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Desarrollo sostenible
Tribuna
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Sobre el colapso, la víspera de un mundo común

Nuestra civilización sigue siendo miope e incapaz de habitar el planeta sin daños irreversibles a nosotros mismos y a los ecosistemas que sostienen nuestro mundo común

Sudamérica cambio climático
Un hombre rema entre peces muertos en el Lago Rei, en la Amazonia brasileña durante una sequía en octubre de 2005.MARCIO SILVA (AP)

El consenso científico es claro: nos encontramos ante una encrucijada sin paralelo histórico. Nos enfrentamos al abismo de la desestabilización sin reversa de todos los sistemas que soportan la vida en el planeta. En su último reporte publicado la semana pasada, el panel intergubernamental de cambio climático hizo su “último llamado”: “actuar ahora o será demasiado tarde”. La alerta viene tras el “código rojo” de 2021 y las alarmas sucesivas de años anteriores. Ya parece un “disco rayado” apocalíptico, y este es sólo uno de los múltiples sistemas planetarios en crisis.

A pesar de las alertas y los esfuerzos por avanzar en la transición, nuestra civilización sigue siendo miope e incapaz de habitar el planeta sin daños irreversibles a nosotros mismos y a los ecosistemas que sostienen nuestro mundo común. El problema radica en que seguimos buscando respuestas y soluciones dentro de los paradigmas y premisas que originaron las múltiples crisis que vivimos.

Hemos construido nuestra civilización globalizada en torno a un paradigma que nos hace creer que estamos separados de la naturaleza y somos superiores a ella, y, por lo tanto, podemos controlarla y extraer de ella lo que necesitamos para garantizar la certeza de la supervivencia. La idea de crecimiento sin límites ha sido la base de gran parte de la sociedad occidental hegemónica, impulsada por la noción de que es necesario acaparar, apropiar y acumular recursos para asegurar nuestro bienestar y el de nuestros descendientes. Pero eso es peligroso, porque si destruimos nuestra casa con ella se pierde nuestro suelo de vida. El colapso de la naturaleza precede al colapso de las civilizaciones.

Cuando miramos la situación global con los ojos bien abiertos, advertimos una realidad aterradora. Pese a los avances en la superación de la pobreza, la protección de los derechos humanos, la democracia, y el bienestar humano en general, se precipitan colapsos concatenados de los sistemas que sostienen la compleja red de la vida, conducidos por los estragos que deja tras de sí el sistema socio-económico termoindustrial. Si continuamos, entraremos en una extinción masiva, la sexta de la historia del planeta, y el fin de la especie humana dejará de ser ciencia ficción.

No sólo pasamos por alto lo que ya en 1972 el Informe Meadows alertaba con precisión a “futuras generaciones” ―es decir nosotros ahora― que el crecimiento socioeconómico tiene límites biofísicos, sino que olvidamos que hacemos parte de la misma red inextricablemente interconectada de seres que habitamos la Tierra. Olvidamos que inhalamos la exhalación de las plantas; que dependemos de los esqueletos fosilizados de millones de millones de seres vivos convertidos en petróleo como fuente de energía para toda la economía; que las temperaturas oceánicas determinan el ciclo del agua del que depende la producción de todos nuestros alimentos.

Desde este olvido, incluso quienes persiguen desesperadamente la “solución” se extravían en la búsqueda de alternativas que acaban por perpetuar el mismo sistema de separación y extracción. Las soluciones presuponen que podemos extraer indefinidamente los recursos y que esto permitirá mantener el paradigma de crecimiento tal como lo entiende la cultura occidental. Reemplazar toda la combustión de hidrocarburos por incontables turbinas de viento o paneles solares, por ejemplo, supone una demanda tal de minerales, que acabaría por destruir millones de kilómetros cuadrados de bosques y traería nuevos impactos y conflictos socioambientales imprevisibles y difícilmente amortiguables.

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El principio de la verdadera transición está lejos de las soluciones mecanicistas y se sitúa más bien en un lugar profundo de nuestra psique humana: allí donde se asientan los mitos identitarios, nutridos por las historias que nos contamos y los sueños que soñamos juntos, y que determinan cómo nos comprendemos y cómo habitamos el mundo. Los que determinan nuestro ser y quehacer en relación con los demás seres con quienes compartimos el único planeta que tenemos. Empieza por recobrar nuestra propia memoria de interconexión y anhelo vital de pertenencia. Por recordar que somos parte de un sistema complejo y vivo. Que somos integrados (versus separados), y que esencialmente nos nutrimos sobre la base del cuidado (versus la extracción). Que nuestro potencial para la destrucción es directamente proporcional a nuestra capacidad para la regeneración del tejido vivo al que pertenecemos.

¿Por dónde empezar? Cambiar nuestras narrativas, nuestra identidad y nuestras diversas formas de ser, inter-ser y quehacer humano hacia un paradigma de la integración y el cuidado, pasa por revivir nuestra innata capacidad de asombro y reverencia por la belleza de lo vivo. Por recobrar un uso devocional y sagrado de nuestra propia energía vital para que fluya desde allí una nueva manera de usar la energía, comprendiendo la magnitud de nuestro potencial creativo. Por reconectarnos desde el cuerpo con el universo más-que-humano que nos sostiene; por recuperar el valor de nuestra intuición; por integrar de manera intencionada y balanceada las energías masculinas y femeninas que nos habitan. Esta metamorfosis va de la mano de la búsqueda de alternativas colectivas de acción y regeneración, y la oposición asertiva a aquello que destruye la biosfera.

El cambio ―que ya se desenvuelve de mil maneras silenciosas como los brotes tímidos después de la lluvia― ocurre de adentro hacia afuera, desde la transformación individual que fundamenta la reconexión en comunidad. Un verdadero activismo del espíritu.

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