Días de flamenco con Madonna
La bailaora Sonia Olla enseñó los secretos de este arte a la gran diva. El reflejo de su trabajo se ve en el actual espectáculo de la cantante. De ahí nació una cercana relación
"Madonna me miró y me dijo que tenía que hacer de ella. De los nervios se me resbalaba el micro de las manos. Se subió al escenario. Estábamos tres: ella, su repetidora (encargada de transmitirle mi trabajo) y yo. Me sentía arrinconada porque ella se fijaba en su repetidora y no en mí. Pensé que no me quería, que no le gustaba. Incluso que me odiaba. Un día olvidé por un instante que era Madonna y le toqué el brazo para explicarle una cosa. Lo hice como si fuese una bailarina más y le dije algo que le hizo partirse de risa. A partir de ese momento todo cambió”. La bailaora Sonia Olla (Barcelona, 1976) relata entusiasmada la anécdota que supuso el punto de inflexión en la relación con su jefa, la gran diva de la música. Desde que en mayo fue seleccionada para formar parte del Rebel Heart Tour hasta ese día, la catalana vivió en una montaña rusa de emociones. Impresionada por la magnitud del espectáculo y el hermetismo que rodea a una de las artistas femeninas más exitosas de la historia, y, al mismo tiempo, por el cariño y respeto que recibieron de Madonna tanto ella como su marido, el cantaor Ismael Fernández. Un afecto que culminó cuando ambos actuaron en el cumpleaños de la estrella, y que siempre estuvo guiado por el arte español más universal.
“¡Be free for the man!” [Sé libre para el hombre]. Eso fue lo que le dijo Olla a Madonna. “Le corregí. En el flamenco hay que pararse, y como no hablo muy bien inglés, yo lo que quería decir era que tenía que esperar a que se le acercara el bailarín. En flamenco es tan importante bailar como saber pararse y mostrar misterio. Y le solté eso de ser libre para el hombre. Madonna se meaba de la risa”. Ese desajuste idiomático rompió el hielo entre las dos mujeres. “Empecé a verla como entraba cada día a los ensayos, linda, simpática, sonriendo, pero ahora también en el escenario conmigo”. Se convirtió en un chascarrillo que la cantante usó como gancho de complicidad el resto de los días que pasaron juntas. Pero la aventura de la bailaora había empezado semanas antes. En su apartamento de Manhattan (donde reside desde hace dos años), cuando recibió un mensaje del bailaor Rafael Amargo, su amigo y mentor, con un enlace a una noticia de EL PAÍS en la que se anunciaba que Madonna buscaba bailaoras para su gira mundial. Descartó presentarse porque pensaba que quería otro tipo de artista, ya que ella se define como “flamenca radical, muy apretá”. “Hablé con mi padre y él me dio la fuerza que necesitaba”. Había una cola que rodeaba la manzana entera. Con ella iba Ismael, cantaor sevillano y su pareja sentimental y profesional. “Me vi allí con bailarines espectaculares de todo el mundo. Y ahí me puse yo, fum fá, tacatá, con mis zapatillas de deporte a mostrar mi flamenco”. Le dijeron que volviese al día siguiente con un minuto y medio preparado de La isla bonita (1986) y Olla les dejó impactados con su respuesta: “Yo voy a traer a mi marido, somos profesionales de España, y él es cantaor. Nada de playback, palmas”.
Al día siguiente tenían que bailar para Madonna. “Ella estaba allí, pero no recordamos mucho más, estábamos completamente bloqueados. Nos miró y nos preguntó de dónde somos, y le dijimos que de Barcelona y Sevilla. Bailé con todo lo que tenía, hasta se me cayó la peineta. Madonna me dijo algo así como ‘guau, no me extraña que se te haya caído’, y nos dijeron que ya nos llamarían”. También le preguntaron varias cosas, entre ellas su signo del zodíaco o cuánto tiempo llevaba con su pareja. Unos días después recibió el mensaje. Estaba dentro.
“Me citaron para lo que ellos llaman un workshop, una clase magistral. Pensaba que querían una bailaora para el tour, pero era para enseñarles. Le pregunté a Kevin Antunes, su director musical, y me respondió: ‘Con Madonna nunca se sabe”. Cada día al llegar a los ensayos les confiscaban los teléfonos para evitar filtraciones. Pese a ser una artista reconocida, que ha trabajado con los más grandes y que triunfa con su último espectáculo en Nueva York, Olla se quedó boquiabierta cuando comprobó las dimensiones del nuevo reto. “Ese escenario, que en realidad son tres y con las pasarelas son siete. Subirme allí, decir ‘hello everybody’ y que retumbase en esas naves inmensas. Esos bailarines, tan perfectos, y al mismo tiempo tan respetuosos. Madonna tiene un equipo maravilloso”.
A partir de ahí se sucedieron las anécdotas. Como la de sus zapatos. Tras un taconeo, Madonna le dijo: “¡Qué fuerte eres! ¿Qué comes?”. “Yo le dije, no, mira, son los zapatos de flamenco, estos son los mejores. Los miró y dijo: ‘Serán los mejores pero son muy feos’. Yo me puse roja, todos empezaron a troncharse. Ella llevaba unos Miu Miu divinos de tacón alto. Después me preguntó la talla para dejarme unos suyos pero tiene el pie más grande que yo”.
Ella vivió cerca de la diva la primera parte de los ensayos —el pasado junio en una nave Queens—, lo suficiente como para valorarla como profesional: “Es exigente a más no poder, pero porque da mucho más de lo que exige. Es superinteligente, yo pensaba que en un show así con tanto presupuesto le daban todo hecho. Pero ella revisa cada detalle. Tiene un oído increíble. La admiramos, y no por la fama de su nombre sino como artista. Tiene luz, carisma, algo que te cautiva. Ahora entiendo que sea quien es. Tira del carro, y la decisión final es siempre suya”.
Para Olla, la incursión de Madonna en el flamenco es lógica. “Le gusta experimentar, y esto es de lo más pasional e impresionante de ver en directo. Sin decirle nada le salían movimientos muy flamencos. Se nota que le apasiona y ha visto mucho”. La semana pasada cambió su pequeño teatro de la calle 14 por el Madison Square Garden para comprobar el resultado de su trabajo (repetirán cuando el Rebel Heart Tour llegue a Barcelona el 24 de noviembre), y no duda sobre la nota que pone a su alumna. “En un par de semanas de ensayo no puedes crear un bailaor, pero con el tiempo que tuvimos, a Madonna no le pongo un 10, le pongo un 1.000. Es rubia, clarita, dulce, pero al mismo tiempo fuerte y valiente. Me quedé con las ganas de darle clases particulares. Hubiera sacado mucho. A ella le nace, es artista. Pero no tuvimos más tiempo”.
Llegó el día de la despedida. Ella les dijo: “¿Estáis seguros que es vuestro último día?”. Volvieron tres días más. Trabajaron en una versión de La isla bonita, en la que Ismael Fernández grabó un cante que se escucha al final del tema en cada concierto. Les dio pena no haber actuado en la gira con ella. “Lo habrá hecho por algo, es su primer toque de flamenco. Todo a su tiempo. Sé que no es la última vez, volverá a probar de nuevo. Hemos tenido una energía increíble con ella y ella con nosotros. Su mundo nos llegó al corazón y por eso hemos trabajado con el corazón.”
Cuando pensaban que todo había terminado, recibieron una llamada. Madonna quería que actuasen en su fiesta de cumpleaños —el 16 de agosto cumplió 57— en su casa de los Hamptons (Nueva York, EE UU). Al terminar les aplaudió, abrazó y besó. Ellos se sintieron en familia. En el momento de soplar las velas, llamó a la bailaora. Se hicieron un selfie juntas que la cantante quedó en enviarle. Después Madonna se acercó al cantaor, que le dijo: “Gracias por todo, el flamenco nos une”. La diva le respondió susurrándole al oído: “Flamenco is amazing” [El flamenco es maravilloso].
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