Que se sepa
Todo acto de terrorismo busca crear tantas víctimas como asesinos; se fabrican contándolo
En Mondragón instaló un cocinero vasco su restaurante antes de ser famoso. Allí trabajó un empleado de humor especialmente macabro que un día de 1996 le dijo a un cliente de confianza que en la cámara frigorífica tenía metido a Ortega Lara. El cliente le dijo que no: que Ortega estaba a un kilómetro y medio en una fábrica abandonada. Un año después al chico de los chistes se le congeló la sonrisa: el cliente tenía razón.
La exhibición del crimen, la naturalidad con que el terrorismo se enseña por pura vanidad. Hasta arrogándose lo que no le corresponde directamente, en un ejercicio tan despiadado como pueril; el “me dan igual 192 que 193” de Gabriel Montoya, el menor condenado por el 11-M, al enfrentarse a un guardia de seguridad. O la violación múltiple grabada de Pamplona, como tantas otras, para darle un sentido biográfico al delito: violar para contarlo. La moral y sus capitulaciones.
El terrorista de Alemania, por ejemplo. Que llama en un vídeo a matar infieles como si fuese líder de algo. Y se incluye, por parte de las fuerzas de seguridad, en ese conjunto vacío de radicalizados exprés, gente que en los últimos meses visualiza el paraíso preparado para los imbéciles que no solo creen en él sino que se accede con cadáveres. La marca ISIS, que no necesita de organización para ser la más organizada, y que se alimenta de algo tan incendiario como la vanidad: de un modo tan exasperante que uno llega a pensar que no muere realmente, y que le sobrevivirán millones.
En aquel restaurante del País Vasco, un hombre, que probablemente ni siquiera fuese uno de los secuestradores de Ortega, ejercía su derecho a la diversión por medio de la propaganda: el terror ha de expandirse, como tragedia o como farsa, aunque se corra el riesgo de frustrar un secuestro. En el terrorismo yihadista, la propaganda funciona como adhesivo: todo acto de terrorismo busca crear tantas víctimas como asesinos; se fabrican contándolo. Esa forma de terror tan poco exigente sólo necesita una pegatina que colocar a matanzas tan rudimentarias que se reivindican fruto de una inspiración: es el terrorista el que se presenta con los muertos en la puerta del Estado Islámico para entrar allí, y seguir su camino a la vida eterna.
Fue Valls el que dijo que nos tenemos que acostumbrar a que cada cierto tiempo nos maten indiscriminadamente. También al alarde; que el terror no solo actúe sino que también se engrase a nuestro lado, provocando al mismo tiempo el espanto de los que van a morir y la fascinación de los que van a matar. El terror como un diamante, en su forma más pura, respondiendo al chiste sobre Ortega con la realidad: está allí.
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