Un grave error
El atajo electoralista del PP con el Constitucional empeora la situación
Las elecciones del 27 de septiembre no cerrarán las tensiones que vienen produciéndose en torno al conflicto planteado por el independentismo, cualesquiera que sean sus resultados, porque resolver el problema no es cuestión de una receta del último minuto. El Gobierno debería haber calibrado que los requerimientos de respeto a la legalidad expresados por la canciller alemana, Angela Merkel, o por el exdirector jurídico de la UE, Jean-Claude Piris, resultan más eficaces frente a los independentistas en Cataluña que tomar un atajo incierto para oponerse a su desafío.
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Si realmente no se respetan las decisiones del Constitucional, ahí existe un problema de fondo. La legalidad vigente confía esa tarea a los tribunales ordinarios, y en caso de que esa vía sea insuficiente, la democracia tiene que resolverlo. Tampoco ha de caer en saco roto la idea de que la excepcionalidad del desafío independentista a la legalidad requiere nuevos medios, a la altura de la alarma política creada.
Sin embargo, la iniciativa presentada por el Grupo Parlamentario Popular para cambiar la ley del Constitucional afecta a la calidad de una democracia que todos estamos obligados a preservar. La cautela y la prudencia que los partidos han observado para no tocar las vigas maestras del sistema constitucional, mientras no haya amplios consensos, se vienen abajo como consecuencia de esta irrupción en tromba del Grupo Parlamentario Popular.
Llevamos decenios defendiendo la necesidad de acuerdos para adoptar reformas políticas importantes, y es imposible negar esa consideración a una propuesta que afecta a la naturaleza y a las funciones del Constitucional. Es trascendente el intento de convertir un tribunal ajeno al sistema jurisdiccional en un órgano dotado de capacidades ejecutivas como los demás, y ese cambio de naturaleza se pretende por la vía de la máxima urgencia. Se quiere reforzar sus funciones administrativas, introduciendo así en los ciudadanos la desconfianza de que las instituciones son utilizables coyunturalmente como al poder le conviene. Las críticas inmediatas del PSOE o del líder de Ciudadanos constituyen la prueba adicional de que una operación como esta habría necesitado de un consenso previo.
Además, se hace por la vía de una proposición parlamentaria, de tramitación mucho más rápida que la de un proyecto de ley, y por tanto prescindiendo de los asesoramientos de instituciones como el Consejo de Estado y el Poder Judicial, indispensables en caso de que el Gobierno hubiera presentado un proyecto de ley. La tramitación de lo que no es sino una propuesta parlamentaria queda reducida a una mera formalidad. No resulta menos sorprendente que, a 26 días de la votación, se descubra que el Partido Popular puede acabar endosando el planteamiento nacionalista de que las elecciones autonómicas son un plebiscito y que por eso intenta armarse con un arsenal de normas en cuya necesidad no había caído antes.
Y lo que redunda en el error cometido es la participación del candidato del PP a las elecciones del 27-S, Xavier García Albiol, en la presentación de la propuesta, rematada con la zafia expresión “se ha acabado la broma”. Revela que el PP no valora bien la trascendencia de la decisión, ni calcula el riesgo de boomerang en forma de posible desprestigio del máximo intérprete de la Constitución. Usar el desafío independentista para las necesidades electorales no es propio de un partido responsable.
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