¿A la calle?
El presidente parece no confiar en las bondades de la arquitectura del Estado. Tiene al Congreso en el bolsillo, pero insiste en legislar en la calle
La calle es el escenario fundamental de Gustavo Petro. Allí, donde otros se sienten amedrentados, desprotegidos o amenazados, él brilla como Sirio en el firmamento. Nadie como él conoce los poderes de la calle y maneja de mejor manera las fibras de quienes a ella van a manifestar sus sentires. O los de Petro.
Cuando se venía la persecución del procurador Alejandro Ordóñez, motivo asunto de las basuras en Bogotá, un personaje muy de las entrañas de Petro sostuvo una reunión donde se le dieron pistas de lo que se avecinaba, tal vez con la idea de que le transmitiera a Petro el mensaje y lo hiciera doblar las rodillas.
La anécdota me la refirió este personaje para explicarme cómo Petro no es un político convencional, de esos que hubieran reaccionado ofreciendo puestos o prebendas para que se le bajara la intensidad a la llama. Por el contrario, apenas tuvo conocimiento de lo hablado en la reunión, los ojos se le iluminaron y dijo a su enviado: “¡vamos a las calles!”.
Y fueron, en una alcaldía que tuvo más de gesta caudillista que de juiciosa administración. Tanto que muchos, no sin razón, siguen pensando que el gran artífice de la llegada de Petro a la presidencia fue la pasional persecución de Ordóñez.
En el balance publicado por The Economist sobre los primeros meses del Gobierno del cambio, la paz total y la vida como potencia, hay buenas pistas para entender la fascinación de Petro por la calle: dividir la opinión, generar cambios abruptos, reformar con radicalismo, apoyarse en activistas (incluso nombrándolos ministros), despreciar lo privado, ser errático en el comportamiento y, la más importante de todas, arremeter contra las restricciones institucionales.
Al Petro reformista, aquel que quiere generar cambios casi inmediatos, le estorban como camisa de fuerza las leyes y las cortes. Por eso su indiferencia con las altas magistraturas, a quienes ve como incómodos obstáculos en su afán por imponer transformaciones. Fiscalía, Procuraduría, contralorías y casi todo lo que represente la arquitectura del Estado, con limitaciones y formalismos, lo enerva.
De tal manera que, incluso habiéndose echado al bolsillo el Congreso, teme que algunas de sus reformas sufran las acostumbradas peluqueadas que allí se practican. Por eso exige sumisión: que sus congresistas aprueben todo a pupitrazo.
Sin discutir, sin pensar, sin razonar, sin debatir. Los más de treinta proyectos que pasarán en los próximos meses por las cámaras deben entenderse como productos que van en una banda de ensamblaje libre del control de calidad. Se espera en palacio que, tal cual llegan a la fábrica legislativa, sean empacados y distribuidos de manera casi automática.
Por eso la calle. Para aplicar una de las estrategias más efectivas de Petro: el pueblo, convencido de que él encarna la revolución de un Estado caduco, sale a las calles a apoyarlo, sin mayores consideraciones con el entramado jurídico de la república. No más trabas legales, no más juridicidad, no más pesos y contrapesos, no más controles de constitucionalidad. Primero el pueblo (representado por Petro) y luego las leyes y normas. Si el orden estorba, quedémonos solo con la libertad del escudo.
La calle habla y el país debe hacerle caso, so pena de que se encienda una mecha que irá directo al polvorín. Y, todos, en átomos volando. El presidente no la va a encender, pero le pide a la gente que lleve fósforos a las manifestaciones. Cuidado: la calle está llena de huecos y por alguno de ellos se puede esfumar la democracia.
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