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Tribuna
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Súbditos de la Administración

Una nueva ley sobre modernización y digitalización encierra graves restricciones de los derechos de los ciudadanos

En el fárrago de decenas de leyes con las que se despidió la última legislatura, ha pasado desapercibida para la opinión pública una muy preocupante reforma del procedimiento administrativo que, vestida con la indumentaria de la modernización y de la digitalización de la Administración, encierra graves restricciones de los derechos de los ciudadanos, impropias de un Estado democrático.

La Ley 39/2015, denominada redundantemente de Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas y que entrará en vigor si nadie lo remedia el 2 de octubre de este año, merma garantías básicas de un Estado de derecho y facilita la arbitrariedad de la Administración, sin que, al parecer, los redactores de la Ley, que dicen querer mejorar la seguridad jurídica, hayan sido conscientes del potencial efecto perverso de algunas de sus disposiciones, propios de un Estado autoritario, que ilustraré con tres ejemplos.

La ley impone a todos los ciudadanos sin excepción (artículo 18.1) un deber general de colaboración con la Administración, insólito en un país democrático. Ese deber significa a falta de previsión expresa, “facilitar a la Administración los informes, inspecciones y otros actos de investigación que requieren para el ejercicio de sus competencias”. Este deber rezuma un halo totalitario, fruto de una concepción en la que el ciudadano se encuentra sujeto al poder público con carácter general. Hasta ahora, como es propio de un Estado constitucional, el ciudadano solo estaba sujeto a colaborar con la Administración cuando una ley lo preveía expresamente y para fines específicos. Por ejemplo, la ley fiscal, para asegurar el cumplimiento de las obligaciones tributarias, la ley laboral para salvaguardar los derechos de los trabajadores, etcétera. Pero a nadie se le había ocurrido que una ley general pudiera permitir a cualquier autoridad pública imponer obligaciones de colaboración para cualquier ocurrencia de un alcalde, un director general o de un consejero autonómico.

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Más preocupante todavía es el régimen de las medidas provisionales (art. 56) que la Administración puede adoptar al inicio de un expediente, e incluso antes de oír lo que tenga que decir el ciudadano afectado. La adopción de medidas provisionales como el embargo preventivo de la cuenta corriente, el cierre de un local, la prestación de fianzas, se reconoce a cualquier autoridad pública, en cualquier procedimiento, aunque eso si piadosamente el legislador sigue recordando que habrá de hacerse proporcionalmente.

La Administración solo puede adoptar medidas provisionales cuando una ley especial así lo determina expresamente

No existe país democrático alguno donde se reconozca a la Administración ese formidable poder. En la actualidad y hasta que la nueva ley entre en vigor, la Administración solo puede adoptar medidas provisionales cuando una ley especial así lo determina expresamente. Por ejemplo, en materia de sanidad pública, frente a un contagio, o cuando se trata de defender la salud de los consumidores o usuarios, es lógico que la Administración pueda adoptar medidas provisionales, pues se trata de evitar un daño irreparable. Lo que no tiene sentido alguno es que se entregue a la discreción de cualquier autoridad pública la posibilidad de adoptar medidas cautelares equivalentes a las que puede tomar un juez y que son de una gravedad extraordinaria. El diario desfile de muchas autoridades por los juzgados de lo penal, debería haber conducido a los autores de la nueva ley a ser muy conservadores a la hora de construir una potestad administrativa que solo debería utilizarse, como ocurre en los países de nuestro entorno, en procedimientos tasados y en casos de urgencia inaplazable cuando están en riesgo bienes superiores, como la salud, la seguridad de las personas o la estabilidad del sistema bancario. Generalizar ese poder inmenso de imponer medidas contra el patrimonio de los ciudadanos o el ejercicio de sus derechos, antes de que se tramite y finalice el procedimiento administrativo, es como poner en manos de un inexperto en armas una bomba de racimo sin manual de instrucciones.

Por si estos dos ejemplos no fueran suficientes, la Ley 39/2015 (art. 70) nos sorprende con una nueva definición del expediente administrativo, que revela una mentalidad autocrática de la Administración más que preocupante.

El lector puede pensar que el expediente administrativo es una fruslería. No es así: el expediente es la documentación completa y ordenada de lo que la Administración ha hecho en el procedimiento. Lo que quiere decir: es la base para que el ciudadano afectado pueda defender sus derechos frente a la Administración. Hasta ahora, e incluso en pleno franquismo, se entendía por expediente todo lo que constaba documentalmente respecto a un procedimiento.

Lo que la norma legal dice es que el expediente es solo una parte de lo que la Administración ha hecho, “lo oficial”, que diría un castizo. El resto, es decir, lo que opinan los funcionarios, los borradores de documentos, e incluso los informes no solicitados por el responsable de la decisión, no forman parte de lo que debe conocer el afectado por la sanción o por la instalación de una actividad, o por la zona verde. Permítaseme un ejemplo para iluminar lo que la jerga de la ley puede oscurecer. El secretario o el interventor de un Ayuntamiento, figuras clave en cualquier corporación local, tienen la facultad de emitir informe concreto, si lo estiman pertinente. Pues bien, según reza la ley, el ciudadano no tiene derecho a conocer ese informe, si no es un informe pedido por la autoridad. ¿Para qué va a emitir un informe el custodio de la legalidad si se va a tirar al cesto de los papeles?

En estos años turbulentos, hay funcionarios públicos responsables que, a pesar de las presiones políticas, han tenido el valor de hacer constar su opinión contraria a lo resuelto por el jefe político. Esos informes hasta ahora quedaban incorporados al expediente. Quien estaba afectado, podía manejarlo y utilizarlo en defensa de sus derechos ante el juez.

No tiene sentido que quede a la discreción la autoridad pública adoptar medidas cautelares como las que toma un juez 

Sin embargo, el texto legal aprobado en la misma legislatura que la Ley de Transparencia dice ahora que no forman parte del expediente los “juicios de valor” emitidos por las Administraciones Públicas, que se entiende que son las opiniones de los funcionarios. Una ley del siglo XXI autoriza legalmente al responsable político de turno a expurgar el expediente, a censurar lo que otros han opinado y a él no le ha convenido. Así el ciudadano, y el juez que tiene que controlar a la Administración, se supone que vivirán más felices al encontrar un expediente electrónicamente depurado que cuente lo que el poder quiere contar, eso sí, con enorme transparencia.

Son tres ejemplos ilustrativos. Para otra ocasión dejo el análisis de la paradoja de que la Ley 40/2015, hermana siamesa de la Ley de Procedimiento, haya mantenido incólume la estructura de sociedades, entes de diverso pelaje, y fundaciones públicas, al tiempo que la Fiscalía denuncia y los tribunales penales condenan la opacidad de estas entidades y la falta de control en el manejo de los caudales públicos, como causa de comportamientos delictivos, que no son esporádicos a juzgar por la estadística criminal.

En una de las versiones del mito de Pandora se cuenta que la causa de los males de la humanidad se produjo cuando Pandora, desobedeciendo la prohibición de los dioses, abrió la caja donde se contenían todos los desastres. Esto mismo puede pasar con los bienintencionados funcionarios que han puesto sus manos sobre el procedimiento administrativo, confiados en que quienes tienen que aplicar cotidianamente la ley no harán un uso inmoderado de las armas que ellos mismos han cargado; en ellos ha podido más la arrogancia de la innovación que la prudencia en mantener hermético el recipiente que garantiza algunos derechos básicos de los ciudadanos.

Es de desear que se abra urgentemente un debate político, en la más noble de las acepciones de la palabra, sobre la oportunidad de urgente derogación de esas leyes. La nueva política no puede echar a andar con muletas propias, no ya de la vieja política, sino del antiguo régimen, sin convertir a los ciudadanos en súbditos del arbitrio administrativo.

José María Baño León es abogado y catedrático de Derecho Administrativo Universidad Complutense de Madrid.

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