Así llegué a Kapingamarangi
Como ya conté en el post anterior, tenía un objetivo: llegar a Kapingamarangi, un atolón remoto y aislado de la Micronesia, en medio del océano Pacífico, a 750 kilómetros del aeropuerto más cercano.
La Federación de Estados de Micronesia no tiene línea aérea propia y el único nexo de comunicación de Pohnpei -su capital- con el mundo exterior es un vuelo de United Airlines que en días alternos la comunica con la isla norteamericana de Guam.
Así que ese era mi primer objetivo: Guam.
Este post fue publicado originalmente el 21 de mayo de 2014 y se repone ahora dentro de la campaña de verano 2016.
Si ponéis ese nombre en un buscador veréis que hay varias combinaciones para llegar, todas caras, con muchas escalas y por tanto, agotadoras. Yo opté por ir vía Seúl con Korean Air.
Por no extenderme en este apartado os resumo el periplo aéreo: 48 horas de viaje, 24 de ellas en vuelo, las otras 24 haciendo posturas de faquir para tratar de descansar en aeropuertos de todo pelaje. Cinco escalas y cinco aviones diferentes. Incontables bandejas de plástico con comida de plástico, iguales para desayunar, comer o cenar. Un principio de gastritis. Ojeras como para acojonar a Drácula.
Boletín
Pero todo lo di por justificado cuando por la ventanilla del avión de United Airlines vi aparecer por fin allá abajo un hermoso islote verde y volcánico, con vegetación lujuriosa y rodeado por arrecifes de coral. ¡Por fin estaba en Pohnpei!
Bien… y ahora ¿cómo seguimos hasta Kapingamarangi?
Pues estaba claro: si no hay aeropuerto, si no llegan los helicópteros y si no hay línea regular de ferry, solo quedaba una opción: alquilar mi propio barco.
Por ejemplo éste: el Satisfaction Plus, un monocasco de 45 pies (13,7 metros de eslora), dotado con tres camarotes.
A través de Óscar, un amigo viajero, localicé a su dueño, Rodney Collier, un norteamericano que llevaba 15 años vagando por los mares con este navío y que ahora por motivos familiares estaba atracado en Pohnpei. Contacté con él, se ofreció a llevarme y cerramos un precio.
Rodney no había ido nunca a Kapinga, pero imaginé que tres lustros vagando en solitario por la mares era currículo suficiente como para fiarme de él y poner mi vida en sus manos. Porque una cosa es navegar costeando Ibizaen verano(cenando todas las noches en puerto, bien duchadito y arreglado con tus chanclas de diseño y con una botella de buen vino) y otra es meterse una travesía de más de 900 millas ida y vuelta (unos 1.600 kilómetros; como de Barcelona a Sicilia) en el océano más grande del planeta Tierra y sin posibilidad de rescate (Micronesia no dispone de salvamento marítimo que pueda operar más allá de 100 kilómetros de la costa). Si nos pillaba una tormenta fuerte podíamos acabar como Pi, pero sin el tigre (para los no cinéfilos, ver Life of Pi).
Zarpamos un viernes a las 15:00 de una tarde luminosa y dorada. La zona portuaria de Pohnpei es un desecho de chatarras embarrancadas. Se diría que hay más barcos semihundidos que flotando. Naves de todo tipo que un mal día chocaron contra el arrecife y tuvieron el hálito justo de vida para venir a morir a la costa. A bordo íbamos en total cuatro tripulantes: Rodney, sus dos ayudantes y un servidor.
Nick Brown era el primer tripulante. Tenía 30 años y era un hippie del mar. Esa fue al menos la primera impresión que me llevé al verlo en bañador, descalzo y con su larga y poblada barba rubio-rojiza de profeta bíblico. Ayudaba a Rodney y a cambio podía vivir en el barco. De él solo puedo decir maravillas: un tipo genial que incitaba confianza cuando lo veías manejarse entre mástiles, jarcias y pañoles.
Ryan Lutz, de 23 años, era el benjamín de la tripulación. Era muy tímido y apenas se notaba su presencia, pero siempre estaba donde se le necesitaba. También llevaba barba rubio-rojiza de profeta. Parecía el clon de Nick. Tanto que me costó dos días distinguirlos y llamarle a cada cual por su nombre.
La crónica de la travesía daría para un libro, pero quedaría feo semejante extensión en un blog. Solo decir que me pasé 11 días en la reducida superficie habitable del Satisfaction Plus; cuatro de ida, dos en el en atolón (volvía al barco a dormir) y cinco en el viaje de vuelta.
La ida fue más o menos placentera. Vientos suaves -hasta demasiado suaves- y escasas nubes. Océano por todos lados. Velocidad lenta, apenas 5 nudos, y eso que nos apoyábamos en el motor. Mis tres ángeles de la guarda se turnaban en la bañera, atentos a cualquier incidencia o cambio de vientos. Las rutinas diarias marcaban el discurrir de las jornadas: el desayuno con café y frutas al amanecer, lanzar los sedales para intentar pescar, un baño si el mar estaba calmado, la cerveza del almuerzo…
Y luego, la happy hour: al atardecer parábamos el motor, nos dejábamos llevar en el silencio de la navegación a vela y nos reuníamos los cuatro en la bañera para tomar un trago y comentar las incidencias del día mientras el sol se acostaba por la línea acuosa del horizonte. ¡Pura magia!
No menos memorable era el “momento noche”, oyendo música en el Ipod bajo una cúpula de estrellas tan cercana que la podías tocar. No había luna, pero la claridad permitía ver sin necesidad de linterna, tal era la luz que reflejaban aquellos millones de estrellas.
El regreso fue otra historia: de los cinco días que duró, tres fueron en medio de tormentas con aparato eléctrico y fuerteviento de proa, con rachas de hasta 50 nudos. ¡Una coctelera! El océano ya no era una balsa amigable de color azul sino un agujero negro y amenazador. Los golpes de mar zarandeaban al Satisfaction Plus como un palillo en una batidora. En dos ocasiones tuvieron que estar los tres tripulantes en la bañera durante toda la noche manejando la situación como mejor podían. Y un servidor agazapado allí con ellos, sin tocar nada (en un barco, si no eres marinero la mejor ayuda que puedes prestar es quitarte de en medio), amarrado con el arnés y acordándome del tigre de Pi. ¡Una estupenda batallita para contar a mis nietos!
¡Pero estoy adelantando acontecimientos! Volvamos al viaje de ida. Al cuarto día vimos a lo lejos, hacia el sur, una especie de protuberancia sobre la línea del horizonte. Como si una ola muy grande abombara el perfil llano del mar. Poco a poco la silueta se fue perfilando hasta que por fin comprendimos:
¡Era Kapingamarangi! La mismísima imagen del paraíso.
Buscamos el único paso que permite el acceso al interior de la laguna coralina, nos aproximamos con mucho tiento para no tocar fondo en algún arrecife y lanzamos el ancla frente al poblado kapinga.
¡Había llegado por fin al atolón de mis sueños/pesadillas!
¿Qué pasó entonces? ¿Salieron bellas muchachas polinesias ataviadas con faldas de hoja de banano a agasajarnos con collares de flores, como a Marlon Brando en Rebelión a bordo? ¿Docenas de canoas de nativos alborozados por nuestra llegada rodearon al Satisfaction Plus?
Eso… será una buena historia para contar enel próximo post (que saldrá el viernes).
Comentarios
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.