Ver, no ver
Tenemos que decidir si queremos ver o no. Lo que antes era un acto automático tras Internet ya no lo es
En Ver en estéreo (en inglés, Fixing my gaze), la neurocientífica Susan R. Barry cuenta cómo por primera vez a los 50 años fue capaz de ver el mundo en tres dimensiones. Estrábica desde que era un bebé, Stereo Sue —como la llamó Oliver Sacks— vivía en un mundo plano pero cotidiano. Nadie creía que un adulto fuera capaz de modificar su cerebro hasta el punto de aprender a ver en tres dimensiones hasta que se empeñó en conseguirlo a través de una pesada y minuciosa terapia visual. De hecho, ni siquiera se consideraba que las personas que no notan la realidad tridimensional se estuvieran perdiendo gran cosa.
La descripción de sus primeras experiencias en un mundo en estéreo es emocionante: “Un día de invierno (…) me paré de pronto. La nieve caía perezosamente a mi alrededor en grandes, húmedos copos. Podía ver el espacio entre cada copo, y todos los copos juntos creaban una bella danza en tres dimensiones (…) me sentía dentro de la nieve, entre los copos. Miré caer la nieve durante varios minutos y, mientras miraba, sentí una profunda alegría. Una nevada puede ser muy bonita, especialmente si la ves por primera vez”.
Que la tecnología nos puede ayudar a ver es algo que sabemos todos los que usamos gafas. Barry siguió un sistema muy simple basado en láminas, cordones y cuentas de colores, pero prototipos de videojuegos unidos a gafas de realidad virtual parecen estar consiguiendo buenos resultados. En el futuro quizá todos percibamos mejor el mundo.
La tecnología también puede conseguir que veamos lo que no queremos ver. Podemos mirar desde el móvil el asesinato de Virginia, las fotos robadas de Jennifer Lawrence desnuda, las decapitaciones de ISIS. También si nuestro marido está en los correos filtrados de Ashley Madison, a un menor hacer el ridículo en YouTube, los comentarios críticos en redes que nos destrozan la propia estima. Va a peor. Si en 2001 mi duda ética era si abrir un vídeo diminuto y borroso de gente lanzándose desde las Torres Gemelas, hoy el dilema es pinchar en la cuenta de Twitter donde un asesino publica en directo el vídeo perfecto de su obra macabra.
Como Barry, tenemos que decidir si queremos ver o no. Lo que antes era un acto automático (todo lo que salía en los medios era visible y venía de una fuente controlada), tras Internet ya no lo es. El acto cotidiano de ver ha pasado a ser una decisión activa, constante, agotadora. Y a veces una se pasa la vida buscando dónde ha dejado las gafas, porque para verlas hay que llevarlas puestas.
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