Despedida
Conocí a Ernest Lluch cuando era ministro de Sanidad socialista, hace unos veinte años. Yo había defendido en varias ocasiones la despenalización de las drogas, tema que entonces sonaba a despenalizar el canibalismo o poco menos, y Lluch me invitó a un debate en TV3 sobre el polémico asunto. Estuvimos los dos solos, él en catalán y yo en castellano, argumentando creo que razonablemente. Sin tapujos: no creo que ningún ministro europeo de la época se hubiera atrevido a cosa semejante. Probablemente hoy tampoco y en España menos que en ninguna parte.Después, cuando fue rector de la UIMP en Santander, dirigí varios seminarios estivales con su apoyo: sobre sexualidad y filosofía, sobre Schopenhauer, sobre Lovecraft. En especial este último, bastante heterodoxo y con numerosos audiovisuales, requirió una especial complicidad por su parte. La obtuvimos sin remilgos y tanto más digna de agradecer cuanto que H. P. Lovecraft no era precisamente el autor favorito de Lluch...
Años más tarde me sorprendió con un artículo publicado en el grupo Correo y titulado Savater, visceralmente nacionalista, a partir del cual iniciamos una agria polémica. Me reprochaba haber presentado en Barcelona el libro Contra Cataluña de Arcadi Espada, en el que se le mencionaba no demasiado elogiosamente. Para Lluch, quienes hemos sostenido que el discurso ideológico nacionalista vasco o catalán es dañino para la convivencia democrática y hasta potencialmente criminógeno (en el caso vasco), no podíamos ser sino nacionalistas españoles más o menos disimulados. Como era una cuestión que yo había discutido con él varias veces de palabra, siempre de modo cordial, me dolió el tono de su ataque por escrito y su argumentación se me antojó simple, oportunista, mendaz. Así lo dije entonces; tengo el vicio de tomarme las ideas en serio y hago asunto personal de ellas, mientras que transijo fácilmente en cuestiones de interés o en otro tipo de rencillas. A partir de estos reiterados choques en distintas publicaciones, nuestra relación personal se fue deteriorando hasta desaparecer.
No soy de quienes beatifican automáticamente a los muertos -la muerte es un gremio amplio de miras, que acoge a buenos y malos sin pedirles renunciar a haber sido, sólo a ser- ni mucho menos comparto la forma de pensar de los fallecidos a raíz de su fallecimiento. Ser asesinado no da la razón, sólo quita la vida; en cambio asesinar sí que quita definitivamente la razón política a los asesinos. ¿Cómo explicar entonces que el asesinato de Ernest Lluch me ha dejado más dolido y desconsolado que atentados sufridos por personas que me eran muy próximas? ¿Cómo decir una vez más que uno necesita a los adversarios tanto como a los amigos, que aquellos de quienes discrepamos, incluso con mayor cólera, son los puntos de referencia de nuestra cordura, que vivimos en democracia acompañados y hasta humanizados por la presencia forzosa de lo que más nos contraría? Pobre Lluch: y pobre de mí, de nosotros.
Quienes le han matado son los enemigos jurados de toda simpatía humana: sayones siniestros y obtusos de un totalitarismo que no quiere liberar a nadie, que ni siquiera entiende lo que a comienzos del siglo XXI significa libertad. Los actuales terroristas de ETA son los asesinos natos de Tarantino tocados con la txapela de Sabino Arana y el pasamontañas del comandante Marcos: el totalitarismo postmoderno.
Con ETA, no valen guiños, ni disposición dialogante, ni concesiones al imaginario nacionalista: ETA no quiere comprensión, lo que quiere es el poder. Ahora el terrorismo pretende impedir que el PNV se acerque a cualquier partido estatal, sobre todo al PSOE. Mañana liquidará a quienes en el PNV estorben sus planes y discutan el liderazgo de los cojonudos gudaris del tiro en la nuca al desarmado ¿Hacen falta más pruebas? Hay que ir a por ETA, a por los servicios auxiliares de ETA, a por los legitimadores castrenses de ETA. Quien en este país crea en la democracia ya sabe cuál es su bando, sin equidistancias.
Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.
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