Debido a la poca participación ciudadana, solo se aprobó uno de los 15 puntos presentados a consideración del pueblo, específicamente el que decretó la muerte política a los condenados por corrupción.
Otro ejemplo de poca participación ciudadana en ese tipo de iniciativas fue la consulta anticorrupción de agosto de 2018, que impulsó la entonces senadora Claudia López, que sirvió para visibilizarla y allanarle el camino a la Alcaldía de Bogotá.
No hay en el horizonte ningún elemento que permita vislumbrar que esta vez sí pueda el Gobierno pasar el referendo, que corre el riesgo de contribuir a profundizar la polarización política, ahondar la desconfianza en el Gobierno, ratificar la voracidad política del presidente, su desmedido voluntarismo y su desafío permanente al status quo.
En efecto, la propuesta podría ahondar, como en el fracasado plebiscito por la paz del presidente Santos, de octubre de 2016, la división de los colombianos. De hecho, Colombia no ha podido superar la fragmentación que generó esa votación y contaminó gravemente la euforia por la paz y el cumplimiento de los acuerdos suscritos.
Debido al triunfo del no, se desvaneció, en el período 2018-2022, el rigor estatal en el cumplimiento de lo pactado. El rechazo de la mitad del país a su implementación, y el recrudecimiento del conflicto armado interno, que se ha reciclado y reconvertido en un monstruo de mil cabezas, son saldos palpables del fracaso del plebiscito por la paz. Por el fracaso de la política pública de paz total, además, Colombia, por desgracia, vive nuevamente en un permanente estado de violencia en las regiones, donde se constata la incapacidad estatal de copar grandes extensiones del territorio en poder la ilegalidad, como El Catatumbo, en la frontera con Venezuela, o El Plateado, en el departamento del Cauca, por solo citar dos ejemplos.
Hoy, con la propuesta de la consulta popular, el presidente Petro le está entregando a la derecha las banderas para organizarse e intentar repetir la dosis del plebiscito por la paz, quizá con una campaña sin linderos éticos, inspirada en el odio y la mentira —como en 2016— y recrear las doctrinas de extremismo, garrote y autoritarismo que irradian desde Washington el presidente Trump y su equipo.
Más allá del debate constitucional sobre si es posible o no la convocatoria de la consulta popular petrista, lo real es que la campaña presidencial tomará forma con esta consulta que, por primera vez, lidera un presidente de izquierda con escasa gobernabilidad.
Como buen jugador, Petro sabe que esta es una apuesta dura: la consulta podría convertirse en un voto de castigo al Gobierno y en una derrota anticipada a un candidato de izquierda en 2026. Y esa posibilidad será, precisamente, la que inspirará a la derecha para penetrar capas de opinión e intentar dejar al último Aureliano, en lo que quede de mandato, atado a un castaño, lamentando su arrojo. Hay que recordar que el expresidente Santos aún hoy se lamenta haber convocado el plebiscito por la paz.
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