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Caso Odebrecht
Tribuna
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De escándalo en escándalo: de la Lockheed a Odebrecht

Mientras en Estados Unidos se han endurecido las normas y las personas jurídicas corruptas tienen sanciones, en Colombia se ha aplazado esa posibilidad

Odebrecht
El logo de Odebrecht en una construcción en Caracas (Venezuela).CARLOS GARCIA RAWLINS

El pago de sobornos o la violación de las reglas de probidad pueden ser marginales cuando la corrupción ha alcanzado el nivel de control o “captura” de sectores o segmentos del Estado. En ese nivel, los dueños del Estado hacen las reglas y solo excepcionalmente tienen que violarlas. Tampoco tienen que pagar sobornos a los que toman las decisiones, porque en la práctica estos son sus empleados. Ni siquiera tienen que dar órdenes explicitas porque sus empleados los interpretan bien y comprenden sus intereses. ¡Para eso están! Bueno, esa es la teoría, pero ni siquiera el mundo de la corrupción es perfecto. A veces hay que sobornar. Y así lo reconoció el conglomerado económico más poderoso de Colombia, al firmar, a través de Corficolombiana, un acuerdo de juzgamiento diferido ante el Departamento de Justicia y la Comisión de Valores (SEC) de Estados Unidos, por violar las disposiciones contra el Soborno contenidas en la Ley de Prácticas Corruptas en el Extranjero (FCPA, 1977).

En el anuncio del acuerdo, el Departamento de Justicia señala que Corficolombiana “se unió en una asociación delictuosa con Odebrecht S.A (Odebrecht), un conglomerado mundial de la construcción con sede en Brasil” para ofrecer y pagar “más de $23 millones de dólares estadounidenses en sobornos a altos funcionarios del gobierno colombiano con el fin de obtener un contrato para construir y operar una autopista de peaje conocida como la Ampliación Ocaña-Gamarra”. Sin embargo, en lo que podría ser una temprana violación de las condiciones del acuerdo, el asunto fue presentado en Colombia con alcances muy distintos a los términos con que fue anunciado por las autoridades de Estados Unidos, desconociendo su obligación esencial de decir la verdad, no solo en Estados Unidos sino en Colombia y en todos los países donde haya realizado esos actos de corrupción.

A ese respecto hay que entender que, precisamente, la FCPA es la precursora de los más importantes instrumentos internacionales de lucha contra la corrupción. Esa Ley, que definió como delito de las personas jurídicas (y personas naturales) el soborno a funcionarios extranjeros, incluyendo los ofrecimientos, promesas o pagos a estos, a sus partidos políticos o sus candidatos para obtener o mantener negocios en otros países, fue aprobada luego de dos años de audiencias y debates en el Congreso de los Estados Unidos en los que se analizaron los casos de empresas americanas que habían hecho pagos “cuestionables” para ganar o mantener negocios en el extranjero, entre ellas Gulf Oil, Northrop, Exxon, Mobil Oil, United Brands y Ashland Oil.

El más famoso, “el escándalo de la Lockheed”, fue el que disparó todas las alarmas. En una excelente revisión de los antecedentes y del contexto en que se adoptó la FCPA, Mika Koehler (The Story of the Foreign Corrupt Practices Act”, Ohio State Law Journal, Vol. 73:5, p. 930-1010) cita el editorial del Washington Post que destaca: “Sería suficientemente desafortunado que cualquier gran empresa de los Estados Unidos estuviera involucrada en esta clase de transacciones. Pero la Lockheed no es considerada en otros países simplemente como otra empresa norteamericana. Es la empresa contratista más grande del sector de defensa de los Estados Unidos y además ha gozado de avales del gobierno federal para su endeudamiento. Sus fallas, entonces, han causado grandes daños reputacionales a los Estados Unidos”.

Con la aprobación en 1977 de la FCPA, se generó igualmente una presión de las empresas americanas para “nivelar el campo de juego”. Reclamaron que también las empresas extranjeras fueran penalmente responsables por ese delito. Así, el gobierno de los Estados Unidos fue el más activo promotor de una convención contra el soborno transnacional, proceso que culminó con la aprobación de la Convención de la OCDE “para combatir el cohecho de servidores públicos extranjeros en Transacciones Comerciales Internacionales” (1997). Para su implementación, el Congreso de los Estados Unidos aprobó en 1998 la “Ley contra el soborno y para asegurar la competencia justa en el extranjero”, la cual reforma la mencionada FCPA y extiende su aplicación a las empresas (y personas naturales) extranjeras.

En Colombia, a principios del 2017 y con ocasión del mencionado “escándalo de Odebrecht”, el procurador general de la Nación de la época pidió abrir el debate frente a la responsabilidad penal de las empresas privadas comprometidas con la corrupción de funcionarios públicos, y destacó: “Había una estructura corporativa y societaria dedicada a la comisión del crimen, por supuesto tiene que haber una responsabilidad penal de las personas jurídicas. Es una discusión que necesita el país y una herramienta en la lucha contra la corrupción. Un debate que debería llevar a la presentación de un proyecto de ley en el Congreso de la República que establezca la responsabilidad penal de las personas jurídicas.”

Lamentablemente, las acciones del procurador general en este sentido no tuvieron eco. Sin los alcances (“y dientes”) de la iniciativa del procurador, el proyecto de ley fue presentado en agosto de 2018, pero ni siquiera así tuvo trámite en las plenarias del Senado y la Cámara. Al contrario, en un extraño episodio, en una ley aprobada ese mismo año (Ley 1882 de 2018) impulsada por el Gobierno anterior, se establece una especial protección para los contratistas corruptos a los cuales reconoce, como a cualquier otro contratista diligente y de buena fe, el derecho a salir indemnes de la relación contractual viciada de nulidad absoluta por sus actos delictivos.

Según los intrincados incisos y parágrafos de esa Ley, los contratistas corruptos tienen derecho al reconocimiento del “valor actualizado de los costos, las inversiones y los gastos, ejecutados (…), incluyendo los intereses (…) Estos factores serán actualizados con el Índice de Precios al Consumidor (IPC) histórico desde el momento de su ocurrencia, hasta el mes inmediatamente anterior a la fecha de la liquidación”. Adicionalmente, se ordena incluir también, entre los reconocimientos que deben hacerse al contratista corrupto, “los costos o penalidades, pactadas o no, que terceros hayan aplicado al contratista en razón a la terminación anticipada de las relaciones contractuales no laborales” si se trata de “aquellos asociados a los contratos de crédito, leasing financiero o a la terminación de contratos derivados de cobertura financiera del proyecto”.

Así pues, no se aprobó la responsabilidad penal de las personas jurídicas por actos de corrupción, sino la responsabilidad plena del Estado ante las empresas que lo han defraudado mediante actos de corrupción. En ejercicio de la acción pública de inconstitucionalidad, el entonces contralor general, Edgardo Maya, sostuvo y parcialmente obtuvo de la Corte Constitucional, la declaratoria de inexequibilidad de esas extrañas disposiciones legales, pero su expedición y parcial aplicación nos permiten asomarnos a la enorme complejidad de una avanzada tecnología de la corrupción basada en la financiación y secuestro de la política combinada con el abuso, a veces sutil y a veces brutal de las vías del derecho, y en la cual el soborno, como lo conocemos, es solo un componente marginal en el entramado de la captura del Estado. Una historia aleccionadora que hoy debe recordarse.

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