Lo que está mal y lo que es tamal
La tragedia electoral de Venezuela comprueba que somos el continente de los pequeños grandes ídolos de barro
No estamos preparados, en esta esquina del mundo, para las posibilidades enormes de desarrollo que puede generar la continuidad de un mandato presidencial. El atraco a mano armada de Nicolás Maduro y su camarilla lo confirman. Y los ejemplos florecen en esta Latinoamérica que es escenario ideal para los mesías de utilería.
Que no es monopolio de las Américas aquello de aferrarse al poder, es muy cierto. Tampoco una moda generacional, porque, desde que el mundo gira, germinan redentores que prometen el cambio. Por cierto, aunque se les facilita la crueldad, suelen andar proclamando el amor, como si esta parcela de la humanidad quedara en el Haight-Ashbury de 1966. Experimentan el amor de la misma manera en que lo haría una piedra hacia otra. “Ningún tirano ha amado jamás a nadie”, decía Alfredo Iriarte. “El afecto es, para ellos, una forma de claudicación; es abrir las defensas; es bajar la guardia”.
En el hoy y el ahora de este continente pegado con babas, nuestra dirigencia no acepta la humana realidad de que, como cantaba Lavoe, “todo tiene su final/nada dura para siempre/tenemos que recordar que no existe eternidad”. Después de lanzar montones de buenas canciones, Lavoe se lanzó del noveno piso del hotel Regency, en San Juan de Puerto Rico. Esa, según algunos desesperados (que atraviesan momentos de ira en medio de la injusticia de quien se atornilla al solio presidencial), sería la única manera de librarse de tiranos como Maduro.
La razón, la decencia y la sensibilidad humana dictan un NO en mayúscula sostenida para quienes abogan por un cierre de dictadura manchado de sangre. Uno supone que precisamente las democracias y los sistemas electorales se diseñaron para no tener que defenestrar gente. Sobre todo, en Cuba, donde los balcones se caen solos, después de décadas de esmerado descuido socialista.
No sabemos cómo manejar adecuadamente constituyentes omnímodas, ni capotear la vida pública de emancipadores sin límites. Hasta la reelección aquí ya es un pecado, porque nuestros candidatos creen que pueden entronizarse para salvarnos de nosotros mismos.
Los caudillos latinoamericanos le prenden velitas a las fotos de Vladimir Putin, que hace 25 años pone a temblar al mundo, después de haber sido un matón de esquina que brotó de la crisálida convertido en zar. Putin se hizo deshaciendo vidas y honras. Aplastando cráneos con la bota. No hay tirano que no haya pagado el precio del liderazgo con la sangre de sus semejantes.
Putin es aliado de Maduro y de otros personajes que actualmente hacen curso de líderes regionales. Sus enseñanzas se pueden aplicar aquí, porque si no naciste en un imperio o en una potencia, se te permite soñar con ser el orangután más musculoso de estas plataneras. Un putincito criollo.
Volvamos a Iriarte, quien en su libro Bestiario tropical relató una anécdota de Anastasio Somoza García que retrata bien a nuestros sátrapas. Estando de viaje por los Estados Unidos, el primero de los tres Somoza que les chuparon la sangre a los nicaragüenses dio una rueda de prensa en la que dijo: “La democracia es a los pueblos lo que la comida a los individuos. Si ustedes le dan a comer a un adulto un buen tamal con salsa picante, lo nutren y lo vigorizan. Pero si le dan la misma dosis a un niño de meses, lo pueden matar. Su país es el adulto, mientras que el mío es el infante. Saquen la conclusión”. Además de la obvia, también podría uno concluir que, en donde quiera que se hable español, el tamal es el arma más poderosa de la política.
Los venezolanos, de todas las formas posibles, han tratado de librarse del inmaduro Maduro (“Milei, basura, vos sos la dictadura… No me aguantás un round. Feo y estúpido…”) y han vuelto a hacerlo en las urnas, solo para descubrir que el orangután quiere seguir repartiendo tamales.
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