¿Dónde estás?
La veo –con su minifalda de lana de color violeta, con su abrigo largo, con sus botas altas- peinarme con delicadeza
La veo. No sé cómo, pero la veo. Sobre el escenario, a dos metros de donde estoy, un hombre canta una canción que nunca escuché antes y, mientras siento que los pies se me contraen como garras oscuras, que las uñas se me hacen pedazos, la veo. Mi madre con veintiuno, con veintidós años, su pelo negro aferrado por una peineta de carey, sus piernas fabulosas, riendo en una plaza, riendo rodeada de palomas, riendo con sus anteojos pop de sol azules enormes, los pómulos iluminados por una luz de leche clara, mirándome a mí, de un año apenas, de dos. Mi madre que no sabe la vida que tiene por delante, la muerte que tiene por delante, los hijos que tiene por delante, mi madre en esa ciudad de la que se irá pronto y en la que no volverá a vivir jamás, joven, fuerte, feliz, mi madre que no sabe que décadas después llorará sobre los restos de comidas tristes, que tendrá una hija impiadosa, que vivirá rodeada de dragones. La veo -con su minifalda de lana de color violeta, con su abrigo largo, con sus botas altas- peinarme con delicadeza, decirme así es como se hace el pan, y así es como se teje una bufanda, y así es como se hacen las tortas, y así es como alguien se entretiene en los días del invierno, y así es como se hace un ojal, y así es como se levanta un ruedo, y así es como se pinta un banco de madera, y así es como se recogen hojas de la parra, y así es como se hace un dulce, y así es como dispone un ramo de jazmines, sin decirme nunca nada, nada importante (cómo se ama sin aniquilar, cómo se perdura sin cansancio), y entonces, sobre el escenario, el hombre termina de cantar y dice que escribió esa canción cuando aún no tenía hijos —“cuando aún no sabía cómo era la vida con ellos”—, y todos aplauden, y yo aplaudo para no gritar o para no morirme o las dos cosas.
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