Iván Cepeda, el alfil de Petro
Astuto, pragmático, dialogante, el senador está detrás de todas las grandes decisiones que ha tomado hasta ahora el presidente de Colombia
La figura de un hombre de mediana edad permanece encorvada en una camilla de hospital. Cuando habla, agacha la cabeza para observar al personal médico por encima de las gafas, sin la distorsión del cristal. Tiene el pelo rizado y un fino bigote sobre la comisura de los labios que luciría con orgullo un mariachi. En una vena le van a inyectar una solución de glucosa hiperconcentrada y un fármaco radioactivo para detectar las células cancerígenas ocultas y malintencionadas que habitan el cuerpo, si las hubiera. Iván Cepeda asiste en esta mañana gris de Bogotá a una sesión rutinaria de detección de cáncer después de haber pasado por dos en los últimos cinco años. Una recaída a finales del año pasado le dio la certeza de que padece una enfermedad crónica que nunca podrá espantar. “Eso lo transforma a uno. Creo que me he vuelto más sensible a la vida, al uso del tiempo, a la manera en cómo se aprovechan todas las circunstancias”, dirá después, a bordo de un viejo avión de la policía antinarcóticos. A veces cierra los ojos y se recuesta en el asiento, en un raro momento de paz.
Cepeda, de 60 años, aplica un viejo proverbio chino: corre, es más tarde de lo que imaginas. El congresista podría haber permanecido estos meses sentado en su escaño del Congreso y medrar en los pasillos, al viejo estilo. Sin embargo, se ha embarcado en una actividad frenética para empujar lo más lejos posible el Gobierno de izquierdas. Cepeda se encuentra detrás de las grandes decisiones que ha tomado hasta ahora Gustavo Petro. El otro día, el presidente hizo un anuncio sorprendente en el congreso de ganaderos del país. Él, en primera fila, aplaudió discretamente. En realidad, todo eso había ocurrido por su culpa.
Petro acababa de anunciar que incluía en la mesa de negociación con el ELN a José Félix Lafaurie, el presidente de la asociación de ganaderos. Dejó a todos con la boca abierta. Salvo a Cepeda, que estaba al tanto. Lafaurie representa la derecha más radical de Colombia - “si vamos a hablar de nazis, el perfil de Petro encaja a la perfección”, escribió en marzo de este año-. Al país de los grandes propietarios de tierra, los que crearon ejércitos para protegerse de las guerrillas y despojar a los agricultores: el germen del paramilitarismo. Cepeda, hijo de un comunista asesinado por gente con la misma ideología que Lafaurie, no dudó en levantar un día el teléfono y llamarlo.
Cepeda y Lafaurie se encontraron en varias ocasiones, sin que el presidente lo supiera. Los dos pensaban mal del otro, pero ahí estaban sentados en la mesa de un restaurante del centro de Bogotá. Petro tiene un marco teórico muy amplio y necesita gente que lo ejecute. Cepeda lo sabe. Sin que nadie le dijera nada, convenció al ganadero de ayudar a la reforma agraria poniendo a la venta tres millones de hectáreas de empresarios que comprará el Gobierno para ofrecérsela a campesinos productores de coca. Nunca se había intentado un cambio estructural tan grande en el campo. Petro solo tuvo que escuchar la propuesta y firmarla. El conservadurismo que siempre lo había tachado de chavista para arriba salió en su ayuda. Nadie salía de su asombro. Cepeda, al que le gusta usar camisas de cuello mao, había sido el pegamento.
Un martes, Cepeda le escribe a Petro un mensaje a través de la aplicación Line. Se dirige a él como Gustavo y a veces incluye un querido. Es suave en las formas. Cuando habla con los demás, que suelen ser más bajos que él, posa una mano sobre el hombro de su interlocutor y despliega una escucha activa, nada impaciente. El hombre que tiene prisa antes de que esto se acabe no aparenta nunca intranquilidad. Con esa calma le escribe grandes parrafadas al presidente que este contesta de forma sucinta: ok, vale, adelante. En uno de sus mensajes se tuvo que fraguar la idea de que Lafaurie acabase representando al Gobierno en la mesa de negociación con el ELN. Un golpe de audacia o una irresponsabilidad, según quién lo mire. Lo que es seguro es que se trata de un camino no transitado hasta ahora en Colombia.
“La gente tuvo mucho tiempo una idea equivocada de Cepeda. Es audaz, pragmático, dialogante. No el mamerto (extrema izquierda) que ellos creían. Y en eso se parece a Petro. Dejan desconcertados a los enemigos, aunque a veces también a los suyos”, cuenta alguien que lo conoce desde hace tres décadas. Cepeda considera que el país está en una especie de transición, como las que se hicieron en Chile o en España para pasar de la dictadura a la democracia. Se necesitan acuerdos de Estado. La paz, explica, no puede ser una controversia partidista, ni la equidad social, ni la productividad del campo, ni el narcotráfico. De ahí que crea que gente como él o Lafaurie deban caminar juntos.
El rostro expresivo de Cepeda se vuelve pétreo cuando sale a relucir el nombre del presidente Álvaro Uribe, un dirigente de derechas que recibió un apoyo social inmenso al principio de este siglo por su mano dura contra las guerrillas. No es fácil saber qué se le pasa a Cepeda por la cabeza cuando lo escucha pronunciar. Los dos arrastran una larga historia nada fácil de resumir. En 2016, siendo los dos senadores, Cepeda presenta en la cámara varios testimonios de presos que relacionaban a Uribe con el paramilitarismo. Después escribió un libro con todo eso. El expresidente lo demandó y arrancó una investigación para tratar de encausarlo por falso testimonio. Por el camino aparecieron unas grabaciones en las que se señalaba a Uribe de hacer eso mismo para enlodar a Cepeda. El caso dio un vuelco. Uribe acabó procesado y tuvo que dimitir de senador. La justicia le persigue hasta el día de hoy. Nunca un expresidente había enfrentado una investigación de este tipo.
Pareciera que Uribe, en cierto punto, subestimó a Cepeda. Intuyó en él una inconsistencia y una mala fe que quienes lo conocen bien descartan de inmediato. Al igual que Petro, puede que esté rodeado en ocasiones de políticos interesados y ventajistas, pero él no es uno de ellos. Cuando dice que lo que más quiere es la paz para su país puede que suene naif, pero parece toda la verdad. Uribe creyó que era una campaña de alguien con unos intereses oscuros que escondía algo. Cuando se posaron los reflectores sobre Cepeda, la justicia no encontró nada, solo un hombre convencido de lo que hacía. Y eso, en principio, no es delito.
—Lo que más ansía es que Colombia dé pasos hacia la paz absoluta, total. Uribe podría ser una voz importante en ese tema y entraría dentro de esa concentración nacional que buscan usted y Petro. ¿Aceptaría una reconciliación con Uribe?
—Puedo ser implacable en el enfrentamiento político cuando considero que hay una injusticia o se está mintiendo —responde Cepeda—. Y si considero que puede haber cambios históricos, puedo buscar acercamientos y pactos.
—¿Eso quiere decir que se podría buscar cerrar el caso o un indulto para Uribe si eso ayudara a la paz?
—Hasta ahí puedo decirle.
Cepeda tuvo un espejo en su padre, Manuel Cepeda. En su casa hay una pintura de los dos, a la misma edad, frente a frente. Cepeda padre, deslumbrado por la revolución cubana, se hizo miembro del partido comunista. Ejerció de periodista en la época de la caída de la dictadura de Rojas Pinilla. Escribió varias crónicas sobre el bombardeo a los campesinos que habían formado la república independiente de Marquetalia, los que después acabaron formando las FARC. Aquello le llevó a cumplir un año de prisión, acusado de agitador comunista. Salió a finales del año 65 y sintió un ambiente turbio a su alrededor, por lo que se exilió con la familia. Vivieron en Cuba dos años, después en Praga, donde se vieron en medio de la primavera política de ese país, que se echó a la calle para rechazar la dictadura soviética.
El padre trabajaba en la revista de los partidos comunistas, llamada sin mucha imaginación Problemas para la paz y el socialismo. Una mañana, entraron en la casa unos soldados rusos para ayudarles a mudarse a Moscú. El niño que era Iván en ese entonces quedó impresionado por los uniformes y las botas que llevaban. En la capital de la URSS visitó la redacción de la revista en la que continuaba trabajando su padre, incrustrada en un edificio público. Un día vio las fotografías de los miembros del politburó y cuando regresó, muchos de los que aparecían antes ya no estaban. Era la época de las purgas.
Pudo hacerse periodista, pero eligió un trabajo de verdad después de vivir con el corazón encogido el golpe de Estado en Chile, en el que se derrocó a Salvador Allende. Dice que ese instante televisivo, el de los tanques asediando la residencia presidencial, influyó más que la militancia de su padre a la hora de hacerse político. Lo que no se vio, el suicidio de Allende en su despacho con una escopeta, también le marcó. Empezó a trabajar en barrios populares, a liderar organizaciones juveniles, y acabó, como su padre, en las juventudes comunistas. Aquello se desmoronó con el tiempo y se unió a la Alianza Democrática, el partido legal que surgió con los acuerdos de paz de la guerrilla del M-19. Un joven Petro, enclenque y miope, había vagado por los montes como parte de ese grupo armado.
—¿Alguna vez estuvo tentado de agarrar las armas?
—Nunca. Los jóvenes de esa época estábamos impactados por la imagen del Che. Pero en mi caso tomé pronto una conciencia crítica frente a las armas y a la violencia. Por la muerte de amigos y por la muerte de mi padre.
La vida de Iván Cepeda regresa una y otra vez a ese instante, que cayó como plomo fundido sobre su vida. Su padre y él solían salir de casa juntos por la mañana. El padre iba al Congreso, donde era senador de la Unión Patriótica, un partido compuesto por izquierdistas que fueron asesinados casi uno por uno por paramilitares y agentes del Estado. El hijo, de copiloto, acudía a la universidad. Pero ese día fue distinto. Iván no tenía clases a primera hora, por lo que dejó que su padre se fuera solo en el coche.
Sin embargo, quince minutos después le llamaron por teléfono y le dijeron que en realidad se habían reanudado. El estudiante agarró un autobús camino al campus. Por el camino, en medio de la carretera, se toparon con ambulancias, coches de policía, automovilistas curiosos. Observaban un coche, el de su padre, echado a un lado de la cuneta, baleado. Dentro estaba su cadáver. Unos sicarios lo habían perseguido y ejecutado a sangre fría. Iván, o el que era el joven Iván, se bajó del transporte público y lloró a su padre delante de todos. Después llegaron al lugar del crimen los reporteros de televisión que cubren sucesos, que lo entrevistaron en caliente. Fue su primer alegato político, ciertamente no el último. Y ahora, 30 años después, utiliza esa convicción y esa fuerza dramática para tratar de provocar un cambio significativo en Colombia.
Por eso, cuando está sentado en la camilla y le inyectan la solución de glucosa en busca de células cancerígenas, recuerda que no hay tiempo que perder. Es más tarde de lo que imaginamos.
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