Terror, relato y espectáculo
Las imágenes de un atentado no pueden hipnotizar; lo que hipnotiza es la narración
La visión de la sociedad moderna como un espectáculo más envolvente que en las culturas antiguas plantea dudas, y podríamos pensar que la cultura del espectáculo empezó a decaer hace tiempo y que ahora solo vemos sus ruinas humeantes.
Todas las sociedades iban marcando su temporalidad con una sucesión de fastos ritualizados. Basta con observar como dividían el año los griegos y los romanos, que conocieron de forma más intensa y vistosa que nosotros los espectáculos masivos. Recordemos a los griegos con sus olimpiadas, sus festivales de teatro y sus procesiones, o a los romanos con sus circos, capaces de albergar a tanta gente como los estadios de ahora.
Lévi-Strauss, que vivió largas temporadas entre los aborígenes brasileños, observó la misma tendencia al espectáculo entre las tribus que frecuentó.
La gente nacida a mediados del siglo pasado recuerda que cuando aún no existía la televisión las calles se ofrecían al paseante como un espectáculo permanente. Para los que se criaron en una sociedad vinculada a la parafernalia religiosa y su sentido teatral, el año estaba jalonado de fiestas destinadas a la contemplación y a la participación, con sus procesiones solemnes en todas las estaciones del año. Un mundo de oropeles que la Iglesia heredó del imperio romano, probablemente el sistema más asentado en la sociedad del espectáculo que ha conocido la historia.
El antropólogo René Girard basó buena parte de su visión integral del mundo en la mímesis a la que se someten continuamente las sociedades. Todos nos imitamos y en el fenómeno de la imitación tiene una importancia cardinal la mirada, es decir: el espectáculo que conformamos imitándonos sin cesar, especulando unos con otros, reflejándonos unos en otros.
Más que ser un atributo de la modernidad, el espectáculo sería una característica fundamental de todas las culturas de la humanidad, de antes y de ahora, que se mostrarían a sí mismas a través de la continua ritualización de sus espectáculos, algunos vinculados al terror. ¿Acaso puede concebirse un teatro más sobrecogedor que ver arder a una persona en una plaza mayor? En épocas pasadas, eso ocurrió en todas las ciudades de Europa, también en la impoluta Ginebra, donde quemaron vivo a Miguel Servet. Lo hicieron además con leña húmeda, y el suplicio se eternizó. Ya vemos que lo de quemar herejes ante la atenta mirada de la multitud, incluidos los niños, no fue un monopolio del catolicismo.
El filósofo Peter Sloterdijk vincula el terrorismo con la cultura del entretenimiento, y no le falta razón. El mejor ejemplo para verlo es recurriendo a la mecánica de la novela. Una novela puede entretener, pero no es un espectáculo, y es aquí donde hay que incidir para deshacer la confusión que ahora nos invade entre lo que es un relato y lo que es un espectáculo.
Pensemos en los atentados que ha padecido Europa y que padecerá. Si nos atenemos al espectáculo visual que suele trasmitir la televisión, tiende a ser ser bastante pobre. Apenas solemos ver cuatro o cinco secuencias repetidas hasta la saciedad, sin demasiada sustancia y mucha niebla. Las imágenes en sí no pueden hipnotizar a nadie, lo que mantiene hipnotizado al público es la narración que trasmiten puntualmente los diferentes canales: un relato de terror lleno de suspense, incertidumbre y caos. Uno está pendiente de la pantalla no por las imágenes en sí, no por el espectáculo, lo importante es el relato. Ningún espectáculo, por alucinante que sea, abduce de verdad si no se convierte en una narración inquietante, y eso es lo que buscan los terroristas: suplantar el gran teatro del mundo por su relato de sangre y terror. No es un problema visual, es un problema de narratividad. No vivimos en la sociedad del espectáculo, que tuvo su último momento álgido en la época de entreguerras con los desfiles de los nazis y los soviets. Dicho de otra manera: lo espectacular en sí es menos determinante que su narratividad. Más que vivir rodeados de imágenes, vivimos rodeados de relatos. Toda imagen sirve en la medida en que lleva implícito un relato (ahora ya se habla de “escritura fotográfica”). En nuestra época, todo es un relato de naturaleza mítica, sin olvidar que un mythos es un relato breve, denso y contradictorio, que se dirige a nuestra irracionalidad más que a nuestra conciencia, y que ha sido la forma de interpretar el mundo más insistente y duradera de la humanidad. Más que vivir en la cultura del espectáculo, vivimos en la sociedad de la mitología y los relatos.
Jesús Ferrero es escritor.
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