Vidas en el desagüe
Cientos de deportados cruzan cada día El Chaparral, en el muro que separa Tijuana de EE UU Muchos, sin sitio donde ir, se quedan en El Bordo, el gueto de los sueños rotos
El Bordo
"Aquí empieza la patria". Ese es el lema de Tijuana (Baja California), donde, según se vea, comienza o termina México. Un muro de 6,4 metros de altura separa esta ciudad de 1,3 millones de habitantes de Estados Unidos. Cerca de la garita de San Ysidro, el puerto terrestre con más cruces en el mundo, corre un hilo delgado de agua turbia por un gran canal. En torno a este río de desagüe se ha asentado el gueto de Tijuana. Le llaman El Bordo y es el lugar donde se marchitan los sueños de los emigrantes deportados por Estados Unidos.
En el muro existe una pequeña puerta fuertemente custodiada: El Chaparral, que se abre diariamente cuantas veces sea necesario. Por aquí salen los deportados, a veces a un ritmo desenfrenado. En 2013 fueron 268 personas al día de promedio en Baja California. “Bienvenido a casa” es lo primero que se ve en un letrero.
Desde El Bordo se puede ver el símbolo de la ciudad de Tijuana, un gigantesco semicírculo plateado que es en realidad un reloj que no funciona. Para muchos de los que están allí, el tiempo se ha detenido. Es una constante en esta pequeña comunidad de desarraigados que quedaron en el limbo sin la posibilidad de regresar a sus lugares de origen y que se fijan una fecha, que nunca llega, para regresar a Estados Unidos.
En el canal hay más hermandad que en la calle”, dice Juan Carlos, que cruzó la frontera por primera vez con 12 años
La vida en el canal ha empeorado en los últimos años por la política de deportaciones de Barack Obama, a quien los grupos de latinos en Estados Unidos han bautizado como deporter in chief [deportador en jefe]. El Gobierno del presidente demócrata llegó a alcanzar un ritmo de 400.000 personas expulsadas por año (368.000 en 2013). Casi dos de los cinco millones de expulsiones que se han efectuado en la última década se han firmado mientras Obama ocupa la Casa Blanca. La tendencia ha comenzado a descender, pero los efectos de las duras políticas contra la migración pueden notarse en sitios como El Bordo.
No existe otro fenómeno como este en los más de 3.000 kilómetros de frontera común a pesar de que los deportados regresan a México por ocho ciudades más. Por aquí, no obstante, son expulsados la mayoría de los mexicanos que más tiempo han estado residiendo en Estados Unidos. El 60% de los habitantes del canal había permanecido entre 6 y 25 años al otro lado. "Esos son los que tienen menos redes, los que ya no conocen el país. Son los más vulnerables. Se quedan en la frontera porque ¿adónde regresan?", dice Laura Velasco, catedrática del Colegio de la Frontera Norte, un centro de estudios sociales enfocado al fenómeno migratorio. Velasco estima que en la barriada hay entre 700 y 1.000 personas. El responsable de la policía de Tijuana afirma que son casi 2.000 personas.
En los cuatro kilómetros de longitud que tiene el canal se observan casas construidas con desperdicios de cartón y plástico que llaman ñongos (una deformación de jungle, jungla en inglés). En el suelo se hallan restos de comida, jeringuillas, papel de baño y basura. No hay niños y muy pocas mujeres. En los túneles, madejas de mantas entre las cuales asoma el brazo o una pierna de alguien que duerme la resaca. Allí, al resguardo del sol, algunos se hacen compañía con botellas de alcohol barato o con dosis de heroína que se compran por 20 pesos, poco más de un euro. Pero esta no es la historia de un picadero, sino de un barrio que hace difícil a sus pobladores esperanzarse por el futuro.
El acoso
"Todo esto es más difícil de llevar si no ando marihuano", dice Juan Carlos. Han pasado ocho meses desde que lo deportaron. Al principio, cuando cruzó la puerta del Instituto Nacional de Migración (INM) del Chaparral, el punto de entrada de todos los deportados a Tijuana, tenía suficiente para pagar 120 pesos (6,5 euros) por una habitación de hotel. Pero las cosas han cambiado. Se ha convertido en un poblador más del canal. "Aquí hay más hermandad que en la calle", dice. Tiene 32 años y es originario de un pueblo de Michoacán, a 2.600 kilómetros de distancia.
Juan Carlos cruzó la frontera por primera vez en 1994. Tenía 12 años. Recuerda el viaje mientras juega con una cruz plateada en sus manos. Caminaba por el desierto. Las piernas le temblaban. Llevaba un día sin tomar agua. Echó mano de la única ayuda que podía: la intervención divina.
"Le pedí a fray Toribio [Toribio Romo, el santo de los migrantes] que no se me apareciera, que nada más me pusiera adonde había agua", recuerda. Una hora después se topó con un par de mujeres en el camino. Una de ellas, asegura, le regaló un galón de líquido.
El episodio quedó grabado en la piel de Juan Carlos, que muestra un tatuaje del patrono de los mojados (así llamaban a los migrantes que se mojaban la espalda en el río Bravo para cruzar). Sus brazos llenos de tinta cuentan también algo de la vida que tuvo en Los Ángeles, donde se unió a una pandilla. A los 14 años ya estaba en la cárcel, acusado de intento de homicidio, posesión de drogas y robo. El 82% de los deportados en 2013 tienen antecedentes penales.
“Estoy pagando algo que he hecho”, dice Juan Carlos, convencido de que el verdadero purgatorio de sus crímenes no fue la cárcel en California, sino este sitio de Tijuana. Asegura que se ha convertido al cristianismo y que ha dejado en el pasado su vida en las gangas, como llaman a las pandillas en Estados Unidos.
Todas las pertenencias que tiene en su vida caben en un saco de alimento para mascotas que lleva a todos lados. En él guarda los restos de un cuaderno con sus diseños para tatuar, un par de zapatos negros, dos pantalones, algunas camisetas y, lo más importante, una camisa de manga larga que usa para esconder sus tatuajes cuando busca trabajo. Como algunos otros migrantes del canal, Juan Carlos dedica dos o tres horas al día a buscar trabajo en la ciudad. “Hay mucha discriminación. Cuando se enteran de que vivo aquí, te niegan el trabajo”, dice.
El resto de sus posesiones las perdió en el último incendio. Él y otros aseguran que policías de Tijuana llegaron a prender fuego a sus ñongos. Juan Carlos derrama lágrimas discretas cuando recorre la tierra quemada donde se levantaba su casa. Dice que ahí se consumieron el resto de sus cosas; entre ellas, las únicas fotografías que tenía de su familia, que sigue en Estados Unidos.
El acoso de la policía local a la población de El Bordo es una estrategia que se ha seguido “desde hace varios años”, dice Velasco. Quienes viven en el canal son víctimas de la estigmatización de los habitantes de Tijuana, que consideran la zona como un nido de delincuentes. “No son migrantes los que están ahí, son adictos”, dice de forma tajante el director de la policía, Reyes Montilla, quien rechaza que sus hombres prendan fuego a las casas del canal.
Juan Carlos, como la mayoría de sus vecinos, suma varias detenciones. “Nos llevan 8 o 12 horas. Lo mejor es no ponerse contra ellos porque te ubican y te desaparecen”, dice. Todos los días, la policía y los pobladores de El Bordo escenifican una pantomima. Las sirenas comienzan a sonar y la alarma cunde entre los habitantes. "¡Operativo, operativo!", gritan mientras corren a esconderse. Las autoridades detienen a quienes pueden y los suben a una camioneta con una única sentencia: "Ya te dije que no puedes estar aquí", advierten. El vehículo arranca con rumbo a la comandancia de policía. Horas después son liberados porque los delitos son inexistentes. Los operativos, dice el jefe de policía Montilla, “no se hacen con el ánimo de tenerlos detenidos, sino de que descansen, que estén alejados de los vicios por unas horas, que se bañen, que les den comida”. Un asistente de una universidad fue detenido cinco veces en una semana mientras auxiliaba en una investigación.
Hacia las dos de la tarde, otra camioneta llega a la zona. Pero ahora nadie huye de ella. La reconocen a distancia. Es la hora de la comida. La señora a bordo no permite que le tomen fotografías. Dice que ha sabido de gente que roba las imágenes de Internet y pide dinero para financiar el gesto caritativo ajeno. Una marabunta se forma alrededor de un hombre que tiene un plumón. Escribe en el dorso de la mano de quienes se acercan: 1, 2, 3, 4… Así hasta 350. Son los turnos. Cada uno recibirá un bocadillo de jamón y un vaso de agua de sabor. En la fila solo hay ocho mujeres.
Las autoridades ven con cierto desprecio este tipo de asistencia. Creen que la gente se siente cómoda con esos apoyos. “Consiguen su droga y sus alimentos. No quieren salir de ahí”, dice el jefe de la policía. Las cosas son más complejas. Mario Flores, un migrante de casi 50 años, que estuvo cerca de 20 en Estados Unidos, lleva una semana deambulando por la zona. Necesita 800 pesos (45 euros) para pagar la mitad del billete que lo llevará de vuelta a Oaxaca, su lugar de origen, a más de 3.000 kilómetros de distancia. Algunos Estados mexicanos ofrecen cubrir la mitad del boleto, pero Mario no tiene dinero. Fue detenido por las autoridades migratorias en Wisconsin mientras se dirigía al trabajo, por lo que no tiene acceso a sus escasos ahorros. El tiempo actúa en su contra. Los albergues que acogen a migrantes solo ofrecen una cama y duchas hasta 12 días. Después estará en la calle.
El cruce
“¡Fuck!, ¿así voy a terminar yo”, dice Rubén, de 27 años, cuando ve a los habitantes del canal. Es un deportado que trabaja como voluntario en el desayunador Padre Chava, una casa para migrantes que está cruzando la calle del canal. Mezcla su español natal con el inglés que aprendió a lo largo de los 10 años que residió en Fresno (California). Desde 2012 vive tratando de huir del limbo de Tijuana con un solo objetivo: volver a ver a su esposa y a sus dos hijos.
Las preguntas que surgen en la cabeza de este chico de ojos tristes y hondas ojeras rondan las de todos los que fueron forzados a volver a México: ¿Qué voy a comer hoy? ¿Dónde voy a dormir? ¿Volveré a ver a mi familia?
Rubén lleva dos meses durmiendo a la intemperie. Está esperando la niebla. Su refugio, muy cerca de la frontera con Estados Unidos, cuenta con algunas cobijas y botellas de agua. Comparte el espacio con ocho personas. Allí todo es observar y hacer memoria. Recordar el recorrido de la camioneta de la migra. Y el de la moto. Aprender a qué hora es el cambio de turno de los vigilantes de la frontera.
"Ya tenemos estudiada la zona. Tenemos 10 minutos para entrar”, dice. Su ejemplo fue un señor de 65 años que desapareció frente a sus ojos. “Cruzó con una buena neblina", recuerda.
A Rubén le espera en Estados Unidos la vida que México no le pudo dar. Ha intentado atravesar la línea cinco veces desde que fue deportado. En todas ellas lo han detenido. Su familia quedó rota después de que un policía lo detuviera en una carrera callejera de autos en 2011. Los primeros años de los 10 que estuvo en California los dedicó a poner moquetas. Hasta que su esposa decidió aventurarse en un nuevo negocio.
“Te voy a contar la verdad. Le entramos al negocio de la mota [marihuana]. A los gringos les encanta esa madre”, dice este mexicano cuya seña particular es única: tiene seis dedos en cada mano.
Su esposa, una ciudadana americana de origen mexicano, tramitó un permiso para vender cannabis medicinal. Su vida comenzó a cambiar. Compraron 15 plantas y en pocos meses hicieron 25.000 dólares. “Dejé de ir al Walmart [un supermercado popular]. Lo tenía todo. Mejor ropa, mejores zapatos, mejor carro”, recuerda. Rubén cambió su coche destartalado por un deportivo de 20.000 dólares en el que fue detenido cuando intentaba batir a un coreano a 90 millas por hora (144 kilómetros por hora). Ese dinero se ha esfumado. Calcula que ha invertido 20.000 dólares en sus infructuosos cruces en varios puntos de la frontera, varios miles los pagó cuando la mafia lo secuestró en Altar (Sonora).
“Todo me dio la vuelta. Lo tenía todo y ahora me tengo que formar por un plato de comida”, cuenta Rubén.
Rubén hace pequeños trabajos en el desayunador. A veces barre o ayuda en la cocina. Otras, como esta mañana, hace cortes de pelo gratuitos a otros migrantes. “Indocumentado, sí, pero mugroso, nunca”, dice Marcelo, un migrante deportado de 28 años mientras le deslizan una maquinilla de afeitar por el cráneo. Rubén auxilia a gente como Marcelo a que se vean aliñados para conseguir trabajo y ganarse algunos pesos. Es el cuarto de los 35 cortes que hará en el día.
El desayunador Padre Chava es uno de los sitios que han ayudado a que Tijuana sobrelleve la avalancha de deportados. La beneficencia auxilia a tejer una red de seguridad para quienes regresan. Este lugar existe desde hace 15 años, pero lleva 4 en el centro de Tijuana, a poca distancia de la línea fronteriza. Su edificio tiene tres pisos y es administrado por voluntarios católicos que ofrecen comida caliente y gratuita en la planta baja; servicios médicos, legales y hasta higiénicos (duchas, baños y cortes de pelo) en el segundo nivel, y un albergue en el tercero. “Cuando llegamos al centro de la ciudad servíamos 700 desayunos. Hoy hay un promedio de 1.250”, dice Margarita Andonaegui, la coordinadora.
La suerte acompaña a pocos migrantes. Rubén es uno de ellos. Dos semanas después de haber realizado la primera entrevista, la niebla llegó. Y con ella, una nueva oportunidad para cruzar la frontera. Cinco amigos, que durante días durmieron agazapados cerca del muro, fueron los que se internaron. Algunas horas después, una patrulla fronteriza los encontró.
“Me tiré al suelo en el monte”, relata Rubén. Allí, pecho en tierra, escuchó cómo los policías se comunicaban entre ellos. “Un migra dijo que tenía el reporte de cuatro (indocumentados)”, dice. Los agentes fronterizos buscaron hasta dar con cuatro personas. Él era el quinto. Su historia la cuenta desde un teléfono en Fresno (California). “Ya estoy aquí después de dos años de batallarle”, dice contento el peluquero de 12 dedos que logró mover las manecillas del reloj.
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