Hacia la normalidad
Un escenario políticamente tan fragmentado exige buscar pactos
El inicio de la ronda de consultas del Rey con las fuerzas políticas anticipa, tras la decisión del comité federal del PSOE del pasado domingo, la vuelta a la normalidad de un sistema político que permanecía bloqueado. Frente a los que hablan de restauración del régimen o intentan deslegitimar a las instituciones desde la calle, especialmente al Parlamento, la democracia se reivindica en sus procedimientos. Y uno de ellos, el fundamental para iniciar la legislatura, es la investidura de un jefe del Gobierno. La Constitución otorga tal relevancia a ese paso que, sin el mismo, las Cortes electas quedan disueltas y hay que votar de nuevo, como sucedió el 26 de junio.
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En una democracia las elecciones cumplen varias funciones. Uno: la competición limpia y justa entre fuerzas políticas permite la alternancia y legitima al sistema. Dos: al elegir parlamentarios, articula la representación política de la ciudadanía. Tres: al desencadenar el proceso de formación de Gobierno, permiten la puesta en marcha de las políticas que los ciudadanos han respaldado en mayor medida con su voto.
El fin último de las elecciones es permitir que los ciudadanos ejerzan, a través de sus representantes, su autogobierno. Pero, obviamente, el autogobierno solo es posible si los representantes de la ciudadanía son capaces de alumbrar un Ejecutivo. Esa normalidad se había roto en España, que lleva desde octubre de 2015 con un Gobierno interino. Y se había quebrado de forma grave, ya que los parlamentarios elegidos el 20 de diciembre fueron incapaces de garantizar la formación de un Ejecutivo, lo cual dio paso a unas segundas elecciones generales.
Frente a los que alegremente sostienen que votar nunca es un problema en una democracia, repetir las elecciones no solo representa un fracaso de los representantes, sino que constituye una anomalía democrática muy excepcional. El Reino Unido en 1974, Grecia en 2012 o Turquía en 2015 son algunos de los casos en los que se han repetido las elecciones, en general como consecuencia de graves fracturas políticas y una polarización social extrema. Hay, por tanto, precedentes de repetición de elecciones, aunque escasos y no muy halagüeños; pero no de unas terceras elecciones, algo que, de producirse, habría llevado a nuestro país a una situación de excepcional alteración democrática. Además, nada garantizaba que ese tercer llamamiento a las urnas hubiera hecho innecesarias unas cuartas elecciones, como si España solo fuera capaz de funcionar bajo un sistema bipartidista de mayorías absolutas, que es lo que la ciudadanía rechazó tanto el 20-D como el 26-J.
Alejarse de las terceras elecciones permite comenzar a restaurar la legitimidad de una democracia que solo puede basarse en la alternancia entre fuerzas políticas responsables y respetuosas con los procedimientos, el diálogo entre partidos y, especialmente en un escenario políticamente tan fragmentado, en la búsqueda de pactos. Implica que la intransigencia ceda el paso al diálogo y que se pueda entrar en la búsqueda de soluciones negociadas a los problemas más graves de España.
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