Siempre Francia
Construir Europa es entender la tensión estructural entre el idealismo jurídico de Berlín y el realismo político de París
Alemania es la potencia que no quiere ser, Francia la potencia que ya no puede ser. Todos los problemas actuales de Europa pueden ser expresados retornando una y otra vez a esta asimetría de las voluntades. Las dos están siempre en tensión: Alemania buscando que se cumplan las normas, Francia buscando la oportunidad de hacerlas o rehacerlas. “Si todo el mundo cumpliera las reglas”, he oído decir en la Cancillería en Berlín, “no necesitaríamos líderes”. Pero la reflexión en el Elíseo es completamente distinta, más bien un lamento: “¡ay si nosotros tuviéramos el poder de Alemania!” Berlín no quiere liderar, dice que para eso se hacen las reglas, para que todo el mundo sepa lo que tiene que hacer sin necesidad de que nadie tenga que decirlo. Pero en París, que saben mucho más de la vida, no se les ha olvidado ni por un minuto que el poder consiste en hacer las reglas y que las reglas reflejan la distribución de poder en una comunidad.
El contraste entre el autocontenido liderazgo de los Cancilleres alemanes más relevantes de la Alemania democrática (Adenauer, Brandt, Schmidt, Kohl y la propia Merkel) y la recreación en el poder de los Presidentes de la V República (De Gaulle, Giscard d'Estaing, Mitterrand, Sarkozy y Hollande) es todo menos una casualidad. Nada explica mejor la manera de gobernar de Merkel que esa aversión a los hombres fuertes grabada (por suerte) en lo más profundo del ADN democrático alemán de hoy. Y, a la vez, nada explica mejor Francia que la obsesión con el poder ejecutivo, la búsqueda constante del líder clarividente que mostrará el camino, una patología que los politólogos llamamos “ejecutivismo”.
Construir Europa es entender esa tensión estructural entre el idealismo jurídico alemán y el realismo político francés y lograr que se complementen. Mientras Alemania huye de la confrontación, Francia es la que siempre está en lucha. Y las batallas que libra son siempre épicas: la globalización, la identidad, la laicidad, el Estado, los mercados, los derechos sociales. Francia nunca elige enemigos pequeños, parece que se recrea, que se gusta en lucha. Ahora estamos ante otro momento épico, un nuevo viraje que se asemeja mucho al impuesto en 1981 por el presidente Mitterrand, que ya experimentó en primera persona la imposibilidad de hacer políticas clásicas de izquierdas en una economía abierta con libertad de circulación de capitales. La derrota de Mitterrand entonces corrió en paralelo a la llegada al poder de Margaret Thatcher en el Reino Unido y Ronald Reagan en Estados Unidos, abriendo el paso a la consolidación de un modelo económico muy alejado de las preferencias de la Europa continental democrática, que desde la posguerra había oscilado entre dos opciones (la socialdemocracia y la democracia cristiana) que compartían un alto contenido social y un papel central para el Estado como regulador y redistribuidor. Poco queda de esa Europa: la democracia cristiana hace tiempo que tiró la toalla y los socialdemócratas están instalados en la confusión.
Construir Europa es entender esa tensión estructural entre el idealismo jurídico alemán y el realismo político francés y lograr que se complementen.
Para muchos socialistas franceses, la derrota de 1981 significó el comienzo de una nueva andadura: habiendo entendido que la construcción de la socialdemocracia en un solo país era imposible, centraron su empeño en construir una Europa protectora, que sirviera de pantalla y vehículo de actuación para, en una economía globalizada, preservar los valores políticos y sociales europeos. Pero la fe en ese proyecto mostró fisuras peligrosas una década después, en 1992, cuando el Tratado de Maastricht que instituía una unión monetaria solo logró ser ratificado en referéndum por un estrecho margen. Si lo hizo fue gracias a que Mitterrand, a la manera de Felipe González en España en torno a la OTAN, hipotecó una buena parte de su capital político para convencer a una izquierda sumamente reticente de que la moneda única amplificaba (y no reducía, como decían los críticos de entonces y de ahora) las posibilidades de llevar a cabo políticas de izquierdas. La fe de la izquierda francesa en Europa registró otra brutal sacudida en 2005, a raíz del fallido referéndum sobre el proyecto de tratado que creaba una Constitución para Europa.
La crisis del euro no ha hecho sino agravar esta percepción sobre Europa. Los socialdemócratas están acosados y en retirada en toda Europa; todas sus opciones son malas: si giran al centro, aunque las mieles del poder compensen la mala conciencia, sienten que traicionan sus principios y pierden el apoyo de las clases trabajadoras; si se van a la izquierda, las clases medias y los mercados les abandonan. Elegir entre esas opciones ya es difícil en un país con plena soberanía política y autonomía financiera. Hacerlo, como ha experimentado España, en un país que ha cedido sus principales instrumentos de política económica y que se encuentra constreñido por un marco institucional supranacional y unos objetivos de déficit acordados con los socios de la eurozona, es sencillamente imposible. No es de extrañar que, como vemos en las encuestas, los grandes beneficiarios electorales de estas políticas sean, por un lado, la abstención, que se adivina masiva, y el auge del Frente Nacional de Marine Le Pen.
Para muchos en la izquierda, Europa se ha convertido en un juego con las cartas marcadas: cara, ganas tú; cruz, pierdo yo. De ahí que el túnel por el que tiene que discurrir la integración europea se haya estrechado tanto. Eso explica por qué el resultado del giro político y económico que está imprimiendo el presidente Hollande en Francia, tanto si sale bien como si sale mal, tendrá profundísimas consecuencias en toda Europa: en él se van a dilucidar un gran número de las preguntas sobre la crisis del euro, la democracia, el futuro de la izquierda y el proyecto de integración europea. Si pese al ajuste de 50.000 millones, o precisamente debido a él, Francia no logra cumplir los objetivos de déficit fijados, tendremos la oportunidad de comprobar hasta qué punto los mecanismos de vigilancia y sanciones puestos en marcha en Europa los últimos años se aplican. Si se aplican, se liberará una cascada de sanciones contra Francia, a la que seguramente seguiría una fuerte penalización por parte de los mercados, que dejará la relación franco-alemana profundamente deteriorada y hará crecer aún más la desafección con Europa en Francia. Si no se aplican, y Alemania se sienta a negociar otra política anticrisis con Francia, se abrirá un nuevo horizonte político y todo lo escrito hasta ahora será papel mojado. Y si, finalmente, el ajuste funciona, el sur de Europa quedará desprovisto de la pantalla protectora que hasta ahora le ha proporcionado Francia. Pase lo que pase, todos los caminos pasan hoy por París.
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