El gurja
El arte es más grande que la vida, y la incomodidad que producen sus preguntas hace que uno sepa que ha entendido cosas que no podría explicarle (a) nadie
Vi hace tiempo Campo minado, la obra de la directora argentina Lola Arias protagonizada por seis combatientes de Malvinas, tres argentinos y tres ingleses. Soldados reales contando su guerra real. La obra avanza y retrocede, de modo que los espectadores saben lo que hicieron esos hombres antes, durante y después de la guerra. En un momento, Sukrim Rai, un gurja, cuenta lo que hizo en Malvinas. Los gurjas son nepaleses que sirven en la Armada británica, diestros en el uso del kukri, un cuchillo de hazañas desolladoras. Aquí, durante la guerra, la palabra gurja despertaba desprecio y pánico. Aún despierta. El de Rai es el relato de un guerrero que habla de su trabajo —matar— con respeto y serenidad. Al terminar, dice que cantará una canción de su país. La canción es bella. El auditorio, repleto de argentinos, lo aplaudió cálidamente. Yo, aún al borde del infarto emocional, no. Poco más tarde, se sabe qué hizo Rai después de la guerra. Si los otros soldados ingleses se dedicaron a la psicología y a enseñar a niños con problemas de aprendizaje, el trabajo de Rai es más difícil de encajar: es guardia de seguridad en una mina de oro en Ghana. Yo recibí la información como una patada en la nuca. Y ahí se detienen mis pensamientos y empieza todo lo demás. ¿Solo podemos comprender a quienes nos parecen aceptablemente probos? ¿Pueden los mercenarios cantar canciones de amor? ¿Qué hacer con la emoción que eso provoca: en qué me convierte esa emoción? Campo minado pone patas arriba toda idea acerca de consenso y memoria, y es una palpitante autopsia de la naturaleza humana: la de los combatientes, pero también la de los espectadores. Luminosos, llenos de rabia y podredumbre: así estamos todos. El arte es más grande que la vida, y la incomodidad que producen sus preguntas hace que uno sepa que ha entendido cosas que no podría explicarle (a) nadie.
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