Me casé con un florero
Salvando a su mujer, Luis Bárcenas, como Urdangarin o López Viejo, condena a todas las demás en el estereotipo de la sumisión
Poner a la mujer a firmar. Ésta es la expresión que ha utilizado Luis Bárcenas en el juicio de la Gürtel para exonerar a su esposa de cualquier responsabilidad en el fraude fiscal y condenarla al mismo tiempo a un estado vegetativo. El objetivo es preservarla del castigo que pretende la Fiscalía —22 años de cárcel—, pero la estrategia exculpatoria requiere el esfuerzo de humillarla. Decía Bárcenas a propósito de los viajes a Suiza que su cónyuge se quedaba en una salita. Allí le ofrecían una coca-cola o un café. Y esperaba hasta que Bárcenas apareciera con sus papeles. Y la ponía a firmar.
El extesorero del PP no hace otra cosa que atenerse a las tradiciones procesuales que conciernen a un escándalo de repercusión matrimonial. Bárcenas se había casado con un florero. Parece el título de un relato de Oliver Sacks, pero aquí no se habla de prosopagnosia, sino de una modalidad de machismo que conforta la causa particular a expensas de degradar la causa general: salvar a la mujer de Bárcenas, a la de Urdangarín o a la de López Viejo supone condenar a todas las demás, restringirlas a un papel gregario, sumiso, que adquiere verosimilitud no ya en la idiosincrasia patriarcal de la sociedad española, sino en el espacio sofisticado de un juzgado.
De otro modo, no recurrirían una y otra vez a ella los maridos protectores. Ana Mato se encontró un Jaguar en el garaje como quien se encuentra una moneda debajo del sofá, mientras que la infanta Cristina, ejecutiva de La Caixa, depositaba en el jugador de balonmano la ingeniería fiscal de la familia. Y debía a ponerla a firmar también Urdangarín, como hacía Bárcenas con Rosalía Iglesias: "Mi mujer afortunadamente, en todos los temas relacionados con la economía, me firmaba los documentos".
Estremece la declaración del extesorero no ya porque transforma a su esposa en un ficus, sino porque aspira a resultar verosímil. Le faltó a Don Luis referirse a Rosalía Iglesias como su señora. Suya en sentido de propiedad, de mascota, abstrayéndola de cualquier grado de entendimiento o criterio en los asuntos de los mayores.
Y es probable que agradezca la vejación la propia esposa de Bárcenas como salvoconducto hacia su libertad —los juicios de corrupción van a terminar requiriendo un perito en asuntos botánicos—, pero esta clase de beneficios particulares consolida un estereotipo de sumisión conyugal que resultaría inconcebible en la dirección contraria. No existen hombres florero. O claro que existen —ya lo demuestra Lady Macbeth haciendo de su esposo una marioneta—, pero sería temerario y contraproducente plantear en un juzgado la escena de una mujer poniendo a firmar al marido. Y confinándolo a una salita, haciendo punto, mientras le traen la dosis de cafeína.
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