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MIRADOR
Columna
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Abramsky

No es una tarea fácil encontrar a gente que se eche de menos cada día

Manuel Jabois
Sasha Abramsky firmando ejemplares de su libro en 2015 en Nueva York.
Sasha Abramsky firmando ejemplares de su libro en 2015 en Nueva York. Brent N. Clarke (Getty Images)

Hay dedicatorias de libros que obligan a saber qué está pasando dentro. Ocurre con Entre visillos, la novela de Carmen Martín-Gaite: “Para mi hermana Anita, que rodó las escaleras con su primer vestido de noche, y se reía, sentada en el rellano”. Hace unas semanas di en casa con esta otra: “Este libro está dedicado a Chimen y Mimi Abramsky. Fuisteis, sencillamente, extraordinarios. Os echo de menos y os lloro cada día”. Leí la contratapa deseando con todas mis fuerzas que el libro hablase de Chimen y Mimi Abramsky; si no fuese así tendría que averiguar por otros medios quiénes eran.

No es una tarea fácil encontrar a gente que se eche de menos cada día. Fíjense en la Navidad: todos decimos que añoramos a nuestros muertos porque era el día en que los veíamos. Nadie dice: hoy, 12 de agosto en la playa de Montalvo, lloro por mis muertos; se echan de menos en la mesa, y alguno no repara en la ausencia hasta el brindis. De ahí la importancia de esa dedicatoria: por eso y porque la escribe un nieto, Sasha Abramsky, en una historia que titula La casa de los veinte mil libros, de Periférica y traducido por Ángeles de los Santos.

“Después de un prolongado declive físico, murió pacíficamente en su casa, agarrando una pequeña Biblia en hebreo encuadernada en cuero que mantuvo cerca en los últimos años de su vida”. Así despedía The Guardian en 2010 a Chimen Abramsky, muerto a los 93 años. Su mujer, Miriam, había fallecido en 1997. “7.40: Miri ha muerto”, escribe el 3 de abril de ese año Chimen en “tinta azul, con una letra casi microscópica”. No se fue a nadar, como Kafka.

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A través de esas vidas llenas de libros se escribe la historia de un siglo que termina ahora, con la muerte de Castro. Un desencanto asombroso y una pasión delicada por el particular Aleph que construyó el matrimonio Abramsky en una casa en la que cabía la historia del hombre explicada por él mismo. “¡Qué obra de arte es el hombre!”, exclama el Shakespeare de Hamlet en el epígrafe. Sobrecoge todo, desde la llamada del padre de Sasha a 9.000 kilómetros de distancia con el cuerpo de su propio padre delante, minutos después de morir, hasta la gigantesca ovación que recibe años antes el viejo Chimen al dar su discurso académico de Goldsmid Professor: “No soy más que un hombre pequeño” —medía 1,55—, “pero sé algo de historia”. Historiadores que, como los filósofos, adoptan la frase de Spinoza: “Ni reír ni llorar: comprender”.

Si quieren acabar bien el año, o empezarlo, conozcan la casa de los Abramsky.

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Sobre la firma

Manuel Jabois
Es de Sanxenxo (Pontevedra) y aprendió el oficio de escribir en el periodismo local gracias a Diario de Pontevedra. Ha trabajado en El Mundo y Onda Cero. Colabora a diario en la Cadena Ser. Su última novela es 'Mirafiori' (2023). En EL PAÍS firma reportajes, crónicas, entrevistas y columnas.

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