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La trágica demolición de la Barranquilla arquitectónica de García Márquez

El centenar de casas del barrio Alto Prado se construyó a mediados del siglo XX bajo el influjo del movimiento moderno. Solo quedan siete viviendas que reflejan el legado de los tiempos del grupo de ‘La Cueva’, al que pertenecían el Nobel y sus amigos Alejandro Obregón y Álvaro Cepeda Samudio

residencia de la familia Jaar
Interior de la residencia de la familia Jaar, en el barrio Alto Prado de Barranquilla, el 8 de marzo de 2024.María Roa
Camilo Sánchez

Dice el empresario Diego Marulanda que el Alto Prado era un barrio de casas de una sola planta, con jardines frondosos y árboles fuertes, donde los niños podían jugar sin la restricción de rejas ni alambrados. Que cada manzana definía el grupo de amigos y los matrimonios, las fiestas de quince o las presentaciones en sociedad se celebraban en residencias con estructuras desprovistas de cualquier ornamento, con líneas claras en la fachada y detalles como nichos o celosías para ventilar la vida doméstica en una ciudad húmeda y sofocante como Barranquilla.

Eran los años cincuenta, sesenta y setenta del siglo pasado. El barrio, fundado en los años veinte, ha dado paso a una sucesión de edificios y locales con nombres anglosajones como The Closet, The Bronx o Home Burger. Más de un centenar de casas como las que describe Marulanda han sido derribadas desde los años ochenta, llevándose por delante un conjunto arquitectónico de valor patrimonial. Un momento de la historia de la ciudad en el que los proyectistas locales y del interior se dejaron guiar por el ideario del movimiento moderno, aquella suerte de manifiesto que se apoyó en los rasgos plásticos de la industria y quiso romper las costuras del formalismo académico.

(Izquierda) Foto de archivo de una calle del barrio Alto Prado,  (derecha) misma calle hoy en día.
(Izquierda) Foto de archivo de una calle del barrio Alto Prado, (derecha) misma calle hoy en día.Archivo personal de Carlos Bell Lemus/María Roa

Hoy no quedan más que siete casas de esta época, que abarcó los años 1946 a 1965, desperdigadas bajo la sombra de viejos árboles de caucho que amortiguan el calor en calles onduladas. Una de ellas perteneció a los suegros de Marulanda, de 72 años, quien conserva los recuerdos frescos de su familia política: “Los Jaar llegaron en barco desde Francia. Eran industriales de ascendencia palestina que fundaron hace más de 70 años una fábrica textil muy importante que llegó a tener 1.200 empleados”. Su descripción sirve para formarse una idea de los cimientos de la ciudad portuaria, puerta de entrada a las innovaciones artísticas, y atípica en Colombia por su diversidad de inmigrantes judíos, chinos, franceses o árabes.

Con la demolición de las casas en el Alto Prado se ha pasado la aplanadora sobre el trabajo de un colectivo de arquitectos barranquilleros como Roberto Acosta (95 años), Ricardo González Ripoll (1925-1981) o José Alejandro García (1922-2011). Por fortuna, todos ellos han sido objeto de una reivindicación académica por parte del arquitecto Diego Agamez, quien en una tesis de maestría, laureada por la Universidad Nacional de Medellín, desanda sus pasos y su trabajo silencioso en la configuración urbana de la capital del Atlántico y la cuarta ciudad del país por número de habitantes.

Agamez cuenta que el ninguneo con estos arquitectos costeños llegó al punto de que sus proyectos de vivienda nunca fueron reseñados por la desaparecida revista bogotana Proa, una plataforma de referencia para cualquier interesado en la vanguardia arquitectónica del siglo pasado: “Lo único que se puede encontrar, de forma esporádica, son comentarios sobre algunos edificios institucionales, alguna obra de Leopoldo Rother. Pero el único medio de difusión para ellos en realidad fue la revista La Prensa de Barranquilla, más local y si se quiere provinciana”.

Una casa en el barrio Alto Prado de Barranquilla.
Una casa en el barrio Alto Prado de Barranquilla.María Roa

La agonía de este pedazo de la historia cultural barranquillera es calificada por el experto en patrimonio Alberto Escovar de dramática. A su juicio, el trabajo de Agamez sirve como alerta para salvaguardar otros ejemplos de buena arquitectura que datan de un período que en Estados Unidos se conoce como mid-century y que aún es bastante incomprendido en el país: “Cien obras tumbadas es una cifra devastadora. La arquitectura moderna, por su proximidad temporal, ha tenido muchos inconvenientes para que sea valorada en sus verdaderas dimensiones”.

No ha sido el caso con Rogelio Salmona, acaso el proyectista más reconocido del país, y cuyos trabajos, como el Archivo General de la Nación o las Torres del Parque en Bogotá, están protegidos. Los pilares de su obra se encuadran, de hecho, dentro de la misma etapa moderna cuyas referencias más mediáticas a nivel internacional son, quizás, Le Corbusier y Mies van der Rohe. Escovar advierte que de la totalidad de los inmuebles derribados en Barranquilla, pocos habrían sido objeto de una declaratoria de patrimonio en sí mismos: “Pero en este caso lo interesante habría sido conservar el conjunto para entender qué había detrás del ejercicio de diseño, qué era lo que la sociedad de entonces quiso representar con ese estilo que coincidió en el tiempo con otros movimientos culturales como La Cueva”.

Se refiere a un grupo de amigos entre los que se contaban Gabriel García Márquez, Alejandro Obregón, Álvaro Cepeda Samudio o el arquitecto Ricardo González Ripoll. En el bar La Cueva, que aún sobrevive en el barrio Boston, se reunieron a mediados del siglo pasado en unas tertulias que, como la arquitectura moderna, tenían como objetivo derribar las convenciones sociales y explorar las señas de identidad de la cultura contemporánea. Pero con la llegada del narcotráfico, la llamada bonanza marimbera de finales de los 70, ese espíritu intelectual se empezó a desvanecer.

Gabriel García Márquez, el arquitecto Ricardo González Ripoll y el escritor Álvaro Cepeda Samudio.
Gabriel García Márquez, el arquitecto Ricardo González Ripoll y el escritor Álvaro Cepeda Samudio.Fundación La Cueva

El Prado, que hoy como entonces sigue siendo un entorno privilegiado, sufrió una mutación urbana al ver la desaparición gradual de sus casas bajas por edificios con remedos de columnas dóricas o corintias. El modelo urbano y de vida, la estética y la visión del mundo, habían cambiado para siempre. “Al principio las modificaron, las llenaron de mármol y otros materiales ostentosos”, se lamenta Diego Agamez, y señala que “la especulación inmobiliaria, el afán por maximizar el uso de cada metro cuadrado, y el cerramiento de los nuevos edificios de vivienda colectiva” rompen de manera violenta con la vida cotidiana y el paisaje urbano del viejo suburbio.

Paradójicamente, las únicas casas que se han conservado de otras épocas son en estilo republicano, anterior al del “medio siglo”. El mítico Hotel El Prado es, quizás, el ejemplo más conocido, pero hay otros casos con la misma influencia que evocan, en mayor o menor medida, el estilo de la Casa Blanca estadounidense. Se trata de ejemplos de los años veinte y treinta que en el imaginario colectivo de los barranquilleros ha merecido mayor atención. Katya González es hija del arquitecto y dos veces alcalde de la ciudad Ricardo González Ripoll: “De mi papá ya no queda apenas nada. Todo lo derrumbaron”. En su opinión, el mayor problema urbano es que la ciudad, desde los barrios más exclusivos hasta los más pobres, se asemeja a una “cárcel enrejada. Incluso las casas lindas que quedan en pie están encerradas entre muros y casetas de seguridad privada”.

Lo cierto es que la historiografía de la arquitectura en Colombia es un ejercicio relativamente reciente, apostilla Alberto Escovar, “pero la historia se ha contado siempre desde Bogotá. Lo demás han sido episodios periféricos. Yo mismo debo reconocer mi ignorancia porque nunca había escuchado los nombres de la mayoría de estos arquitectos barranquilleros”. Concluye que este es también un llamado de atención para otras ciudades como Cali o Medellín. Un incentivo para escribir su propia biografía e impedir que más obras de la arquitectura moderna capaces de generar placer al ojo humano sigan desapareciendo.

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Camilo Sánchez
Es periodista especializado en economía en la oficina de EL PAÍS en Bogotá.
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