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PAISAJES DE PELÍCULA. 8 / 'EL CAPITAL HUMANO'

La obsesión por el triunfo social

Un teatro en ruinas destruido para levantar apartamentos simboliza la decadencia de Italia, un país que ha vivido subido al carro de la picaresca y el dinero fácil

Imagen de El capital humano, dirigida por Paolo Virzi.
Imagen de El capital humano, dirigida por Paolo Virzi.

Dice Paolo Virzi que dos de los actores principales de El capital humano, Fabrizio Bentivoglio y Fabrizio Gifuni, son en la vida real tipos sencillos, honestos, buenas personas, justo lo contrario de aquello que aparentan en su película, construida a partir de la novela homónima de Stephen Amidon. La explicación parece en principio absurda —¿qué es un actor si no?—, pero empieza a tomar sentido cuando añade que, en cambio, Valeria Bruni Tedeschi vierte en su personaje algunos rasgos del mundo privilegiado del que procede, y que los dos jóvenes que completan el reparto principal, Matilde Gioli y Giovanni Anzaldo, actúan tal cual son. “Tan es así”, explica Virzi, “que más que como un director de cine, los filmé con la curiosidad de un documentalista”. El resultado de tal experimento —al margen de lo cinematográfico, que doctores tiene la Iglesia— es un retrato que asusta, por ajustado, de la sociedad italiana, donde lo cierto y lo fingido, el actor y su personaje, el rostro y la caricatura, se han mezclado hasta construir una mueca de un dolor muy difícil de calmar.

Hay un par de observaciones perdidas en El capital humano que hurgan en la herida abierta de Italia. Una de ellas la pronuncia con irónica amargura, casi al final de la película, el personaje de Valeria Bruni Tedeschi, una mujer a la deriva después de haber quemado sus sueños de actriz en la hoguera de las vanidades de su marido, un voraz especulador financiero: “Enhorabuena, habéis apostado a la ruina de este país y habéis ganado”. La otra pertenece a una grave y misteriosa voz en off: “Hemos subido la apuesta. Nos lo hemos jugado todo, incluso el futuro de nuestros hijos. Y ahora, finalmente, disfrutamos de aquello que nos merecemos”. Esto es, de un paisaje humano —porque ese es el verdadero paisaje de la película— que durante las dos últimas décadas y media permaneció hechizado por la televisión, cada vez más plana y no solo por el grosor de las pantallas, mientras las escuelas y los teatros y los museos y hasta Pompeya y el Coliseo se derrumbaban ante la desidia general. La atención, como se encarga de subrayar Paolo Virzi en la película, estaba en otro lugar.

“La situación es desesperante, y por eso no tenemos más remedio que recurrir al humor”, explica el director de La prima cosa bella, “somos Italia, un país que debería tener como principal patrimonio la belleza, la cultura, el arte. No tenemos minas de carbón, ni yacimientos de petróleo, ni siquiera una industria manufacturera como ahora pueden tener países con mano de obra barata. Por tanto, nuestra fuerza debería ser la riqueza de la belleza, de la cultura, del enorme patrimonio que tenemos y que, sin embargo, estamos exterminando. Debería ser de ahí, de teatros como el Politeama [un viejo local en ruinas que aparece en la película], de donde personajes como Bernaschi —el misterioso y frío hombre de negocios— pudieran hacer dinero, pero en cambio lo destruyen para construir apartamentos. La tratamos un poco en broma precisamente porque, ¡porca miseria!, la situación de este país es una cosa muy seria”.

Fábula del dinero

ROCÍO GARCÍA

Es tan real y cercana la narración del italiano Paolo Virzi en esta fábula sobre la avaricia, el dinero y la especulación, que produce auténtico desasosiego. Virzi, el realizador de La prima cosa bella y Todo el santo día, ha encontrado en la obra del norteamericano Stephen Amidon la excusa perfecta para, más allá de trasladar la acción de la Connecticut del libro a la fabulosa y próspera ciudad de Milán, entrar sin tapujos en la vida de dos familias: una sumamente rica y otra que aspira a serlo, en una vorágine plagada de banalidades y ostentación, a partir del accidente de un ciclista que cambiará el destino de todos. El capital humano, sin duda el filme italiano de este año (siete premios Donatello y premio del público en el Festival de Cine Europeo de Sevilla), consigue que el espectador permanezca en tensión casi constante, como buen thriller que es. Son muchas las virtudes de este filme, pero, sin duda, una de ellas es la excelente interpretación de Valeria Bruni Tedeschi.

Pero ya ni la broma sirve como analgésico. Hasta ahora, rememorando al imprescindible Ennio Flaiano, se solía decir que la situación de Italia “es grave, pero no seria”. Ya no. El viejo y salvífico humor italiano es de pronto insuficiente. Se podría añadir que incluso contraproducente. Vista la película desde fuera, Dino Ossola, el personaje estereotipado que interpreta Fabrizio Bentivoglio, puede hacer cierta gracia porque representa fielmente la caricatura del italiano. Vista desde dentro, su furbizia —un concepto, más que una palabra, difícil de traducir y aun de exportar, pero que se puede situar entre la pillería y la astucia— es el reflejo de un mal que se convirtió en endémico cuando, durante más de dos décadas, fue validado desde el poder.

¿Cómo seguir apelando a la educación, a la cultura, a las reglas del juego, al cumplimiento de los deberes cívicos si el primer empresario del país, el jefe del Gobierno, l’uomo vincente era y presumía de ser el paradigma de lo contrario? Decía también Flaiano en otro de sus aforismos que “los italianos corren siempre en ayuda del vencedor”. Seguramente no es solo una virtud italiana, pero sí es cierto que durante más de dos décadas la sociedad italiana vivió subida al carro del vencedor, y todo aquel que desde cualquier ámbito advirtiera del peligroso rumbo que estaba tomando un país que se considera asimismo il bel paese era tildado de aguafiestas o, aún peor, de comunista.

Todo eso está dentro de la película de Pablo Virzi, que se apoya en la novela de Stephen Amidon para abordar la crisis de la burguesía, pero que utiliza cuatro narraciones paralelas de los hechos —tres puntos de vista subjetivos y uno, final, objetivo— para situar también el foco sobre los demás estratos sociales. Lo que encuentra no es mucho más halagüeño. El paisaje que encuentra se parece. Ambición. Malicia. Oportunismo. Y, sosteniéndolo todo, también la política o la familia, la obsesión por el dinero, el triunfo y el reconocimiento social. Un mensaje de padres a hijos que atraviesa todo el drama: “Os queremos ganadores. Os queremos felices. Hemos hecho todo esto por vuestro bien. Somos los padres mejores del mundo. Por vosotros nos hemos jugado todo. Incluso vuestro futuro”.

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