La llegada de Tyrion y el bendito gen-perro
Dar el paso para adoptar un perro no es que sea difícil, pero cuesta encontrar el momento adecuado. Que si el trabajo, que si pasas muchas horas fuera de casa, la responsabilidad que conlleva, las vacaciones, los viajes… Evidentemente piensas muchas cosas antes de asumir que una vida dependa de ti. Pero muchos nacemos con el gen-perro metido en el cuerpo, y sabemos que ese día tarde o temprano va a llegar. Bendito gen, la verdad, porque, aunque sea un tópico, cuando llega no te explicas cómo has tardado tanto en dar ese paso. Esta es la historia de la llegada de Tyrion, mi perro. Mestizo, es decir, un poco de aquí y otro poco de allá. Guapo a rabiar. Cuatro meses. Mordedor. Juguetón. Listo. Y una máquina de mear y cagar. En casa, claro.
Como decía, el gen-perro lo tienes o no lo tienes, y yo nací con él. Siempre he querido uno, y digamos que soy de esas personas que cuando se le mete algo entre ceja y ceja puede ser muy… “insistente”. Entrecomillo insistente porque es el eufemismo que utilizan en mi familia para no decir que puedo ser muy pesada.
Mis cartas a los Reyes Magos siempre incluían un caballo, una jirafa, una cebra y un perro. Imaginaba que si le ponía algo exótico a la petición, el perro parecería algo de lo más normal, e igual caía. Pero ni por esas. Mi padre siempre estuvo en contra. Decía que luego iba a ser él el que se iba a hacer cargo del animal y todas esas cosas que se les dicen a los niños. El caso es que cuando cumplí seis años mi madre aprovechó un viaje de trabajo de mi padre y en su ausencia cedió a mi insistencia y me regaló para mi cumpleaños mi primer perro. Cuando mi padre llegó de su viaje, su cara pasaba en segundos de la incredulidad al enfado y al derretimiento. Porque aunque él lo niegue todavía, se le caía la baba con Scrufy, que así fue como mi mini-yo decidió llamar a aquel pobre animal.
Scrufy no duró mucho en casa. No por mi padre, que como decía, acabó cediendo. También es un tópico, pero mira que los perros son listos. El mío decidió que por muchos mimos que yo le hiciera, el amo y señor de la casa era mi padre. Y ahí estaba siempre, a sus pies en el sofá. Cuando mi padre se levantaba, allí iba él. Le seguía a todas partes. Le miraba con devoción. Y aunque mi padre lo siga negando, yo sé que la adoración era mutua. El caso es que un día, Scrufy, que todavía tenía unos meses, salió corriendo detrás de otros perros y una moto lo atropelló. De aquella experiencia sacamos en claro, cómo no, la promesa de mi padre: “ni un perro más vuelve a entrar en esta casa”. Y así ha sido. Le tocó sufrirlo con el tiempo a mi hermano pequeño, que es tan “insistente” como yo, y a sus 20 años no ha conseguido derribar ese muro.
Los años pasaron y mis cartas a los Reyes Magos -y no tan magos- se rindieron a la evidencia. Después me fui a la Universidad, a Valencia, donde me mudé a vivir con mi segunda familia, mis tíos y mis primos, una especie de lotería que a algunos privilegiados nos toca en la vida. Entonces llegó Luna. Y Luna era… perfecta. Dicen que los perros se parecen a sus dueños, ¿no?, pues ella era eso, buena, simpática, guapa, juguetona, discreta, limpia… Solo le faltaba coger ella misma la fregona. Más que educarla, ella nos educó a nosotros.
Luna vivió 13 maravillosos años. Y su despedida fue devastadora. Aún ahora, casi tres años después de su muerte, cuando voy a Valencia y llamo al timbre me parece oírla correr hacia la puerta. Y claro, mis tíos sacaron la misma conclusión que mi padre: ni uno más vuelve a entrar en casa.
Así que el siguiente paso estaba claro, pero no sabía cuándo. Hace unos meses, una amiga colgó en un chat uno de esos mensajes virales que decía que se regalaban cachorros de Dálmata porque estaban a punto de sacrificarlos. Ese fue el momento en el que dije: ¡voy a salvar a uno! ¡O dos! Pero resultó ser un bulo, o más bien una broma pesada. El número de teléfono al que tenías que llamar para conseguir uno de esos pobres dálmatas rezaba en su Whatsap con letras grandes: NO TENGO NINGÚN TIPO DE PERRO Y NO CONTESTO LLAMADAS. Desde luego, a la pobre mujer le habían hundido en la miseria. El caso es que yo ya tenía el chip de salvadora y me lancé a rastrear protectoras.
Los datos me resultaron demoledores: cada año se abandonan 200.000 animales domésticos en España y existen unas 9.000 protectoras saturadas pidiendo a gritos una ayuda, pero de las responsables. Porque no quieren volvérselos a encontrar. He de decir que me topé con muchísimas que valían la pena pero di con una que me pareció maravillosa. Se llama Nueva Vida, y ahí encuentras perros de todo tipo: pequeños, medianos, grandes y enormes, cachorros o abuelos, con problemas o sanos como una lechuga. Algunos de raza o -la mayoría- con mezclas chucheras.Todos absolutamente especiales.Yo me quería quedar con todos. Y más cuando en tu investigación particular descubres que al año, de todos los perros abandonados, unos 10.000 acaban sacrificados porque resulta imposible encontrarles un hogar. Para echarse a llorar. Como decía, decidirse por "el elegido" fue un dolor de muelas. Los quería a todos. Pero tuve la suerte de que mi pareja se enamorara de Tyrion nada más ver su foto. Fue literalmente un amor a primera vista.
Y aquí nos tiene. Dedicados a él en cuerpo y alma mientras él, sin saberlo, homenajea a Scrufy, a Luna, y a este bendito gen-perro. Dicen que cuando recoges un perro abandonado él te devuelve el agradecimiento multiplicado por mil. Es cierto. Lleva dos meses con nosotros y no hay cosa que le haga más feliz que vernos entrar por la puerta. Aunque solo llevemos fuera cinco minutos. No sé de qué me extraño. Al fin y al cabo, Tyrion es un Lannister y, ya se sabe, ellos siempre pagan sus deudas.
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