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El acento
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Lo que une al cangrejo rojo con la trucha arcoíris

La sentencia que impide comercializar el crustáceo muestra la dificultad de restablecer el equilibrio ecológico cuando media un beneficio económico

Milagros Pérez Oliva
Ejemplares de cangrejo rojo capturados en Isla Mayor (Sevilla)
Ejemplares de cangrejo rojo capturados en Isla Mayor (Sevilla)PACO PUENTES

Desde 1995, liberar en el espacio natural especies exóticas invasoras está tipificado como delito. Esta penalización pretende actuar como dique de contención para frenar lo que el programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente califica como la segunda causa de degradación de los ecosistemas: las invasiones biológicas. El problema es que cuando algunas de estas especies invasoras se aposentan en un territorio, alteran el hábitat en perjuicio de las autóctonas, y cuanto mejor se adaptan al nuevo medio, más difícil resulta erradicarlas. Algunas son tan exitosas en su afán colonizador que se convierten en el motor de una nueva actividad económica, en cuyo caso, además de su resistencia biológica, hay que contar con la de quienes saldrán perjudicados por su erradicación.

Es el caso del cangrejo rojo, que se ha convertido en la principal fuente de ingresos de Isla Mayor, un municipio sevillano de 6.000 habitantes que vive estos días con consternación la sentencia del Tribunal Supremo que obliga a incluirlo en la lista de especies invasoras que no se pueden comercializar. El cangrejo rojo se introdujo hace tanto tiempo — 1974— y ha proliferado tanto que ahora es la base de la economía local. Las tres empresas que lo comercializan ingresan más de 20 millones de euros al año. Tres de cada cuatro vecinos de Isla Mayor vive del cangrejo, y el cuarto teme también la aplicación de la sentencia porque vive del arroz y cree que cuando no se pueda vender, se extenderá por los arrozales. Para quienes viven de él, no hay especie más autóctona que el cangrejo rojo.

Alterar el equilibrio natural es fácil. Recomponerlo suele ser más complicado, especialmente en el caso de las especies introducidas con fines comerciales o lúdicos. Así ocurrió con la trucha arcoíris o la perca americana, que los pescadores defienden ahora con ahínco, o el arruí, una cabra procedente del Atlas que se introdujo en 1973 en la sierra Espuña porque su vistosa cornamenta resultaba más atractiva para los cazadores. Con la sentencia del Supremo, estos invasores han perdido el indulto del que gozaban y quienes de algún modo se benefician de ellos son ahora su principal aliado.

El problema es que si se permiten excepciones a las leyes de protección de la biodiversidad por razones económicas, ¿dónde ponemos el límite? Casi todas las medidas ecológicas tienen un coste o perjudican a alguien, y por esa regla de tres, siempre prevalecería la razón económica sobre la protección del medio ambiente. Con la ley no se puede hacer de la capa un sayo. El Supremo lo ha dejado claro en su sentencia. Pero restablecer el hábitat de las especies amenazadas genera a veces contradicciones. Y las mejores intenciones pueden tener efectos adversos. Los ecologistas que luchaban contra las granjas de visones rojos poco podían imaginar que los animales liberados se convertirían en una amenaza para ciertas aves que anidan en el suelo, cuyos huevos se comen. Cualquier intervención humana, incluida la que tiene por objeto restablecer el equilibrio ecológico, tiene consecuencias sobre el medio. Y el medio incluye también a los humanos.

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