El hambre: un virus letal, invisible y vergonzoso para la humanidad
Una de las vértebras centrales del discurso de posesión del presidente Lula fue rescatar a 33 millones de brasileños del hambre y a 100 millones de la pobreza
Existe una generación de estómagos vacíos y corazones rotos que reclama soluciones inmediatas para derrotar el hambre, más allá de los discursos, promesas y documentos voluminosos de tecnócratas que asesoran a gobiernos obsesionados con ganar elecciones, malgastar los presupuestos y enriquecerse, con cero compromiso con el bienestar de la gente. Es tiempo de patear la mesa, preparar un menú de soluciones a la crisis alimentaria con pactos globales que obliguen a una acción inmediata de los Estados, para ganar la guerra contra la peor pandemia que azota al mundo y amenaza la sobrevivencia de la especie: el hambre. Un enemigo invisible para los insensibles, letal para los más débiles y vergonzoso para la humanidad.
Una de las vértebras centrales del discurso de posesión del presidente Lula, el pasado primero de enero, fue rescatar a 33 millones de brasileños del hambre y a 100 millones de la pobreza, después del desastroso gobierno de “destrucción nacional” que dejó Bolsonaro. El hambre es el problema más urgente que afecta la salud, la educación, el empleo; amenaza y deslegitima la democracia, genera violencia y es el legado más letal de la pandemia del covid-19.
Vivimos una época de graves retrocesos, de estómagos vacíos y corazones rotos. De ilusiones perdidas por millones de ciudadanos que ven la comida por televisión y pocas veces saborean la carta de derechos. Padecemos una “cascada de crisis” simultáneas, como bien lo señala el Secretario General de la ONU, Antonio Guterres, o la “permacrisis” reseñada por The Economist, que hoy afecta al mundo; todas ellas ―la económica, geopolítica, social, climática, energética― que terminan ahondando el drama de la inseguridad alimentaria y la desnutrición. Es una calamidad que se haya querido ignorar el carácter de derecho fundamental de la alimentación, tanto como su impacto en el paquete de derechos sociales y económicos, que golpean el crecimiento y el desarrollo y aumentan la desigualdad. Y no es culpa de las cifras desalentadoras de la FAO, UNICEF o del PNUD sino de la indiferencia, la indolencia, la falta de solidaridad y en no pocos caso de la aporofobia que bien ha explicado Adela Cortina en estas páginas editoriales. El problema del hambre es, sin duda, un problema de derechos y los tribunales constitucionales toman cada vez más cartas en el asunto.
No se trata de una crisis más. Su solución debe estar en el centro de la política social como prioridad de la agenda pública, y como eje de grandes acuerdos nacionales contra el hambre, partiendo del reconocimiento de la incapacidad del Estado para resolver solo esta megacrisis, y la sumatoria del sector privado, la academia y la sociedad civil en la construcción de escenarios que reconozcan que algunos políticos viven enamorados de sus errores. Alianzas, diálogo social, concertación incluyente, sinergias, asociaciones público-privadas son alternativas que comienzan a explorarse. Los bancos de alimentos, por ejemplo, han mostrado una eficacia mayor a la del Estado en la focalización de entrega de ayudas a los más necesitados.
A lo largo y ancho de América Latina, la pregunta es cuál va a ser la segunda generación de políticas sociales de los gobiernos que desde la izquierda se enfrentan a la madre de todas las crisis. Las ya clásicas transferencias monetarias hoy por hoy reclaman un replanteamiento y la renta básica universal no acaba de inventarse como herramienta de política social. Allí hay de todo como en un supermercado: desde pragmatismo con impactos incuestionables en reducción de la desigualdad y el hambre, hasta clientelismo, corrupción y falta de transparencia en programas de renta condicionados que se convirtieron en pagos de favores políticos o captura de nuevos electores.
Aún más, la gran pregunta es cuál sería un plan de choque efectivo que sepa diferenciar entre lo coyuntural y lo estructural, reconozca la centralidad del sector rural, vaya más allá del asistencialismo, con la soberanía alimentaria como premisa mayor, sin populismo ni imposición unilateral, con los derechos de los campesinos y pequeños agricultores marcando el ritmo de esta reforma tan postergada. Para no hablar por ejemplo de los programas de alimentación escolar que se han convertido en el plato más apetecido por los corruptos en algunos de nuestros países.
El sector agrícola, agroalimentario y campesino está desfinanciado, politizado desde lo público y debilitado desde lo privado, afectado por todos los males presentes ―recesión, devaluación, inflación, inmigración, cambio climático, centralización del poder― y marginalizado en los presupuestos públicos. En los organismos internacionales, tanto las políticas públicas como los expertos en economía agrícola fueron jubilados prematuramente en el marco de la fiesta neoliberal de los noventas y hoy se buscan con lupa por todas partes. Hoy se formulan de nuevo temas como el microcrédito campesino, la rentabilidad del campo en el ámbito de la reforma rural, el rol de la mujer rural, el hambre urbana y el hambre oculta, la brecha digital en el campo, la inversión en investigación y desarrollo, la sostenibilidad de los planes de acción contra el hambre, la reglamentación de los desperdicios de alimentos que llegan a niveles inaceptables del 34% que terminan en la basura, etc.
Y en la misma forma, como decía Tip O’Neill que la política es toda local, la política pública del agro y contra el hambre es más local y territorial que ninguna otra, y por ello gobernadores, alcaldes y mandatarios regionales son los primeros llamados a hacer parte de esos acuerdos por la seguridad alimentaria. Los denominados “mapas del hambre” son herramientas esenciales que deben llevar a priorizar y focalizar acciones concretas en los territorios con dimensión local articulada con lo nacional. Máxime cuando el karma del alza de los precios de los alimentos llegó para quedarse y la desnutrición infantil sigue causando retrasos en el desarrollo cognitivo, baja capacidad de aprendizaje y, lo que es una vergüenza, cobrando vidas.
Producir más alimentos y saberlos distribuir es sin duda una prelación inmediata del desarrollo, como lo ha señalado el nuevo presidente del Banco Interamericano de desarrollo, Ilan Goldfajn. Se trata en últimas de una exigencia ética que reclama prioridad absoluta en las agendas sociales de los gobiernos en un 2023 que comienza con el pie izquierdo para el mundo.
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