Comer en tiempos de guerra
El terrorismo de Boko Haram ha provocado una crisis humanitaria en Diffa que no hace más que empeorar. Esta región de Níger que ya era pobre antes de la guerra acoge hoy a cientos de miles de refugiados, desplazados y población local para quienes comer se ha convertido en un reto
Vivieron con tranquilidad hasta que unos hombres armados irrumpieron en sus ciudades y sembraron el terror. La huida fue apresurada y caótica, dejaron todo atrás: sus casas, sus granjas, sus medios de vida, sus objetos personales, sus amigos y vecinos. Perdieron incluso familiares durante la desbandada, pero no retrocedieron. Así llegaron a Níger, el país más pobre del mundo, donde tampoco es fácil sobrevivir: el terrorismo, que también cruza fronteras, ataca por sorpresa. Han perdido sus negocios y sus familias no están, o no están todos. A Mallam Baba Laminou le duele su hijo de nueve años perdido durante el asedio de su ciudad. Le sigue buscando. Fanta Makenta mira al vacío cuando relata cómo presenció el asesinato de su marido, su primogénito y su nuera. Y Alhaishi Moussa dio de comer hierbajos a sus 12 vástagos y sus dos esposas porque no tenían con qué alimentarse. Ellos son algunos nombres de los 2,4 millones de desplazados por la violencia de Boko Haram en Nigeria y sus fronteras con Chad, Camerún y Níger. No tienen dinero en los bolsillos y sí muchos traumas que reparar, pero su prioridad hoy por hoy es otra. Porque viven en Diffa, tierra inhóspita y hostil donde se enfrentan cada día a un difícil reto: comer.
Como Mallam, Fanta y Alhaishi existen más de 460.000 personas en situación de inseguridad alimentaria en Diffa, una región en el sureste de Níger, justo en la frontera con Nigeria más castigada por el terrorismo de Boko Haram. Este grupo de corte yihadista mantiene desde 2009 una guerra abierta con el Gobierno nigeriano porque quiere implantar la sharia o ley islámica en el país. Su terror ha causado 17.000 muertos y 2,4 millones de desplazados. Níger es, además, el último país en el Índice de Desarrollo Humano de la ONU, un indicador que se obtiene en función de la esperanza de vida al nacer, el nivel educativo de la población y el PIB per cápita. Solo un 12% de su territorio es cultivable y sufre un grave problema de desertificación, sequías y hambrunas recurrentes (la de 2005, una de las peores, dejó a cinco millones sin nada que comer) agravadas porque también es el país con la tasa de fecundidad más alta del planeta: 7,6 hijos por mujer. No salen las cuentas en Diffa, pues hay poco alimento para muchas bocas: las de las 600.000 personas que ya antes de la guerra vivían con dificultades y las de otros 302.000 refugiados, desplazados y retornados que han escapado del terrorismo yihadista más sanguinario de África.
Diffa es una tierra frecuentada por comunidades nómadas que pastorean sus cebúes y vacas en busca de pasto, una tierra donde se cultiva mijo, sorgo y maíz, donde crecen cebollas y pimientos y donde un día los pescadores faenaban sin miedo en el río Komadougou Yobe. Desde febrero de 2015 es también la tierra que Boko Haram asedia con descaro y sin descanso en su afán por expandirse, y que obliga a los granjeros a dejar sus campos sin cosechar y huir a otros lugares para salvar la vida. Desplazados por la fuerza en su propio país se unen a los nigerianos de la región de Borno, donde la situación es sí cabe peor, y a otros nigerinos que prosperaban en el país vecino y también han tenido que marchar. Nueve millones de personas en la cuenca del lago Chad están necesitadas de ayuda humanitaria y 6,3 millones sufren déficit nutricional, según las Naciones Unidas. En la región de Diffa dos de cada tres no saben si comerán, cuándo comerán y durante cuánto tiempo podrán hacerlo. El de los niños, un drama aparte: El fondo de Naciones Unidas para la infancia (Unicef) calcula que a finales de julio de este año, unos 14.000 menores de cinco años sufrían malnutrición aguda severa, de los que algo más de la mitad fueron admitidos a tratamiento.
En un contexto de crisis humanitaria rampante, la asistencia es fundamental, es la diferencia entre vivir o morir, pero las ONG y agencias humanitarias de la ONU están hastiadas de pedir unos fondos que no llegan para atender un éxodo interminable de población civil que se adelanta a sus propios movimientos. De los 70 millones de euros necesarios, solo se ha obtenido un 39%. "Cuando trabajamos con todas las organizaciones, cubrimos el 70% de las necesidades, pero no siempre todas las ONG tienen fondos. En los peores meses llegamos al 30% de la población", explica Ramazani Karabaye, jefe de la oficina del Programa Mundial de Alimentos (PMA) en Diffa.
Los más pobres entre los pobres son los destinatarios del contenido de docenas de camiones que salen de los almacenes de esta organización en el país. "La prioridad es clara: que todo llegue a su destino", sostiene Ramazani. En total se envían tres mil toneladas métricas de productos no perecederos cada mes. Para ello hay que mantener una logística impecable pese a los obstáculos propios de una zona de guerra o a las inclemencias del tiempo, como las inundaciones que se tragan carreteras enteras en época de lluvias. Pero llegan. Miles de sacos de cereales, arroz, sal, suplementos nutricionales para niños y latas de aceite se amontonan en otros almacenes más pequeños y cercanos a puntos de reparto desperdigados por todo el país. “Por barco llegan hasta Lomé, capital de Togo, y provienen de Estados Unidos, la Unión Europea, y países como Alemania o Francia donan también a nivel particular, pero una parte proviene de pequeños productores del país porque así beneficiamos el desarrollo local”, relata Yves Richard Rukundo, jefe de los almacenes del PMA en Niamey, la capital nigerina.
El almacén del PMA en Diffa presenta una febril actividad un sábado a finales de septiembre. Una docena de sudorosos mozos aúpan los sacos de alimento en tres camiones de gran tonelaje. Solo llevan las cantidades que se repartirán al día siguiente, pues dejar más de lo que se puede distribuir en una jornada implica que aumente el riesgo de saqueo. Ya ocurrió el pasado junio, cuando los insurgentes robaron seis toneladas de víveres. Una vez cargados hasta los topes, los vehículos hacen rugir sus motores y salen a la carretera nacional 1, que atraviesa la región y es, en realidad, la única asfaltada. A ambos lados de la comitiva, miles de chozas paupérrimas fabricadas con paja, ramas, cartones, mantas, telas y lonas de plástico blanco con el logo de ACNUR (la Agencia de la ONU para los refugiados) o de la Organización Internacional de las Migraciones.
Una de estas concentraciones es Chetimari, en el departamento del mismo nombre e idéntica a otros tantos pueblos fronterizos que están asumiendo la llegada de desplazados: de hecho, ACNUR calcula que el 80% de los desplazados está viviendo en localidades como esta, mientras que solo el 20% ha aceptado ingresar en un campo de refugiados. “Estamos trabajando como bomberos: damos los recursos a los lugares donde existe más riesgo de muerte”, asevera Belkacem Machane, subdirector de la oficina del PMA en Níger. Chetimari tiene 11.916 habitantes de los que unos 7.000 reciben asistencia del PMA.
Pese a esa pobreza, cuando los huidos llegaron, la aldea los acogió. "El jefe nos dijo que nos preparásemos para recibir a nuestros invitados y que cocinásemos para ellos”, recuerda Malkatum Maina Boukar, de 45 años y natural de Chetimari. Era 24 de septiembre de 2014 y se presentaron por miles. "Metí a unas 25 personas en mi casa, venían hombres, mujeres y niños solos y luego se fueron reencontrando", revive la mujer. La ayuda humanitaria llegó a los tres meses y hasta hoy no ha habido problemas de convivencia, asegura, aunque sí desconfianza y temor a Boko Haram. “No hay altercados, pero aún tenemos miedo porque no sabemos quién es quién, no sabes a quién estás ayudando”.
Moustapha y Maidougou Chetima, de 56 y 63 años, huyeron a la carrera de Damasak, una ciudad nigeriana cercana a la frontera que ha sido saqueada y quemada varias veces por los insurgentes. Fueron asistidos en Chetimari, pero pasaron hambre. “Era muy difícil comer. No percibíamos ninguna asistencia así que la gente de allí cocinaba para nosotros. Los niños iban a recoger la comida y la traían a casa, pero en mi familia somos siete y no daba para todos”, relata Maidougou. “Comía dos veces al día: por la mañana, espaguetis hervidos y, por la tarde, arroz con sardinas”.
Boko Haram se ceba con la infancia
Unicef estima que 14.338 niños sufren malnutrición aguda severa (SAM, por sus siglas en inglés) en Diffa. Los casos más extremos recuerdan a las peores imágenes de las crisis de Somalia o de Biafra. No hay hambruna y, al menos, ha llovido a base de bien este año y algo se ha podido cosechar, pero miles de niños no comen o comen mal. [Sigue este enlace para leer el reportaje]
Por la escasez y por la inseguridad que sentían, —Chetimari está a tres horas a pie desde Damasak—, estos ancianos decidieron instalarse con sus familias en el campo de refugiados de Sayam Forage, a 74 kilómetros de la frontera y con 6.624 registrados. "Llegamos muy flacos, yo era solo piel y me costaba estar de pie y ver de lejos", describe Moustapha. Hoy, con la vista recuperada y algo de peso extra, no se queja de la cantidad, pero sí de la falta de oportunidades y de variedad. "Como tres veces al día, y tenemos arroz, aceite y sal, pero no hay nada para hacer salsa. Necesitamos condimentos: cubitos Maggi, cebollas, tomate, especias...".
La falta de guarnición es una queja expresada de manera espontánea por todos los entrevistados del campo, mujeres y hombres. “No piden dinero, es gente acostumbrada a trabajar, económicamente independientes. Para ellos es impensable estar mano sobre mano”, opina Nicoletta Confalone, coordinadora de emergencias de Unicef en Níger. "Quiero algo de ayuda para volver a montar un negocio, empezar a ganar dinero y comprarme ropa y comida", sostiene Meleram Morouma, de 50 años, sentada en el patio de su choza de Sayam Forage. Ella, que vendía telas y perfumes en Damasak, se queja de cuánto le ha cambiado la vida Boko Haram. "En Damasak tenías carne, pescado, mercados surtidos y toda clase de productos. Aquí hay comida, pero no tengo dinero ni tiendas". “En los mercados casi no hay alimentos y además los precios han subido porque la gente que tenía que producir y ofrecer esos productos no ha podido cultivarlos por problemas de seguridad”, aclara Machane. Pura ley de la oferta y de la demanda.
Además, varios mercados importantes fueron prohibidos a raíz de los ataques de la secta islamista. Lo mismo que la pesca en el Komadogou Yobe, que separa ambos países, o el comercio con pimientos, dos actividades económicas fuertes en la región. El Gobierno consideró que suponían fuentes de ingresos de los insurgentes y la producción se redujo notablemente: hasta ocho millones de dólares se perdieron en 2015 por la paralización de estas actividades. “Hoy la pesca ya se permite de nuevo, pero sigue existiendo el peligro de que te maten en el río”, explica Nicoletta Confalone.
Entre la escasez, el abandono de los campos, la inseguridad y las prohibiciones, no queda mucho con lo que llenar la cesta de la compra. Y quien lo consigue es porque logra emplearse en alguna de las escasas granjas en funcionamiento o porque vende leña o alguna otra materia prima fácil de conseguir. El jornal no suele pasar de euro y medio.
Y como todo puede siempre ir a peor, en este inmenso grupo de personas necesitadas están quienes no tienen derecho a recibir ayuda porque no son suficientemente pobres. Boulla Boulama Cherif vive en otro asentamiento informal al borde de la carretera desde junio con sus seis hijos y el pasado septiembre recibió por primera vez unos sacos de arroz gracias a la Cruz Roja. “Lo que nos dan no es suficiente porque hay unas familias más grandes que otras, y todas reciben la misma cantidad”, se queja. Tiene una explicación: “Con los fondos disponibles no llegamos a todo el mundo, tenemos que hacer un mapeo de la vulnerabilidad de la zona y elegir solamente a los más pobres de entre los pobres, pero eso no significa, por desgracia, que el resto no lo necesite”, se justifica Machane con pesar.
Así subsisten familias como la de Fanta Makenta, de 53 años. Escapó de Damasak con su nieto de cinco años tras pasar dos meses prisionera de Boko Haram en una casa con otras 50 mujeres. Previamente, vio cómo durante el asedio los insurgentes asesinaban a su familia. Hoy vive con cuatro parientes en Chetimari y explica por qué no hay suficiente comida para todos pese a recibir los sacos de víveres del PMA cada mes: “Tenemos muchos vecinos que no reciben nada, así que compartimos con ellos”, resuelve la mujer con entereza. Pasa dificultades Fanta como las pasan sus vecinos. Ellos son los más vulnerables, los que no saben si comerán, pero también son los más fuertes: están logrando sobrevivir en una Diffa peligrosa, mísera, saboteada y amenazada por un conflicto que no pidieron y que no tiene visos de acabar.
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