Driblar al Estado
Ahora toca aprovechar, con la figura mártir de Mas en el banquillo, la consulta de noviembre de 2014, convirtiéndolo en ejemplo de la opresión española. Cuenta más conseguir la independencia que averiguar la voluntad política de los catalanes
En vísperas de la consulta-río de noviembre de 2014, Artur Mas reveló la clave para poder celebrarla saltándose los impedimentos legales, Tribunal Constitucional incluido: “Tenemos que engañar al Estado”. La estratagema funcionó sin que el contenido anómalo del procedimiento suscitase el descrédito que temieron algunos catalanistas. De entrada fue el doble juego de preguntas trampa: la primera para sumar apoyos heterogéneos, pues todo federal, sin ser independentista, apoya la existencia de un Estado catalán, y la segunda para eliminar toda posibilidad de rechazo, al restringir la participación a quienes en la primera votasen a dicho Estado. El resultado es conocido y sus efectos alcanzan hasta hoy: la manifiesta desobediencia del presidente de la Generalitat, precedida además de un zigzag de gestos y declaraciones orientadas a despistar al Gobierno central, provoca la consiguiente querella, con el procesamiento del astuto político, no sin los problemas derivados de la difícil aplicación de la ley a un caso inédito, donde un referéndum se rebaja a consulta alegal sin otra repercusión formal que el eco obtenido dentro y fuera de España.
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Importó como precedente. Aun con participación poco estimulante, la Cosa se celebró en medio del desconcierto gubernamental. Ahora, ante la figura mártir de Mas en el banquillo —en un país donde es fácil invocar el antecedente de Companys—, toca aprovechar el episodio para invertir su significación, convirtiéndolo en ejemplo de la opresión española, a la cual el pueblo catalán debe responder masivamente desde la calle.
La táctica de engañar al Estado, anunciada entonces por Mas, asociada inevitablemente a engañar al conjunto de los ciudadanos, ha sido una constante en la actuación política de la Generalitat, y es lo que de forma más clara cuestiona su contenido democrático. Aun dejando de lado el marco constitucional, una exigencia mínima hubiera supuesto que los partidos independentistas, incluido CiU, desarrollasen su propaganda por la independencia con el objetivo de ganar el respaldo de una opinión catalana mayoritaria, mientras la Generalitat cumplía con su papel de órgano constitucional, encargado de garantizar la pluralidad de opiniones, de modo que los mensajes del sector público respondiesen de forma equilibrada al principio de libertad de expresión e información, de isegoría por volver a la polis. No ha sido así: todos los instrumentos de comunicación dependientes directa o indirectamente de la Generalitat, desde los informativos a los programas de humor y los documentales, se han consagrado desde septiembre de 2012 a allegar argumentos para la soberanía catalana y para impulsar la desconexión respecto de España.
Todos los medios de la Generalitat se han dedicado a impulsar la desconexión con España
Resulta inaceptable la excusa de que hubo en Madrid medios de comunicación dispuestos siempre a satanizar la idea misma de independencia, cosa cierta, igual que actuaron otros catalanes en dirección contraria, ya que si de algo cabe acusar al Gobierno de Rajoy es de pasividad, en espera siempre de que el procès se anulase por sí mismo. Incluso faltó al deber de utilizar sus recursos para analizar y exponer a la opinión ese desvío visceralmente partidista de la conducta institucional que estaba teniendo lugar en Cataluña. Ignoró que el constitucionalismo made in Spain ya no servía. El Gobierno de Mas pudo así invertir las relaciones entre quien recibe su poder y sus competencias de la Constitución y el Estado español, titular de la soberanía.
Debió de ser un hallazgo del magistrado Carles Viver, artífice al parecer de esta imaginativa estrategia (y de las siniestras preguntas de 2014). Desde un primer momento no se trató de reivindicar nada respecto del orden normativo que los catalanes votaron en 1978, sino de afirmar y consolidar la exigencia supraconstitucional de soberanía plena. La coartada de Viver a título personal, y de tantos más, es que vivía satisfecho con la reforma estatutaria, de la cual fue inspirador, suponemos que luciendo las condecoraciones de Isabel la Católica y del Mérito Constitucional, hasta que la sentencia restrictiva de este organismo sobre el Estatut le llevó a un giro copernicano. Es un argumento fácil, olvidadizo de que tal sentencia no fue obra de los conservadores, sino de los jueces progresistas, y que frente al recurso del PP, convalidó la gran mayoría de artículos, anulando 14 y reinterpretando otros, entre ellos el que ahora permitiría a la Generalitat organizar la consulta sobre la independencia. Ante todo pusieron coto a la pretensión de asignar competencias que interferían o anulaban las constitucionales reservadas para el Estado. Pero nada importó que la legalidad procedimental en el TC ni que sus resultados confirmasen gran parte del Estatut. Antes de leerlos, contó la humillación, y así de la respuesta en la calle de Som una naciò! surgió la nueva legitimidad, enfrentada a un Estado que ahora solo sería reconocido de dar luz verde al procès, léase de aceptar la secesión, a pesar de que el independentismo no fuese aún mayoritario. Diálogo no cabía.
Nada importó que el TC confirmase gran parte del Estatut; solo contó la humillación
¿Para qué indagar si esos catalanes, que en 2010 solo la apoyaban en un 20%, quieren la independencia? Prevalecen las esencias: Catalunya, la nación catalana, la exige. De ahí también que en su gestación, según el esquema de Viver, cuente antes alcanzar el objetivo deseado que averiguar la voluntad política de los ciudadanos. La labor de nuestro jurista se desarrolla en dos planos. El primero, poco glorioso pero muy eficaz, comparable a la de los abogados especializados en la defensa de la ilegalidad, tantas veces ilustrada por el cine americano, ha consistido en descubrir los resquicios de las normas y los posibles fraudes de ley para bloquear las actuaciones estatales de defensa del orden constitucional, denostadas además como judicialización, pues la ley no debe oponerse al “derecho a decidir”. El segundo, trazar los esquemas normativos e institucionales dirigidos a construir el Estado catalán independiente desde el interior de la autonomía, con el fin de articular la desconexión a partir del momento en que proclame la independencia un Parlament fruto de elecciones plebiscitarias. Menos de un 50% de votos independentistas rompen tal barrera en escaños. Las consecuencias reales para Cataluña y España, simplemente no importan.
Aun sin ser mayoritario, ese independentismo dispuesto ahora a sortear al Estado responde desde hace tiempo a la activación del efecto-mayoría, haciendo ver a todo ciudadano los inconvenientes personales de oponerse a la marea totalista, de homogeneización política bajo la estelada. La conclusión es sencilla: la canalización por vía constitucional de la presión independentista constituye el único recurso, ya casi imposible, para evitar la deriva antidemocrática en curso. A favor del menosprecio a las normas de dicha voluntad secesionista, avanza la construcción de una Catalunya dominada por un nacionalismo narcisista y maniqueo. De exclusión. Así las cosas, diálogo bien, pero sobre qué.
Antonio Elorza es catedrático de Ciencia Política.
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