Crítica a mis profesores (y a los de Gustavo Petro)
Los profesores de economía marxista-poskeynesiana-progresista han aplicado sus devaneos, ensayado sus intuiciones y han producido crisis económicas con inmensos costos sociales. Los economistas ortodoxos también hemos cometido errores
Entre 1967 y 1978 me eduqué en el colegio Instituto del Carmen de los Hermanos Maristas (hoy Colegio Champagnat). Cuando pequeño, en primaria, una vez al mes llevábamos al colegio ropa, y en ocasiones comida como arroz, pastas y enlatados para ser repartida entre familias pobres. Íbamos en misión a un barrio que el colegio adoptó para hacer obra social, llamado Las Colinas, en la actual Ciudad Bolívar.
A los diez años, caminando entre casuchas hechas de cartón, madera y latas, ...
Entre 1967 y 1978 me eduqué en el colegio Instituto del Carmen de los Hermanos Maristas (hoy Colegio Champagnat). Cuando pequeño, en primaria, una vez al mes llevábamos al colegio ropa, y en ocasiones comida como arroz, pastas y enlatados para ser repartida entre familias pobres. Íbamos en misión a un barrio que el colegio adoptó para hacer obra social, llamado Las Colinas, en la actual Ciudad Bolívar.
A los diez años, caminando entre casuchas hechas de cartón, madera y latas, tuve de frente a la miseria humana. Una señora pequeñita, que no tenía menos de ochenta años, revolvía un agua con cebolla en una olla sobre un reverbero; había sumergido un hueso “para darle substancia”, me dijo. Con eso preparaba lo que iba a ser el almuerzo para ella y su nieta, que no pasaba de los tres años.
La bondad y la completa indefensión se juntaban en esa escena, que no ha logrado abandonarme en medio siglo. La escena hizo mella y me dio un propósito: hacer cosas para que no hubiera más viejecitas y nietas desamparadas.
No paró ahí mi formación. En Los Maristas nos ponían con frecuencia a exponer ante una clase de 45 compañeros sobre todos los temas imaginables. Aprendía a hacer carteleras sencillas y claras, en pliegos de papel periódico, y a hablar ante un público relativamente numeroso, de manera convincente y con buena entonación, sin cohibirme. Poco sabía entonces que esa destreza me iba a dar para pagar las cuentas por el resto de la vida.
El profesor de quinto de primaria, Alfonso Ordóñez, insistió que, oyera lo que oyera, leyera lo que leyera, siempre debía formar mi propia opinión, llegar a mis personales conclusiones y defenderlas.
El hermano Hernán Gómez, en primero de bachillerato, nos enseñó a debatir por meses sobre temas dificilísimos, como el control de la natalidad y las esterilizaciones de mujeres indígenas en Bolivia; o sobre las drogas alucinógenas, que en ese momento, 1973, aparecían por nuestros barrios de la mano de los marihuaneros, jóvenes que unos años antes eran fervorosos feligreses en la misa de los domingos.
Pablo Cruz, en cuarto de bachillerato, dibujaba con tizas de colores mapas detalladísimos del departamento del Cauca, la zona pobre de donde orgullosamente provenía; nos explicaba la minucia de su historia, geografía y economía. Así lo hizo con los demás departamentos de Colombia. Luego de eso era difícil no estudiar economía. En esa disciplina se juntaban las preguntas y ojalá también las respuestas para lo visto en las misiones, las discusiones de primero y las cátedras magistrales de cuarto.
El hermano Andrés Hurtado, en quinto de bachillerato, me enseñó el poder de la palabra escrita. Lo hizo leyendo cuentos de Mark Twain, Julio Cortázar, Gustavo Álvarez Gardeazabal, Jorge Luis Borges y Juan Rulfo. Empecé entonces a escribir cuentos, a jugar con el lenguaje y a buscar mantener los ojos del lector pegados al papel.
Entré a la Universidad de los Andes, lo que me produjo inmenso orgullo, y pude pagar la carrera gracias al ICETEX. Allí descubrí a una Bogotá distinta. Con marcadísimas clases sociales, donde eso importaba mucho. Era un sitio donde había gente de toda Colombia, profesores de Estados Unidos y Francia, y estudiantes internacionales en intercambio que le daban color y sabor a las clases. Me di cuenta de que la falta de inglés era una limitación enorme.
Conocí compañeros inteligentísimos, como los que había tenido en Los Maristas, de los que iba a aprender más que de los profesores. Lo que más me impresionó era que había que aprender mucho de Marx, teoría marxista de la historia, escuela cepalina, teoría de la dependencia, keynesianismo, post-keynesianismo y estructuralismo, pues los profesores estaban en una feroz labor de adoctrinamiento. Los ortodoxos, que enseñaban microeconomía y macroeconomía neoclásica, iban siendo arrinconados, matoneados y paulatinamente aburridos.
Mi conclusión fue que el debate entre economistas neoclásicos, keynesianistas y marxistas era de carácter filosófico, y no estrictamente técnico, matemático o econométrico. Por eso me inscribí en todos los cursos de filosofía que encontré.
Me tomó años darme cuenta de que la facultad de Filosofía también estaba dominada por la doctrina y la moda intelectual de los años 60 y 70, salvo honrosas excepciones. La meta de la secuencia Descartes, Kant, Hegel, Marx, Escuela de Fráncfort, era plantar en nuestra mentes adolescentes la semilla del árbol marxista, como culminación de la progresión intelectual de Occidente. Había una agenda intelectual en la que excluían a Spinoza, Hume, Locke, Burke, Madison, Nietzsche u Ortega y Gasset en filosofía; y a Böhm, Mises o Hayek en economía
Rüdiger Dornbusch, el connotado y desaparecido profesor de MIT, autor del libro de macroeconomía de esa época, quedó asombrado, en una visita a Bogotá, de que en esa ciudad lejana, plantada en medio de la cordillera de Los Andes, los profesores de economía se trabaran por años en disputas profundísimas sobre el capítulo 12 de la Teoría General de Keynes, o el fetichismo de las mercancías en el Tomo I de El Capital de Marx, en lugar de estudiar a fondo el ciclo de los negocios de Colombia. Así me lo dijo, años más tarde, cuando fui su alumno en Kiel, en el norte de Alemania.
Posterior a Los Andes fui a aprender inglés y alemán, y estudié —en España, Alemania y Estados Unidos— para desenmarañar las confusiones de mis profesores universitarios, para obtener claridad sobre cómo funciona la economía, y cómo no. Cómo se puede hacer para desbaratarla, que funcione mal, y cree más pobres como la viejecita y su nieta del barrio Las Colinas.
Los profesores de economía marxista-poskeynesiana-progresista han tenido suficientes ocasiones en Argentina, Chile, Perú, Venezuela y Colombia para aplicar sus devaneos, ensayar sus intuiciones y producir una vez tras otra crisis económicas con inmensos costos sociales. Los economistas ortodoxos también han, o hemos, cometido errores.
Lo que aún no logro excusar a varios de mis profesores es haber ocupado momentos tan importantes de nuestra atención adolescente, tan costosos para un estudiante que se educaba con un crédito de ICETEX, y tan valiosos en un país pobre y rezagado en tecnología, acceso a mercados, infraestructura y servicios sociales, a que aprendiéramos una sarta de cosas equivocadas y perniciosas. Es como si no les hubiera importado que de sus enseñanzas fuéramos a vivir y a sostener a nuestras familias. Peor aún, que se aplicaría a la economía teorías que no han tenido éxito, y no se adoptarían las que tenían un éxito evidente.
Les interesaba más transmitirnos sus intuiciones anti-sistema y las doctrinas reveladas por algún economista difunto, como decía Keynes, que enseñarnos a preguntar y a aprender a fondo de qué depende el valor de las cosas y las muchas fortalezas del capitalismo. A usar bien las herramientas analíticas de la economía que son comunes en el mundo entero.
Para algo vino a servir eso: entender la historia intelectual del grupo que llegó a liderar a Colombia en 2022, de la mano de Gustavo Petro. Hace 40 años le enseñaron mala economía, pero no las lecciones de lo que sucedió al aplicar esa mala economía. Hoy el presidente de Colombia, al igual que los profesores de antaño, predica una economía recóndita, llena de sofismas, equivocaciones y soberbia. La gente lo escucha impávida, y muchos llegarán a creer a pie juntillas lo que dice su presidente.
Entonces, como ahora, las personas pasarán y las instituciones quedarán, si las defendemos. La institución de una economía de mercado, acostumbrada a soportar los embates de los Pablo Escobar, las FARC y el ELN, el narcotráfico, los paracos y los cárteles mexicanos, así como el exceso de regulación, intervencionismo y tributación, la superposición de visiones y la falta de consistencia entre modelos de desarrollo cuatrienales.
Se mantendrán las instituciones creadas por los abogados para enseñarnos a ser serios en los contratos, cumplir con lo que decimos y firmamos. Defendámonos de nosotros mismos, de nuestras confusiones como país y como intelectuales. De la mala política y la mala economía. De la mala pedagogía y la mala filosofía. De otra forma no habrá solución para las abuelas pobres y sus nietas, en barrios desamparados.
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