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La mujer que espera a su esposo perdido hace 20 años en el mar

Desde cuando su esposo la llamó con la noticia de que habría un huracán no ha vuelto a saber nada de él ni del barco pesquero en el que desapareció en aguas del mar Caribe

Sandra sostiene una foto del barco en el que se desapareció su esposo. La Paz, Cesar, el 12 de enero de 2023.
Sandra sostiene una foto del barco en el que se desapareció su esposo. La Paz, Cesar, el 12 de enero de 2023.Chelo Camacho
Diana López Zuleta

Cuando alguien toca el timbre de la casa, Sandra Calderón imagina que puede ser su esposo. Tras 20 años sin saber nada de él, guarda la esperanza de que algún día aparezca por la puerta y ponga fin a la zozobra. Alfonso Watts era capitán de un barco pesquero. Navegaba durante un mes y regresaba al pueblo. Se conocieron cuando él estaba en la cárcel. Sandra lo esperó ocho años hasta que recobró la libertad y ha esperado 20 desde que desapareció. Durante 28 años no ha hecho nada distinto a esperar.

La última vez que Alfonso llamó a Sandra por el radioteléfono del barco eran las nueve de la noche del siete de octubre de 2002.

—Amor, no te vayas a angustiar. Vas a oír por el noticiero que hay un huracán que está azotando el litoral atlántico. Voy a tratar de anclarme porque me puedo ir a pique. Si ves que no te llamo es por el mal tiempo —le dijo.

Sandra quedó preocupada. En los siguientes días ella tenía que hacerse una cirugía de alto riesgo y él había prometido acompañarla. Llegó la fecha y Alfonso no aparecía. La angustia le perturbó el sueño. No comía. En el día se sentaba en una mecedora, frente a la puerta; en la noche, se apostaba en el alféizar de la ventana mirando fijamente a la calle hasta que a las dos o tres de la mañana, vencida por la frustración, se iba a dormir.

De nacionalidad nicaragüense y colombiana, Alfonso Watts hacía siempre la misma ruta: zarpaba desde las Islas Maíz (Corn Island), de Nicaragua, hasta San Andrés. En septiembre de 2002, con once pescadores más, comenzó su último viaje en un barco de matrícula nicaragüense. Su negocio era pescar en aguas del Caribe y vender los mariscos y pescados en los hoteles del archipiélago colombiano.

Una vez se supo de la desaparición del barco, los guardacostas recorrieron el trayecto desde el punto de partida hasta el sitio donde anclaba a la llegada, pero no hubo rastros de hundimiento ni de nadie de la tripulación. En su momento se barajó la hipótesis de un secuestro, pues la ruta era usada por narcotraficantes. En 2002 hubo una temporada de ciclones en el Atlántico. El huracán Lili, que sacudió las costas por esos días, pasó lejos de donde podía estar el barco.

Alfonso Watts, en una de las fotos que guarda su esposa, Sandra Calderón.
Alfonso Watts, en una de las fotos que guarda su esposa, Sandra Calderón.Chelo Camacho

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La señal del encuentro con Sandra siempre era la misma: “Ven cuando baje el sol”, dice. En esa zona, donde impera un estío perpetuo, no es necesario precisar la hora. Durante las cuatro tardes de la entrevista, Sandra siempre lloró a su esposo. A pesar de la tragedia, es una mujer alegre cuya casa colorida, adornada con máscaras de carnaval, flores y sombreros ‘vueltiaos’, resalta a lo lejos. Vive en La Paz, Cesar, en el norte de Colombia.

Solo tras 19 años de espera, en 2021, se atrevió a denunciar la desaparición de su esposo. “Lo que me ha mantenido en pie es la ilusión de que algún día él va a volver”, dice, sentada en el patio. Cae la tarde y un ventilador esparce aire tibio. Sandra ha tratado de conservar la casa intacta para cuando él regrese. Una camioneta Chevrolet, modelo 96, permanece parqueada en el garaje. Muestra las fotos:

—Esta fue en San Andrés, esta fue en las carreras de caballos, esta fue con el nene en Santa Marta. A él le gustaba mucho viajar. La obsesión de él era el mar, era buzo profesional —explica.

Cuando se perdió, ambos tenían la misma edad: 32 años. Ahora Sandra tiene 52. A finales de aquel octubre de 2002, recibió varias llamadas extrañas que le hacen guardar esperanzas. Del otro lado del teléfono alguien jadeaba sin pronunciar ninguna palabra. “Amor, si eres tú, dime algo, que me está matando la angustia”, le pedía Sandra, que estaba embarazada y, debido al desasosiego, perdió el bebé.

Conserva en dos cajas las cartas de amor que se escribían a diario cuando Alfonso estaba preso. Corría el año 1993. Se conocieron porque Sandra estudiaba en Barranquilla y fue a visitar a unos primos que estaban en la cárcel. A Alfonso lo habían trasladado desde San Andrés. “Fue amor a primera vista”, rememora. Comenzaron una relación a la que se opuso su madre: “¿Cómo es posible que habiendo tantas personas libres te vas a fijar en un preso?”, le reprochaba. Su madre le quitó la ayuda económica como represalia por ese noviazgo, pero contra viento y marea siguieron. Él le propuso matrimonio y, dos años después, se casaron en la cárcel y tuvieron dos hijos.

Sandra lee las cartas que solía enviarse con su esposo durante los años que él estuvo en la cárcel.
Sandra lee las cartas que solía enviarse con su esposo durante los años que él estuvo en la cárcel.Chelo Camacho

El último año de su estancia en prisión, Alfonso fue trasladado a la cárcel de Sincelejo y recibió un permiso que le permitía salir a trabajar durante el día y regresar a pasar la noche en la cárcel. Un día le dijo a Sandra que quería regalarle un carro por el Día de la Madre. “Quiero que lo escojas a tu gusto”, le prometió.

Viajaron a Barranquilla con los niños y compraron un automóvil. Sandra estaba dichosa. De regreso, en la carretera, venía por el carril contrario un carro en zigzag. Alfonso intentó esquivarlo, pero el carro lo chocó de lado. Sandra iba sin el cinturón de seguridad y cayó por un barranco. El golpe fue atroz: recibió múltiples heridas en el cuerpo y la cabeza, pero la peor secuela fue su brazo, que quedó tan destruido que se lo iban a amputar. Le hicieron 11 cirugías reconstructivas y nunca volvió a recuperar la movilidad ni la sensibilidad.

Duró tres meses hospitalizada. Cuando le dieron de alta y él recuperó su libertad, se fueron a vivir al pueblo de ella. Alfonso retomó su trabajo. Duraba un mes en altamar y regresaba a casa para descansar 15 días. “Fue un amor muy bonito. A pesar de la dificultad en la cárcel, siempre estuvimos ahí, el uno para el otro, formamos nuestra familia”, recuerda. Después de la desaparición de Alfonso, Sandra no quiso someterse a la última cirugía que le faltaba porque los médicos le habían advertido del riesgo de una embolia cerebral.

Aún con dolores y sin la posibilidad de mover su brazo derecho, Sandra se ha volcado al mundo del arte: tiene un taller de costura en el que confecciona vestuarios y disfraces, pinta cuadros y hace manualidades con cerámica y material reciclable. Además, es líder social en el municipio y da clases de artes plásticas a los niños.

Sandra se dedicó a la crianza de sus hijos y cerró su corazón a la posibilidad de volver a enamorarse. “Yo vivo soñando todo el tiempo con él. Hay algo en mi interior, aquí dentro de mi alma, que me dice que él no está muerto”, dice con un hilo de congoja en su voz.

Apenas ocurrió la desaparición, Sandra tomó un directorio telefónico y comenzó a llamar a todas las cárceles y hospitales de las islas del Caribe. “Estoy buscando a un muchacho con estas características”, preguntaba, pero nunca tuvo respuesta positiva. En un tiempo en que era un lujo llamar a larga distancia, Sandra tuvo que lidiar con una deuda de más de 20 millones de pesos con la empresa de teléfonos.

Hace seis años recibió una llamada del hermano de su esposo. Le contó que había aparecido un hombre octogenario para informarle que Alfonso estaba preso en la cárcel de Fox Hill, de Bahamas, y que le había pedido que le avisara a su familia que no estaba muerto, sino privado de la libertad; que en todos estos años no lo habían dejado comunicarse con nadie. La dudosa historia nunca pudieron confirmarla.

El Ministerio de Relaciones Exteriores de Colombia respondió a EL PAÍS que no tiene el nombre de Alfonso en los listados consulares de presos colombianos en esa cárcel. “El Consulado de Colombia en Kingston, concurrente para Bahamas, informa que este caso no reporta antecedentes en los sistemas de información ni en el archivo de la oficina consular. Preliminarmente por vía telefónica con el Departamento de Correccionales tampoco se obtuvo respuesta positiva”.

Sandra Calderón en su casa en La Paz, Cesar, el 12 de enero de 2023.
Sandra Calderón en su casa en La Paz, Cesar, el 12 de enero de 2023.Chelo Camacho

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En el pueblo no ha habido energía eléctrica en todo el día y ya es de noche. Las palabras de Sandra se ahogan en un llanto que se mezcla con la algarabía del loro, encerrado en una jaula, y los cantos de los gallos de la vecina. De golpe se desata un aguacero feroz que retumba en el techo. Los gallos y el loro enmudecen. “Si me toca esperarlo y me quedo sola... No me pinto con otro compañero”, dice en medio de relámpagos y truenos.

El menor de los hijos de Sandra tenía seis años cuando Alfonso desapareció. Se salía de clase en el colegio y se sentaba en el patio, bajo un árbol de mangos. Dibujaba barcos con tiburones alrededor. Cuando le preguntaban por su padre, decía que se lo habían comido los tiburones. Sandra se aferra a las fotos y a los recuerdos. Relee las cartas en soledad y fantasea que vuelve a recibirlas con la misma emoción de la primera vez, pero sin los malos vientos que se llevaron a su esposo. Sandra lo sigue esperando.

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Sobre la firma

Diana López Zuleta
Periodista y escritora, autora de 'Lo que no borró el desierto' (Planeta, 2020), el libro en el que destapa quién fue el asesino de su padre. Ha sido reportera para varios medios de comunicación.

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