La guerra liberal-conservadora
El libro ‘Estrictamente Confidencial’ nos trae una historia no biográfica de la vida del doctor Eduardo Santos Montejo. El periodista, el demócrata y el humanista
Estrictamente Confidencial revive la guerra entre liberales y conservadores. La investigación de la periodista y doctora en Ciencias de la Información Maryluz Vallejo nos trae una historia no biográfica de la vida del doctor Eduardo Santos Montejo, director y propietario de El Tiempo, el periódico más importante de Colombia, a través de una extensa compilación de su correspondencia privada que describe al personaje con lujo de detalle. El periodista, el demócrata y el humanista.
El cincuentenario de la muerte del doctor Santos le sirvió de pretexto a la investigadora Vallejo Mejía para compartir con sus coterráneos su experiencia lectora y ofrecer un marco comprensivo de la historia nacional entre las décadas del treinta y del cincuenta. La palabra que usa la autora para calificar a su protagonista es el de polímata, es decir, una persona con grandes conocimientos en diversas materias científicas o humanísticas. En efecto, Santos fue un lector empedernido y un escritor forjado en las galeras de la prensa, “claro y directo; enemigo de eufemismos, grandilocuencias y vaguedades.” Siempre citando en sus cartas pensamientos de grandes literatos. De una generosidad infinita.
Sin proponérselo, es claro que el periódico que dirigió seguía con ardentía su ideología política, y de algunas de sus epístolas brotan expresiones muy fuertes contra Laureano Gómez y Alfonso López: “Los cabecillas conservadores bailan sus frenéticas danzas guerreras al compás que marca el delirante señor Gómez; los liberales que no andan mejor de la cabeza, se orientan por Alfonso López…”, escribió en una carta a Germán Arciniegas.
En una carta a su cuñado Alfonso Villegas Restrepo, en respuesta al análisis descarnado del país que le dejó López Pumarejo, Santos le pasó lista a sus enemigos, como Juan Lozano y Lozano, director de La Razón, y Laureano Gómez, de El Siglo, diarios que desde su fundación en 1936 le habían declarado la guerra. Sobre El Siglo y su furibundo director dice: “Debo confesarte sin ambages que no creo que exista en los redactores de ese periódico ni sinceridad, ni buena fe, ni deseo de servir nada distinto de sus pasiones y de sus odios. Conozco hace más de treinta años a Laureano Gómez y sé que es un mal hombre”.
Otro hecho político es el que se refiere a los acontecimientos lamentables que se dieron el 6 de septiembre de 1940 y que se relatan en el libro así: “Pero lo peor estaba por venir con los incendios a los dos grandes diarios liberales y a las casas de los jefes Alfonso López Pumarejo y Carlos Lleras Restrepo, provocados por una horda de conservadores furibundos. Sobre ese repugnantemente episodio, Laureano Gómez fue enfático para condenarlo: ‘Los sucesos del 6 de septiembre y la manera como se manejaron sus consecuencias pugna con mi concepto del buen gobierno. Tuvieron lugar porque se aprovechó la ausencia de la ciudad del designado y de los principales funcionarios. El primero me dijo que no había tenido noticia de ellos sino varias horas después de ocurridos, cuando regresó a la ciudad. Le anoté que lo acontecido era una insurrección militar justamente por la ignorancia en que le mantuvieron los jefes de las fuerzas, que tampoco acudieron oportunamente a impedir los desórdenes. Pero lo que siguió está en el origen del golpe de Estado”.
Lo paradójico es que El Tiempo y las policarpas ―”decenas de mujeres de la alta sociedad que, vestidas de negro, se dieron a conocer como conspiradoras contra Laureano Gómez, así que, al igual que sus maridos, le facilitaron un golpe mullido al gris general Rojas Pinilla”―, como quien dice, resultaron premiando al sector rojista del conservatismo que ejecutó el golpe del 13 de junio de 1953. El mismo liberalismo que había negando su ascenso a general en el Senado de 1949 invocando el comportamiento del Nueve de abril en Cali. Rápidamente se arrepintieron de haber apoyado el golpe de Estado. “Peor que nuestro Rojas-Trujillo no hay nada ―ni Gómez―”, le admitió a Arciniegas desde su exilio parisiense.
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