“Todo el día fue un cuerpo a cuerpo”
Reconstrucción con decenas de protagonistas del comité federal que frustró los planes de Pedro Sánchez
Una diputada lloraba tirada en el suelo al lado de una papelera metálica. Miembros del comité federal del PSOE gritaban “sinvergüenza”, “pucherazo”, “fuera”. Paco Reyes, presidente de la Diputación de Jaén, escribía a mano una moción de censura contra el secretario general, Pedro Sánchez, y la leía a gritos porque los micrófonos iban mal (los críticos con Sánchez aseguran que no funcionaban a propósito; sus partidarios replican que fallaban por meros problemas técnicos). Una secretaria de la ejecutiva de Sánchez optó por huir al baño de señoras. Fue un error. Allí una destacada diputada la llamó de todo: “Eres una sinvergüenza, no sabéis dónde vais, estáis llevando el partido a la mierda”, recuerda.
Hubo hasta un golpe por la cuestión del sonido y una urna semiescondida con votos depositados y luego invalidados que desató la tormenta. Todo esto ocurrió el 1 de octubre, en el comité federal que partió al PSOE en dos. Arrancó con un solo punto del orden del día: la convocatoria de un congreso extraordinario. En el fondo, sin embargo, era una forma de responder a la única pregunta que tenía en vilo al PSOE, al Gobierno y a toda España: ¿debe seguir Pedro Sánchez?
Este relato se basa en entrevistas con 31 miembros del comité federal del PSOE. No todos han querido aparecer con su nombre, pero sus testimonios han servido para contrastar dónde estaba el consenso, cuando lo había. Los hechos descritos aquí están admitidos por sus protagonistas o por dos fuentes o más. La semana trágica del PSOE había empezado cinco días antes, el lunes. Quedaban cinco semanas para la convocatoria obligada de las terceras elecciones generales tras casi un año de bloqueo. Pedro Sánchez había anunciado ese lunes la convocatoria de un congreso para sobrevivir como líder con el voto de los militantes: había poco plazo para otras candidaturas y, con toda probabilidad, saldría reforzado para intentar formar un Gobierno a última hora o presentarse a las elecciones —y seguir allí después—. Su bandera era el “no es no” a Rajoy. 17 miembros de la ejecutiva dimitieron para echar a Sánchez, que a su vez se agarró a los estatutos para seguir vivo hasta el sábado.
Toda España miraba aquel día al PSOE: de ellos dependía si habría Gobierno o elecciones. En la entrada se habían reunido militantes y docenas de periodistas. En los balcones que dan al patio interior de Ferraz había cámaras. Los miembros del comité no podían ni salir a tomar el aire porque iban a acabar en la tele. La gestión de la comida fue también difícil: los menos conocidos iban a tomar algo y buscar bocadillos para otros. El futuro de España estaba en manos de más de 250 personas cansadas, encerradas y apabulladas.
Los preparativos
Los miembros del comité federal, sentados por federaciones regionales, esperaban a las 9.00 el inicio de la reunión. Toda la batalla de la mañana discurrió en la mesa del comité federal, formada por Verónica Pérez, que la presidía, el vicepresidente Rodolfo Ares y Nuria Marín. Pérez iba con el que entonces era el sector crítico, y Ares y Marín, a favor de Sánchez. A pesar de esa mayoría 2 a 1, los acuerdos llegaron solo tras horas de negociaciones. Había tres puntos clave: uno, si los miembros de la ejecutiva que no habían dimitido seguían en funciones, podían participar y sentarse en el lugar correspondiente. Se aceptó. Dos, si podían votar. Acabó por aceptarse. Tres, cómo votar. Este tercer punto se superó solo tras la mayor batalla campal que ha vivido la sede del PSOE.
La metáfora de la batalla no es exagerada. Los miembros de la ejecutiva estaban sentados al fondo de la tarima mirando al resto del comité. Delante de ellos estaba la mesa con sus tres miembros, un atril. Un escalón por debajo, estaba el resto. Desde abajo, había que tomar el castillo. No valía todo, pero casi. “Se aprovechó todo el día para el cuerpo a cuerpo, para presionar”, dice el diputado José Luis Ábalos.
En un receso al mediodía Josep Borrell se acercó a Pedro Sánchez, cuya postura defendía. Borrell había hablado con Cándido Méndez, ex secretario general de UGT, el día antes. Se les había ocurrido una solución difícil pero quizá posible. Sánchez podía proponer una vuelta al principio: readmitir a los 17 miembros de la ejecutiva dimitidos y desconvocar el congreso. Poco después, Sánchez se dirigió al atril y lanzó la sugerencia. El presidente de Aragón, Javier Lambán, saltó de su silla para responder. Hasta siete fuentes han descrito la intervención de Lambán como “dura”, “maleducada” e “impertinente”. Fue en términos parecidos a estos: compañero, ya no eres secretario general, no reconozco tu autoridad y lo que debes hacer es irte.
El propio Lambán recuerda su intervención en un tono “respetuoso y correcto”, y donde dijo algo con esta elegancia: “Creo que no tienes ya la condición de secretario general por la dimisión de 17 miembros de la ejecutiva”.
La confrontación
El ambiente hasta entonces había sido de funeral tenso con abucheos. Pero hacia las seis de la tarde, llegó la explosión. Aparecieron los tres miembros de la mesa y la presidenta insistió en una votación previa pública por llamamiento que decidiría si la votación definitiva sobre el congreso sería con urna. El vicepresidente Rodolfo Ares quiso tomar el micro, Pérez se lo negó y Ares saltó al atril. Ares anunció que se iba a votar ya el orden del día y en urna, sin más.
Ares volvió a la mesa para explicar el funcionamiento de la votación, pero ya no fue capaz. La bronca era gloriosa. No se sabía qué ni dónde se iba a votar. La pregunta exacta era confusa: “No sabía cuáles eran los términos de la votación”, dice Nuria Marín. En teoría, solo se podía votar la fecha del congreso, pero de algún modo había que introducir el sí o no para aclarar el futuro de Sánchez. Por tanto, parecía votarse algo así como sí o no al congreso.
Los gritos que se oían mientras Ares intentaba hablar eran solo el prólogo del follón que se montó allí. En ese instante se levantó el secretario general, Pedro Sánchez, con algunos miembros de la ejecutiva, y se dirigieron hacia la parte de atrás de la sala, oculta por una pared falsa. Hubo unos segundos de duda: ¿dónde van? ¿se van a casa? Pero en seguida se corrió la voz: había una urna detrás de aquella pared e iban a votar.
El estallido entonces fue de una convulsión irreal, incontrolable: “Yo lloraba como una magdalena”, dice la diputada Soraya Rodríguez, del sector crítico. “Por favor, sacad eso de ahí. Algunos nos acercábamos a Patxi [López]: ‘Por Dios bendito, paradlo’. Era dantesco”. Pedro Sánchez se había atrevido a lanzar el desafío definitivo: la urna. Y estaban votando. Pero la sensación de éxito iba a durar poco.
La decisión de esconder la urna no fue improvisada. “Fue el único comité federal en que nos pidieron DNI a la entrada”, dice Ábalos. En la acreditación que llevaban en el cuello había un código de barras que confirmaba que cada miembro pertenecía al censo del comité federal. Al ir a votar, un empleado de seguridad de Ferraz pasaba un lector de códigos por las acreditaciones. “Era un voto muy secreto”, recuerda Gabriel García Duarte, consejero de Nou Barris (Barcelona). “Había tres cubículos divididos por lonas. Primero te pasaban el lector de tarjetas, en otra sala no había nada, luego los sobres con las papeletas sí o no y luego la urna”.
Al principio, junto a la urna no había ninguno de los tres miembros de la mesa. “Cuando yo fui a votar, había un empleado de Ferraz al lado de la urna que subrayaba en una lista con un fosforito amarillo los nombres de quienes votaban. Había ya bastantes votos dentro”, dice Susana Sumelzo, diputada y miembro de la ejecutiva. Al cabo de unos minutos, en plena algarabía, aparecieron detrás de la pared Rodolfo Ares y Núria Marín, los dos miembros de la mesa afines a Pedro Sánchez, para custodiar la urna con una lista nueva del censo. Había ya votos dentro, que sacaron y rompieron. La votación volvía a empezar con más garantías, sin que algunos miembros que ya habían votado supieran que su papeleta no había contado.
Los gritos en la sala eran ya insultos y forcejeos. “Cuando Pedro intentaba hablar, no repito los tacos que oía. Aquello era un corral de vacas”, dice el exeurodiputado Andres Perelló. El micro seguía funcionando mal. En dos ocasiones se fue la voz cuando hablaba la presidenta andaluza, Susana Díaz, que pidió entre algún sollozo que se votara como fuera.
En plena votación, Paco Reyes escribió su moción de censura, la leyó a gritos y varios se pusieron a reunir firmas. “Planteé yo también la moción de censura. Era una locura. Hablé con García-Page, los barones, había que hacer algo”, dice Jesús Fernández Vaquero, secretario de Organización de Castilla-La Mancha. Durante una votación es impensable hacer una moción de censura, pero ningún órgano se imponía. Toda autoridad había desaparecido.
Mientras, la cola para votar seguía. “Cuando me levanté a votar había gente que nos grababa con el móvil. Mi sueldo no depende de esto, pero eso es una medida coercitiva de flipar”, dice García Duarte.
La urna escondida se había vuelto tóxica. “No se oyó que empezaba la votación ni qué había que votar. Fue una decisión precipitada y errónea”, dice el exdiputado José A. Pérez Tapias. Una dudosa insinuación de pucherazo bastó para hacer temblar a partidarios de Sánchez, entre los que había presidentes autonómicos. Tras la pésima decisión política de esconder la urna, había solo una pregunta: ¿por qué? ¿Por qué los partidarios del voto en urna no la pusieron desde el principio en el centro de la sala?
Una persona cercana al entonces secretario de organización, César Luena, da un motivo. Prefiere mantener el anonimato: “Había gente que se jugaba mucho y nos pedía máxima discreción porque, si no, no iba a votar lo que quería. Si te piden que demuestres discreción, no puedes dejar ninguna oportunidad para que haya gente vigilando por en medio”. Su objetivo era por tanto eliminar todo paseíllo entre la cabina y la urna para que no se sospechara de quien no quería enseñar su papeleta. “La mayoría sigue al líder de su territorio y se ha acabado la historia”, dice Roberto Jiménez, ex secretario de Inmigración del PSOE.
El lío de la urna duró menos de 30 minutos. Varios aliados de Pedro Sánchez le convencieron de que no era una solución. Este estaba ya visiblemente hundido, noqueado. “Su cuerpo estaba allí y su mente en otra parte”, dice una dirigente de la ejecutiva. Las firmas de la moción de censura sumaban la mitad de asistentes. Era una prueba de que el secretario general no tenía los votos. Hubo negociaciones rápidas. La mesa anunció que se iba a votar por llamamiento. El no al congreso de Sánchez ganó por 132 a 107. Los opositores del ya ex secretario general habían calculado mejor sus votos. No era tan difícil saber cuántos votos tiene cada federación. Sánchez había lanzado un desafío enorme sin la seguridad de tener bien atado el apoyo. La esperanza de que la urna escondida hiciera cambiar tantos votos era improbable.
El comité federal creó la gestora, que sigue al mando del partido. Era un cierre esperado y previsible. “Ha sido un orgullo, presento mi dimisión. Ha sido un honor”, dijo Pedro Sánchez en la sala de prensa. Luego salió en coche por el aparcamiento. Sus planes se habían visto frustrados. Las cámaras captaron al vuelo su salida por última vez de Ferraz.
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