Una pregunta sin respuesta
La historia de unas drogas que ahora no se hallan con facilidad en el país es un cuento raro en donde todos se echan la culpa y en el que nadie responde
El título de este escrito es la realidad que cada vez más y más colombianos están enfrentando cuando van a una farmacia adscrita a su EPS y luego de largas esperas se llevan la mala nueva de que aquello que hasta hace unos meses parecía garantizado hoy ya no lo está.
En algunos casos la situación viene atravesada por un incomprensible desabastecimiento de algunos productos farmacéuticos que antes eran fáciles de conseguir y, más bien, de formulación común por parte de los médicos. Esa historia incomprensible de unas drogas que ahora no se hallan con facilidad en el país es un cuento raro en donde todos se echan la culpa y en el que nadie responde.
Las farmacias dicen que el problema es del Invima que no ha hecho lo propio para facilitar el surtido de los fármacos. El Invima dice que es culpa de las EPS que no les pagan a las farmacias y entonces estas dejan de comprar los productos. Las EPS dicen que como el Estado no les paga lo que les debe, entonces hay dificultades para surtir. Y es así como los pacientes quedan atrapados en un detestable sánduche en el que no hay ni jamón ni queso, sino apenas un triste pan con una salsa insulsa que representa el desdén de unos y otros a la hora de cumplir con el que se supone es un derecho para todos: acceso a la salud.
El último relato me lo hizo un amigo, escritor y poeta, para quien la diligencia mensual o bimensual de ir a reclamar aquello que le formuló el doctor poco a poco fue convirtiéndose en una experiencia kafkiana. Pues de la autorización para la entrega de los medicamentos pasó a la farmacia adscrita a la EPS para hacer la respectiva solicitud de entrega de los medicamentos.
A las siete y treinta de la mañana llegó muy juicioso este buen hombre a tomar un número y sentarse a esperar su llamado para pasar al mostrador y ser dispensado. Digamos que por alta afluencia de pacientes la espera se alargó, mas una espera de tres horas ya resulta exagerada sea como sea.
A las diez y treinta de la mañana finalmente llegó su turno y, a pesar del cansancio, la desesperación y la ira acumulados, su cara se iluminó porque por fin esa mañana perdida en una lúgubre sala de espera con sillas duras y rodeado de pacientes, unos más enfermos que otros, había llegado su hora y como si hubiese terminado una maratón sonriente se paró frente al farmaceuta quien recibió su fórmula médica con cierto desdén.
“De ese medicamento no hay”, le dijo el funcionario. “Vuelva cuando pueda a ver si ya llegó”, completó el hombre detrás del mostrador sin dar explicación alguna. Mi amigo desconcertado preguntó si dicho medicamento llegaba ese mismo día o al día siguiente. No hubo respuesta. Un simple “no le sabría decir” sirvió como cierre para la decepcionante conversación.
De la farmacia de la EPS el buen hombre salió a buscar lo formulado en una farmacia comercial. Allí pudo comprar y pagarlo. Sin embargo, al salir me llamó y me contó la historia para concluir con una pregunta: “y si no tuviera la plata, ¿qué hago? ¿Me dejo morir?” Me quedé pensando si su muerte sería culpa de la EPS, el INVIMA o el Ministerio de Salud. Aún sigo sin saber la respuesta.
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