Juan Gabriel Vásquez: “Toleramos mucho la violencia”
El escritor colombiano cree que el país votará entre la rabia y el miedo en las próximas elecciones presidenciales
“Escribo porque hay algo que no entiendo, que me parece oscuro, y la escritura de ficción es una manera de interrogar esa realidad y una de mis obsesiones es la relación que tenemos con nuestro pasado”, ha dicho en distintas oportunidades el escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez (Bogotá, 49 años). El autor de obras como Las reputaciones, El ruido de las cosas al caer, Los informantes, Historia Secreta de Costaguana o Volver la Vista atrás, reflexiona sobre ese pasado de violencia que Colombia no ha conseguido dejar atrás. Revisita las columnas que escribió durante una década en el libro Los desacuerdos de paz (Alfaguara) y, a sorbos de un café que ha preparado él, conversa sobre el proceso de paz como esa gran oportunidad que el país ha dejado escapar.
Pregunta. En su último libro, Los desacuerdos de paz, recuerda una frase dolorosa que está en El general en su laberinto: “Cada colombiano es un país enemigo”.
Respuesta. Creo que define de algún modo lo que hemos pasado en los últimos años, particularmente desde las negociaciones de paz y el plebiscito de 2016, que es la sensación de vivir en un país roto, enfrentado, donde las provocaciones que conscientemente hacen nuestros líderes políticos nos han convertido en una sociedad de pequeños fundamentalismos, de pequeños fanatismos, en la que el enemigo es el otro. El enemigo es el que no piensa como yo.
P. En sus columnas de una década sobrevuela la idea de que Colombia es una sociedad acostumbrada a dividir.
R. Para mí, una sociedad unánime es un peligro. La unanimidad sólo existe en una sociedad totalitaria. Creo en la contradicción, en el debate y en la necesidad de que no todo el mundo piense lo mismo, incluso en que las contradicciones se dan de maneras muy vivas, muy exacerbadas. Pero ese debate democrático no es lo que estamos viendo. Lo que estamos viendo es una transformación del contradictor en enemigo y una consideración de que el que no piensa como nosotros no es que tenga otra opinión, sino que está mintiendo y es deshonesto. Y a esa visión nos han acostumbrado los últimos años de política colombiana. Eso es peligrosísimo, rompe cualquier posibilidad de colaboración social y además genera mucha violencia en un país como el nuestro, que a lo largo de los años ha demostrado que tiene una relación de mucha tolerancia con la violencia. Toleramos mucho la violencia.
P. Eso ha ocurrido mucho antes de 2016, ¿por qué parte de esa fecha?
R. Yo sí tenía una esperanza de que los acuerdos rompieran con una dinámica de violencia que se había retroalimentado durante muchos años. No pasó. En parte, como resultado de una campaña muy exitosa de mentiras, calumnias y desinformación que llevó a cabo el No a los acuerdos. Pero no es esa la razón por la que yo escojo el 2016. Parto de ahí porque ese año entraron en escena una cantidad de mecanismos nuevos de nuestra conversación social que para mí definen muchas de las cosas que pasaron.
P. ¿Qué fue lo que cambió entonces?
R. Ese mismo año coinciden la victoria de Donald Trump, del Brexit, de la ruptura tan dramática de la sociedad catalana y la victoria del No a los acuerdos. Todos tenían en común el mismo punto, que era una relación completamente novedosa que empezamos a tener los ciudadanos con la verdad y con la mentira política. Desde luego, las dos cosas van de la mano. No es por nada que la palabra de ese año fue posverdad.
P. Se refiere al concepto de ruptura de la realidad compartida.
R. Estamos descubriendo que eso que habíamos visto siempre, que era la mentira política, de repente se convertía en otra cosa como resultado de nuestra actividad en las redes sociales. La desaparición efectiva de una realidad compartida. Ya dejamos todos de ver la misma realidad. El funcionamiento de los algoritmos en redes sociales determinó que a cada ciudadano le fuera presentada una realidad especial que coincidía con sus prejuicios, sus odios, sus lealtades políticas o religiosas. Y eso, efectivamente, fue rompiendo la noción de realidad común y haciendo imposible el diálogo y la capacidad de leer claramente la realidad que estábamos juzgando con nuestros votos. De ahí tantas catástrofes que ocurrieron en las urnas.
P. Afirma que “nunca estuvimos tan preparados para ejercer o tolerar la violencia como ahora”.
R. Hay un rasgo muy extraño que tenemos como sociedad y es la convicción de que existe la violencia buena, como escribía el negociador de la paz Humberto de la Calle. La tolerancia que tenemos para aceptar y admitir la violencia cuando el que la sufre es nuestro enemigo político. Y eso, que es algo que nos ha marcado como sociedad, viene de las guerras civiles del siglo XIX. Somos una sociedad que con mucha facilidad acepta la violencia siempre que le ocurre al otro. O cerramos los ojos ante ella o somos cómplices. Eso va minando la confianza entre los ciudadanos, lo que distingue a una democracia funcional.
P. ¿Qué supuso este Gobierno para la paz?
R. El acuerdo de paz fue una promesa de unas oportunidades, y la mayoría de ellas se han desperdiciado. El Gobierno de Iván Duque es el de las oportunidades desperdiciadas. De unos meses para acá ha tratado de recuperar el tiempo perdido con la implementación de ciertas áreas muy bien escogidas de los acuerdos de paz, sobre todo en lo que tiene que ver con los desmovilizados y con actividad en ciertas zonas rurales. Pero este fue un Gobierno que llegó al poder sobre el caballo de deslegitimar los acuerdos, de no reconocerlos. Un Gobierno en el cual tienen mucho peso figuras políticas que abiertamente han desconocido las instituciones que salen de los acuerdos. Y el Gobierno ha sido cómplice de la deslegitimación de estas instituciones de la Jurisdicción Especial para la Paz [JEP] y de la Comisión de la Verdad.
P. ¿Cree que Colombia tendrá otra oportunidad?
R. Todavía hay mucho por rescatar. Lo que ha salido en términos de verdades públicas es imprescindible para un país como el nuestro. No hay reconciliación posible, ni posibilidad de avanzar o de pasar la página de la guerra sin un proceso de reconocimiento público de los hechos de la guerra. Yo creo que para una víctima de una guerra como la nuestra, lo único que le queda es el relato de lo que le pasó. Quiere que el país, un gobierno, los representantes de la sociedad civil, oigan su relato, lo reconozcan y le digan ‘sí, usted sufrió’. Eso es lo único que les queda. Cuando la sociedad le da la espalda a las víctimas. Cuando Álvaro Uribe, por ejemplo, dice de las víctimas de los falsos positivos no estarían recogiendo café, cuando hay tantas pequeñas declaraciones que vienen de las estructuras del país que niegan o desconocen o menosprecian el relato de las víctimas, se hace un daño tremendo. La Comisión de la Verdad y la Jurisdicción para la Paz son los dos espacios donde eso se está reconociendo y eso es tremendamente positivo. Para mí eso es una esperanza.
P. ¿Cómo es el relato de nación que estamos construyendo?
R: Los acuerdos de paz buscan abrir espacios donde todo el mundo pueda contar su historia. Eso al final de una guerra tan enredada, con tantos actores, tantos mecanismos distintos, es muy necesario. Todos vivimos instalados en nuestro propio relato, pero así no se hace un país y mucho menos se deja atrás una guerra. La guerra se deja atrás cuando abramos un espacio donde cada uno de nosotros, en su relato, se dé cuenta de que hay otros relatos que cuentan otra experiencia de la guerra, y que son válidos y tienen derecho a existir en esa negociación diaria que es una democracia.
P. Ese relato se pondrá a prueba con el Informe Final de la Comisión de la Verdad.
R. Hay muchas figuras poderosas de la política colombiana que se niegan a aceptar la versión del otro. La versión de la guerra del otro les parece, por definición, una mentira. Entonces ahí se dan cuenta de que todo eso tiene un carácter narrativo muy importante y que lo que hay que hacer es abrir un espacio donde las versiones de todos tengan cabida. Ahí entran los que contamos historias y que tienen o tenemos una responsabilidad grande. Porque el periodismo, la historia y la literatura son lugares donde esas historias se cuentan de una manera privilegiada, de una manera visible, notoria. Y todas, todas las novelas, las crónicas, los artículos, los libros de historia que se publican sobre esto van poniendo una ficha más en el gran rompecabezas de la guerra colombiana. Y van lentamente expulsando los lugares de oscuridad donde no sabemos lo que pasó y los van llenando con un poquito de información, un poquito de conocimiento.
P. La ficción, ¿cómo aporta a la construcción de ese relato?
R. La ficción llega a esta realidad de una manera especial. La ficción para mí es una forma de conocimiento. Lo que conocemos a través de la ficción son cosas a las que no tiene acceso el periodismo ni la historia. Hay todo un aspecto que es invisible, que ocurre en las emociones, en la moralidad, en lugares secretos de nuestra vida, de nuestra experiencia, lugares que no están a la vista. De todo lo visible se ocupan maravillosamente el periodismo y la historia; pero no de esos lugares que ocurren en partes invisibles de lo que somos como seres humanos. Eso lo cuenta la ficción. Por eso, una novela como Guerra y Paz, de Tolstoi, nos dice cosas sobre las guerras napoleónicas que no nos dicen los libros de historia.
P. ¿Cómo aparece esa obsesión en la literatura colombiana?
R. La literatura colombiana siempre ha estado buscándole la vuelta a este asunto de la violencia. Entendemos rincones de la violencia en las novelas de Gabriel García Márquez, que de otra manera no comprenderíamos. La primera gran novela del siglo XX es La Vorágine, y empieza diciendo: “Jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia”. Desde ahí ya la novela colombiana está obsesionada con averiguar cuáles son los mecanismos internos, qué es lo que nos hace por dentro, cómo contar los efectos que tiene la novela en nuestras vidas invisibles para completar el cuadro de lo que cuentan la historia y el periodismo. Frecuentar esas grandes ficciones del pasado puede facilitarnos la lectura correcta de nuestro momento presente.
P. ¿Y cómo es esa búsqueda en sus novelas?
R. Yo de alguna manera lo hice de forma muy directa en El ruido de las cosas al caer y en La forma de las ruinas. Y en el último, Volver la vista atrás, mucho más.
P. Por otro lado, están las columnas.
R. Hay un ensayo en el que Paul Valéry decía que uno de los problemas que tenemos como seres humanos es que el futuro no tiene imagen. Entonces, para saber qué es lo que nos va a pasar como sociedad lo único de lo que disponemos es ver el pasado. Y yo creo que, hoy en día, sobre todo entre las élites políticas colombianas, no hay mucho interés en enterarse del pasado. El pasado es una cosa antipática. Es molesto y por eso hay tanta hostilidad hacia las instituciones de los acuerdos de paz, que son instituciones dedicadas al pasado.
P. Sobre el futuro y, en medio de la coyuntura electoral, con la confianza debilitada, ¿qué expectativas tiene?
R. Yo hice público mi apoyo a la campaña de Sergio Fajardo porque me parece que es una propuesta progresista responsable, que defenderá los acuerdos de paz, los fallos de la Corte Constitucional sobre el aborto; mantendrá líneas muy claras entre la religión y la política, lo que no veo en las otras campañas. Pero soy perfectamente consciente de que una serie de mecanismos internos en el grupo de centro han obstaculizado las posibilidades reales. Veo entonces un panorama de crispación, de fanatismos donde hay una especie de violencia larvada que puede estallar en cualquier momento. Todo eso me llena de pesimismo. Somos una sociedad que va a votar entre la rabia y el miedo, y eso no puede llevar a nada bueno.
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