¿La perversidad nos gestionará la paz?
Los delincuentes sirven para delinquir. Difícil cambiarles el carácter cuando han sido abusadores de menores y violadores. Y los presidentes deben servir para no servir a los bandidos
Creo en la necesidad de vivir en paz. Pero soy un escéptico “vial”: no confío en los caminos que tomamos para conseguirla. Sospecho abiertamente de las gabelas y prerrogativas que nuestros gobiernos, este y otros, suelen conceder a los delincuentes con la candorosa idea de que, una vez favorecidos, estos personajes contribuirán a la solución de nuestros problemas.
A cambio de volverlos sujetos de actividad pública, llevándolos al legislativo, protegiéndolos o designándolos gestores de paz, el sendero que deberían transitar es el del ostracismo. Acepto, como colombiano respetuoso de la ley, que puedan gozar de esas posibilidades, pero me asiste el derecho a quejar: ponerlos en tal situación es como regresar al servicio religioso al sacerdote pedófilo que está apartado de sus oficios.
Una cosa es declararse en rebeldía frente a situaciones sociales y políticas que se consideran injustas, y desarrollar una actividad que, siendo ilegal, se ampara en tales justificaciones con algún carácter político. Otra muy distinta es combinar ese levantamiento con el abuso de menores, el atropello de personas en estado de indefensión, las crueldades extremas y la sevicia. ¡Claro que hay grados para la maldad! No todos los que violan la ley son iguales: algunos no solo violan la ley; violan menores.
La lista de gestores de paz recién designados por el presidente ha debido imprimirse en una lámina de aluminio, para que resbale la sangre y pueda leerse. Los allí mencionados son figuras del museo de los horrores y la iniquidad. Su elevación a la calidad de gestores ofende profundamente a las víctimas, que esperaban del gobierno del cambio señales inequívocas de que los agresores y abusadores no recibirían tratos preferenciales.
La política de blandura con la escoria, y la obsesión del presidente de tender lazos con todos los facinerosos que nos rondan, se ha traducido en un mensaje aterrador: las víctimas y sus derechos parecen ser solo figuras de esa retórica que estructura los candentes discursos oficiales.
Decisiones que, además, coinciden con una campaña electoral que apenas comienza, y en la que quien domine los territorios será determinante en las presiones a los ciudadanos para que voten por unos o se abstengan de hacerlo por otros. Los cabecillas hoy asistidos por el presidente, con el visto bueno de la Fiscalía, mantienen repugnantes y sólidos poderes en cientos de municipios.
Las bondades que les prodiga el petrismo se verán bien recompensadas en las urnas. El presidente tiene que saberlo, a no ser, claro, que se trate de un adolescente inexperimentado y solo sea una ilusión óptica que luzca como alguien con mucho mundo vivido y recorrido.
Está implícita en la tarea presidencial que quien llega a ese cargo sea el máximo defensor del pueblo que lo eligió. Pero cuando hay serias dudas sobre el cumplimiento de esa obligación constitucional, habrá que pasar del título VII de la Carta directamente al artículo 284, que anima la tarea de la Defensoría del Pueblo. Donde unos interpretan la Constitución viviendo sabroso, otros la aplican con responsabilidad.
Por eso, la defensora del Pueblo, Iris Marín, afirmó de manera contundente e inequívoca: “Los gestores de paz deben reconocer públicamente su responsabilidad en condiciones en que no sean puestos simbólicamente en la posición de que están ayudando, sino en la de responsables que hoy se encuentran bajo estricta supervisión judicial: con la cabeza gacha ante la justicia y ante las víctimas. Ellos no son ni pueden ser vistos como referentes morales de la construcción de paz”.
Se preguntó la defensora que sí defiende: “¿por qué esta vez sí podemos confiar en que van a contribuir a la paz, si en el pasado no lo han hecho? ¿Por qué llamar hoy gestores de paz a quienes han sido gestores de guerra y hoy están privados de la libertad después de haber reincidido? ¿Qué mensaje les enviamos hoy a quienes están cometiendo delitos de gravedad comparables a los que ellos cometieron en el pasado?”.
La respuesta del presidente fue que no se concederá ningún beneficio jurídico ni prerrogativa a los delincuentes. “Ser gestor de paz”, sostuvo, “es una condición del ser humano, no un regalo; quien acepta esta condición, está dispuesto a resarcir a las víctimas y a las garantías de no repetición”. Una condición del ser humano para la que se requieren no pocas condiciones de humanidad.
La voluntad que mueve a Gustavo Petro para buscar el cambio y sentar las bases de una sociedad equitativa es encomiable. Pero que le creamos al presidente no quiere decir que tengamos que creerles a aquellos en que está creyendo el presidente.
“Cuándo se aprenderá la lección de que no se puede negociar con el tigre teniendo la cabeza en su boca”, dijo Winston Churchill ante los ruegos de Lord Halifax para plegarse a la opereta de la paz hitleriana. La ingenuidad y el candor son pecados que no pueden permitirse quienes tienen en sus manos el destino de millones de personas.
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Retaguardia. De labios para afuera, el Gobierno sostiene que no le obsesiona el poder ni atornillarse a él. En la práctica, ofrece el oro y el moro a los senadores para que su candidato ocupe una plaza en la Corte Constitucional. El circo parlamentario se dejó untar las manos para encender los cirios alrededor del ataúd donde descansará la independencia de la suprema guardiana de la Constitución. El propio presidente, ministros y funcionarios fueron pródigos con senadores cuyo carácter tiene la fuerza del balso. Todo con la asistencia de personajes como Simón Gaviria, que se dedicaron a conseguir votos para el elegido del Gobierno, quizás por temor a que la Fiscalía les esculque en sus sonoros pecados del pasado. Soplan los vientos del cambio, extinguiendo el aliento de la ética. Se abre paso la era de un gobierno dedicado a legislar por decreto a la sobra de lo que fuera una corte gallarda.
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