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Regreso al infierno del sexo

Viajamos a dos de los mayores burdeles de Bangladesh en busca de las mujeres que hace cinco años hablaron con EL PAÍS sobre su vida en ellos. Su situación ha empeorado

Shika posa en su vestido favorito sobre la cama en la que duerme y satisface a sus clientes.
Shika posa en su vestido favorito sobre la cama en la que duerme y satisface a sus clientes.Zigor Aldama

Hace cinco años, Bristi acababa de cumplir los 15. Ahora está a punto de estrenar los 18.

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El burdel al que se ha trasladado, el Town Brothel de Faridpur, no ha cambiado tanto. Sigue siendo el mugriento conjunto de edificios de hormigón de hace cinco años, cuando visitamos el lugar por primera vez para retratarlo en un reportaje que publicó EL PAÍS. Ahora las paredes están más sucias, porque los escupitajos del betel rojizo han trepado un poco más y los desconchones se han multiplicado. Hemos decidido buscar a algunas de las mujeres con las que compartimos varios días y descubrir cómo han evolucionado sus vidas. Sin duda, a pesar de que Bangladesh es uno de los países cuya economía más crece en el mundo, la suya no es una historia con final feliz.

Al contrario, la situación en los dos burdeles se ha deteriorado considerablemente debido a una constelación de razones que juegan en contra de las mujeres: los dibujos de preservativos sonrientes en las paredes han desaparecido con el fin de las campañas gubernamentales diseñadas para erradicar las enfermedades de transmisión sexual (ETS); el aumento de la desigualdad social ha provocado un estancamiento de las tarifas que los clientes de clase más humilde están dispuestos a pagar; y la lucha contra el tráfico de personas solo ha logrado que se disparen las cuantías de los sobornos que cobra la Policía —cuya presencia en los burdeles como clientes exentos de pago es habitual— para hacer la vista gorda y que las víctimas estén aún más enclaustradas.

Asha sabe bien lo que supone eso último. Estuvo esclavizada durante ocho años, y hace cinco también mintió. Dijo que tenía 20 años por miedo a que descubriésemos que todavía no había alcanzado la mayoría de edad. A diferencia de Bristi, ella nunca sonreía. Ahora, sin embargo, ha recorrido el camino contrario para cambiar el Town Brothel por el C&B Ghat y se siente libre. “Me violaron, me vendieron y me obligaron a ejercer la prostitución con 13 años”, recuerda en el pequeño cubículo de planchas metálicas en el que vive y trabaja. No muy lejos de allí las mafias le arrebataron la educación y la infancia. “Hasta el año pasado no logré saldar la deuda contraída por la compra de mi libertad”, añade sin reflejar ningún tipo de emoción, como si estuviese contando la historia de una desconocida.

Asha antes y ahora.
Asha antes y ahora.Zigor Aldama

Desde entonces, la vida de Asha ha cambiado en muchos aspectos. Ha sido madre. Y ha logrado ahorrar 50.000 takas (unos 600 euros) después de haber comprado un acre de tierra. “Antes no me pagaban nada por cada servicio. Me ganaba el derecho a comer y a seguir con vida. Ahora sólo tengo que compartir los ingresos con los intermediarios que traen clientes. Así que me gustaría poder retirarme en dos o tres años y construir una pequeña casa en ese terreno para que mi hijo no tenga que crecer en el burdel”.

De momento, el niño gatea desnudo por el barrizal en el que se convierten cuando llueve las callejuelas del C&B Ghat, situado a la orilla del río. Ella cuida de él siempre que puede, pero cuando tiene clientes otras compañeras se suelen encargar de él. A veces no le queda más remedio que tenerlo en la misma habitación en la que practica sexo y confiar en que no haga ruido ni memoria. “Más adelante igual quizá lo lleve a un lugar de acogida diurna”, avanza.

La ONG local Shapla Mohila Sangstha (SMS) gestiona dos de esos centros. El más pequeño, situado al otro lado de la calle en la que se encuentra el Town Brothel, ofrece actividades lúdicas y clases no regladas para los hijos más pequeños de las prostitutas. Es uno de los pocos lugares en los que pueden jugar y reír, porque con sus madres el drama y el abuso son continuos. Para visitar el edificio más grande, sin embargo, hay que recorrer cinco kilómetros hasta las afueras de Faridpur, donde se encuentra el centro que fue construido con el apoyo de la Agencia Española de Cooperación y Desarrollo (AECID) y Ayuda en Acción a través de la organización hermana en Bangladesh, Action Aid. Acoge a unos 30 chicos y chicas que residen en régimen de internamiento. “Aquí se les da una segunda oportunidad”, cuenta Chanchala Mondal, presidenta de SMS. “Van a la escuela y tienen prohibido regresar al burdel. Sus madres pueden visitar a sus hijos en el centro los viernes —festivo en los países musulmanes—. El objetivo es romper el círculo vicioso de la prostitución”.

No es fácil. De siete mujeres a las que entrevistamos hace cinco años, solo una ha logrado dejar el burdel. Hace un par de años, Julie protagonizó su propia versión de Pretty Woman al enamorarse de un cliente que se casó con ella y que la llevó a una zona rural en la que ahora, según cuentan sus compañeras, es feliz cuidando de una pequeña parcela de tierra. Para el resto, escapar es un sueño inalcanzable. Asha, por ejemplo, termina reconociendo que su objetivo de marcharse en unos años coquetea con la utopía. Porque solo cobra entre 100 y 200 takas por cada cliente (entre 1,15 y 2,30 euros), salvo que se quede toda la noche, en cuyo caso la tarifa puede llegar a los mil (12 euros). “El poder adquisitivo ha caído, así que apenas da para sobrevivir y comprar algo de ganja —marihuana—. Sin ella vivir aquí sería imposible”.

Afortunadamente, Asha no se ha hecho adicta a la yaba, otro de los estupefacientes que se han hecho fuertes entre las infectas paredes de los burdeles. Se trata de unas tabletas que combinan metanfetaminas y cafeína. “La gente se vuelve loca con ellas. Las chicas pierden el control y los hombres aprovechan para exigirles que hagan cosas que nunca aceptarían sin la droga”. De esta forma, se han integrado perfectamente en la estrategia de los proxenetas para ejercer su dominación sobre las mujeres.

En Bangladesh se puede comprar una niña por unos 100.000 takas (1.165 euros)

Y luego están los remedios caseros que hacen las veces de Viagra y cuya composición nadie controla. Se adquieren en pequeños chiringuitos que cobran forma a última hora de la tarde en precarias mesas situadas en las cercanías de los burdeles, y sus vendedores aseguran que las pastillas y los ungüentos valen para todo: desde combatir la impotencia hasta prevenir el sida. Finalmente, la última amenaza para la salud llega con las píldoras de Oradexon, un esteroide que se utiliza para engordar al ganado y que toman algunas de las 600 mujeres que ejercen actualmente la prostitución en Faridpur. Ninguna de ellas reconoce utilizarlas, pero todas saben de alguien que sí lo hace y paquetes vacíos aparecen aquí y allá. “A los hombres bengalíes les gustan las mujeres gorditas”, justifica Aleya Begum, una madame que ya ha cerrado el círculo de la explotación.

Como Asha y Bristi, Begum fue lanzada de niña al mercado del sexo. Creció como esclava entre pastillas de Oradexon y litros de alcohol hasta que obtuvo su libertad. Pero sin estudios ni familia, el único futuro que divisó estaba en el mismo burdel. Allí trabajó con la protección de un chulo hasta que, poco antes de la treintena, certificó lo que todas intuyen: a los clientes solo les interesan las mujeres más jóvenes, así que el resto tiene que bajar sus tarifas o acceder a prácticas sexuales consideradas antinaturales para poder sobrevivir. La otra alternativa es dar el salto al grado de proxeneta y vivir de la explotación de otras adolescentes. Y eso es lo que hizo Begum.

Hace cinco años, ella era una mujer idealista que dirigía una asociación de prostitutas que logró derechos antes inimaginables. Juntas consiguieron que se les permitiera salir calzadas a la calle, que se eliminase la palabra burdel del campo destinado a la dirección postal en el documento nacional de identidad, o que se autorizase su entierro en el cementerio para que no tuviesen que ser lanzadas al río cubiertas por una sábana. Después del brutal ataque islamista que redujo a cenizas el C&B Ghat, las mujeres hicieron piña. Pero ahora no es optimista, y reconoce que la división entre diferentes facciones se ha agudizado. La competencia es brutal y los escrúpulos brillan por su ausencia.

Bristi antes y ahora.
Bristi antes y ahora.Zigor Aldama

“Se puede comprar una niña por unos 100.000 takas (1.165 euros), dependiendo de su edad y de lo guapa que sea. Luego se suele subastar su virginidad por una suma que puede alcanzar los 10.000 takas. Y, finalmente, se puede hacer bastante dinero explotándola”, explica Mondal. “Curiosamente, el aumento del nivel económico en ciertos ámbitos no sirve para mejorar la situación de quienes menos tienen. Al revés, aumenta la codicia de los que quieren acceder a esas altas esferas y están dispuestos a cualquier cosa para lograrlo”. Begum asegura que ella no trafica con nadie, y que todas las chicas a las que ofrece protección y amistad ejercen la prostitución de buen grado. Pero el caso de Momo demuestra que esa aseveración carece de credibilidad.

Su nombre real es Mamataz, y esta vez no nos recibe en el C&B Ghat sino en la cárcel de Faridpur. Está condenada a 32 años de cárcel. En 2012 se convirtió en la primera persona sentenciada por tráfico de personas en Bangladesh, pero ella sostiene entre lágrimas que es inocente. Asegura que todo ha sido un complot de proxenetas rivales, como Begum, para quitársela de encima. Aparece al otro lado de una pequeña ventana enrejada con un ojo morado y escoltada por dos guardias armados con palos que le permiten exponer su versión de lo sucedido durante apenas diez minutos.

“Hacía tiempo que tenía problemas con otra madame del Town Brothel. Ella se quejaba de que mis chicas le quitaban clientes. Así que me acusó de haber traficado con algunas de ellas. Pero nunca hice nada parecido. Todas las que trabajaban conmigo eran mayores de edad, aunque es cierto que algunas habían sido rescatadas en redadas llevadas a cabo en India y Pakistán. Al regresar no lograban nada mejor, así que yo les proporcionaba ayuda. Sí, me llevaba una comisión por su trabajo, pero nunca compré o vendí a chicas”.

Sin duda, las pruebas que la han llevado a prisión no parecen muy sólidas. Los propios funcionarios del centro penitenciario reconocen que la fiscalía se basó exclusivamente en el testimonio de la presunta víctima de la trata, que era mayor de edad, y aseguran que podría haber sido comprada. El juez, sin embargo, consideró que el relato de la mujer era convincente. Así que ahora a Mamataz solamente le queda la posibilidad de apelar la sentencia.

Pero no tiene dinero para hacerlo. “El abogado más barato me pide 250.000 takas (3.000 euros) para llevar el caso, y yo no tengo ese dinero”. Es más, su único hijo está también en prisión por tráfico de drogas, y sus dos hijas son adolescentes que luchan por sobrevivir fuera del burdel. “En la cárcel hay mucha violencia y enfermedades. No sé cuánto podré durar”, se lamenta. Salvo que logre obrar un milagro económico, la única esperanza que le queda es lograr reducir la condena mediante su buena conducta: tres meses menos por cada año que no dé problemas entre rejas.

Aleya Begum antes y ahora.
Aleya Begum antes y ahora.Zigor Aldama

A pesar de las dudas que provoca su caso, Hapeja no siente ninguna compasión por Mamataz. Porque esta joven de 22 años ha sufrido la otra cara de la historia: la de mujer traficada. Y sus heridas todavía están abiertas. “Mi familia me casó cuando cumplí los 15 años con un hombre que exigía una dote que no podíamos pagar. Así que tuve que ir a Líbano como sirvienta para ganar algo de dinero y dárselo. Tardé dos años, y él se lo gastó todo en unos pocos meses. A partir de ahí comenzaron las palizas”. Cuando un hombre de confianza le ofreció un trabajo en una fábrica textil de Dacca, la capital, ella no lo dudó.

Mordió el anzuelo. “En realidad era un traficante que me vendió al burdel de Faridpur. La madame —cuya identidad no quiere revelar por miedo a represalias— me encerró durante cuatro días. Incluso después, me negué a mantener relaciones sexuales”. Pero Hapeja no pudo soportar las diferentes torturas a las que fue sometida, que le han dejado cicatrices por todo el cuerpo. Cedió al cabo de diez días. Hasta que el año pasado en una redada supervisada por SMS fue rescatada y devuelta a su familia. “Después de pasar diez días ingresada en un hospital creí que ya había acabado todo. Pero no fue así”.

Una mafia la secuestró poco después de haber interpuesto una denuncia contra su captora. Los delincuentes la llevaron a una comisaría donde la forzaron a firmar un documento con la ayuda de policías compinchados. Como es analfabeta, desconoce cuál es su contenido, pero SMS teme que sirva para desestimar el caso. “La corrupción política y policial hacen que la mayoría de los criminales nunca paguen por lo que hacen”, denuncia Mondal. En cualquier caso, la familia de Hapeja quiere pasar página y ya ha comenzado a buscarle un nuevo marido para que rehaga su vida. Pero la historia se repite. En esta ocasión, el hombre elegido le exige que gaste 100.000 takas, lo mismo que la madame pagó por ella, para construir una granja de pollos y pasar por alto el estigma que persigue a las mujeres que han ejercido la prostitución. “No veo salida”, confiesa.

Rojina hace cinco años y ahora.
Rojina hace cinco años y ahora.Zigor Aldama

Rojina es más optimista. Aunque en los últimos cinco años no ha logrado abandonar la chabola del C&B Ghat en la que nos conocimos, asegura que ha aprendido a apreciar las pequeñas alegrías de la vida en el burdel. “La clave está en interiorizar que somos unas putas a las que nadie va a querer nunca”, afirma con una tétrica carcajada. Con esa filosofía sin concesiones, considera que el último lustro ha sido fructífero. “Antes le tenía que dar todo lo que ganaba a la madame. Ahora solo necesito pagar 3.000 takas (35 euros) al mes por protección y otros 1.200 (14 euros) para la electricidad. Me he abierto una cuenta bancaria, ahorro unos 5.000 takas (68 euros) al mes, e incluso puedo enviar algo de dinero a mis padres”, enumera mientras se reclina en la cama para posar ante la cámara en la misma postura que adoptó en 2011.

Rojina es la mujer que menos ha cambiado desde entonces, en todos los sentidos. No en vano, durante el primer encuentro ya consideró que su reputación estaba arruinada, y que solo podía aspirar a hacer dinero con el sexo. “Hay quienes creen que eso es una tragedia. Pero yo pienso que es peor trabajar en una fábrica cosiendo ropa para extranjeros que van a pagar una burrada por ella y enriquecer a una banda de hijos de perra”, dijo. Ahora se reafirma en sus palabras, y en los burdeles de Faridpur no faltan quienes piensan como ella.

Shika tiene 16 años y es una de ellas. Ahora disfruta del mismo poder de atracción que Bristi ejercía sobre los clientes hace cinco años. Es alta, esbelta, todavía tiene los dientes relativamente blancos, y brilla en un anacrónico vestido marfil que le confiere un aura de princesa de cuento de hadas. “Por ahí abajo todavía no se ha dado nada de sí”, bromea de forma gráfica. Se mueve con un toque de altanería por los pasillos de ladrillo, consciente de que se puede permitir el lujo de elegir a sus clientes. Pero todo es fachada, un escudo psicológico, porque la vida de Shika es buen ejemplo del lado más oscuro del subcontinente indio.

La clave está en interiorizar que somos unas putas a las que nadie va a querer nunca

Rojina, prostituta

No en vano, ya es madre de una hija de dos años. La pequeña es fruto del matrimonio infantil al que fue obligada Shika cuando tenía 12 años. “Mis padres se separaron cuando yo tenía dos años. Como mi madre no podía cuidar de mí, pensó que lo mejor era casarme”, justifica la adolescente. La intención de su progenitora era evitar que cayese en las mismas redes de la prostitución que terminaron atrapándola a ella. Pero no funcionó. “Mi marido era un adicto a las drogas y le abandoné el año pasado”. Shika decidió entonces mudarse al Town Brothel con la niña y ayudar allí a su madre. “Ella tiene ya 32 años y apenas logra clientes. Yo, sin embargo, no tengo problema para conseguir unos siete al día. Así que ahora cuido yo de todas nosotras”, cuenta con orgullo.

Shika no es la única chica que trabaja con su madre en el burdel. A Lipi y Labonno les une el mismo parentesco y alquilan su cuerpo en el C&B Ghat. “Somos once hermanos y mi familia es pobre, así que me casaron cuando era una niña”, cuenta la madre, Lipi. “Mi marido murió de tuberculosis después de haber pasado una larga temporada en la cárcel, así que acepté la propuesta de una madame”, recuerda. En el burdel quedó embarazada de Labonno, que nació en la misma habitación en la que fue concebida. Después de haber cumplido los 17, sabe que no conseguirá escapar de esas cuatro paredes. “En un tiempo soñé con viajar al extranjero y huir de todo esto. Ahora me conformo con lograr que mi hermana pequeña —que tiene cinco años y está internada en el hogar de SMS— no tenga que vivir lo mismo que nosotras”.

La mayor amenaza que sufren todas es la que presentan las enfermedades de transmisión sexual (ETS). No en vano, las mujeres sufren lo que denominan la crisis del condón. “En un principio eran gratuitos, luego estuvieron subvencionados, pero ahora no hay ningún tipo de ayuda para obtenerlos y los precios han aumentado tanto que los clientes no quieren ponérselos”, critica Labonno. Aunque su precio sigue siendo de apenas unos céntimos de euro, sirve de excusa para practicar sexo sin protección, lo que augura un preocupante aumento de las ETS.

De siete mujeres a las que entrevistamos hace cinco años, solo una ha logrado dejar el burdel

“Se demuestra que las campañas de concienciación tienen un efecto puntual que desaparece cuando acaban. El Gobierno no destina medios suficientes a la educación de niños y jóvenes, lo cual puede provocar un grave problema en el futuro”, analiza Syamal Prakash Adhikary, cofundador de SMS y marido de Mondal. Por si fuese poco, la crisis económica global también ha hecho que los presupuestos de las ONG hayan caído en picado. “Las donaciones internacionales se han desmoronado, sobre todo tras la crisis de los refugiados en Europa, y es complicado mantener los diferentes proyectos que tenemos en marcha”, reconoce Farah Kabir, directora de Action Aid en Bangladesh. “Tratamos de compensarlo con aportaciones locales, pero no es suficiente”. Así, poco a poco la situación se va erosionando.

Afortunadamente, no todo ha empeorado en los burdeles de Faridpur. “Por ejemplo, aunque todavía se dan de forma esporádica, los ataques de islamistas contra prostitutas se han reducido”, cuenta Adhikary. Resulta sorprendente teniendo en cuenta que el integrismo religioso ha aumentado considerablemente y se ha convertido ya en uno de los principales problemas de Bangladesh. Claro que esa tranquilidad ha llegado, en parte, gracias a la construcción de un muro que separa el complejo del C&B Ghat del resto de la población.

En el prostíbulo del centro de la ciudad el sexo también se encubre de forma precaria. Para acceder a él hay que retirar los mugrientos harapos que esconden el mundo paralelo de las estrechas callejuelas del Town Brothel, donde solo las cabras que rumian las bolsas de basura retienen algo de inocencia. A pesar de que resuenan carcajadas y piropos, la esperanza de sus habitantes queda resumida en una frase que repiten entre risas varias de las protagonistas de este reportaje: “Esperamos que volváis a vernos dentro de cinco años. Aquí seguiremos si no hemos muerto”.

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