El artista
Fernando Trueba es una bendición para todo aquel tocado por su mano mágica de creador o de ser humano
Todos creían que Fernando Trueba tenía el Premio Nacional de Cine. Es lo único que se me ocurre para explicar que no lo hubiera recibido en los últimos 20 años, desde que, a mediados de los noventa, estaba claro que lo merecía. Alguien debió revisar la lista de galardonados y pensaría, pero, por favor, cómo es posible.
De niño Fernando quería ser Picasso, un deseo realmente excéntrico dentro de una humilde familia de ocho hermanos que vivía en un pisito del barrio de Estrecho de Madrid. Entre los hijos de Palmira y Máximo salieron un médico, un escultor, dos profesores, tres cineastas y escritores y un baloncestista y librero. No sé qué tipo de aire se respiraría en esa casa pero, desde luego, era aire del bueno.
Una tarde, en el cine Montija, mientras veía Ariane de Billy Wilder, tuvo un arrebato que ha sido una bendición para nuestra cultura: él se iba a dedicar a lo mismo que el hombre que estaba detrás de esa maravilla. De un modo muy particular, Fernando es una bendición para todo aquel tocado por su mano mágica de creador o de ser humano. Sé de lo que hablo. Fue el primer amigo que encontré en el cine y todavía es una impresionante fábrica de gente y de pasiones esenciales para mí. Él se ajusta con mucha precisión a la más noble definición de amigo, ese que se empeña en darte sólo alegrías.
Fernando es rarito, en el mejor sentido de la palabra. No le suena de nada Kim Kardashian y le viene justo para saber de qué hablamos cuando hablamos de Belén Esteban. No tiene móvil, ni está en ninguna red social, ni ve la tele que casi todos ven. A cambio, su instinto y su finura intelectual le permiten extraer lo mejor de las personas y de las cosas para crear pequeños paraísos a su alrededor. Es un artista que nos ha mostrado hasta qué punto la vida es una película mal montada y cómo el arte, la belleza, el amor y la risa nos pueden salvar de las pesadillas del mundo.
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