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Tribuna
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China emprende su ‘plan Marshall’

Pekín invierte para conseguir que otros Gobiernos se ajusten a su política industrial

Desde 1980 hay una única constante en la política internacional: el ascenso de China. Pero la expansión de su poder económico es muy diferente de la expansión de su papel militar.

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El presidente Xi Jinping no tiene intención de desafiar la supremacía militar de Estados Unidos a corto plazo. Fuera del este asiático, a China le resulta útil la hegemonía militar convencional de los norteamericanos, porque reduce el peligro de un conflicto mundial que podría perjudicar su desarrollo económico. En aquellas regiones en las que Washington rehúye el conflicto, sobre todo en Oriente Próximo, los dirigentes chinos se muestran reacios a aceptar nuevos costes y riesgos. A Moscú le gusta hacer demostraciones de fuerza, pero Pekín prefiere ir adquiriendo peso de manera discreta.

En Asia, el presidente Xi ve que el hecho de encontrarse ante una China más decidida ha animado a sus vecinos, incluida India, a estrechar lazos con Washington. Y ahora que las reformas en el país están frenando la economía, las autoridades chinas intentarán evitar cualquier daño innecesario a las relaciones comerciales con Japón, la tercera economía del mundo. China seguirá provocando a otros vecinos más pequeños, en particular los que no son aliados de EE UU, como Vietnam. Desarrollará nuevas capacidades informáticas, en parte porque benefician a sus empresas. Este mismo año, Pekín endurecerá su postura respecto a Taiwán, pero las autoridades chinas consideran que ese es un asunto de política nacional, no exterior. Es decir, China no va a provocar una crisis de seguridad deliberada en ningún sitio que pueda tener repercusiones negativas para sus negocios en un momento tan delicado para el crecimiento y la reforma económica.

Otra cosa es la creciente influencia económica de China. Pekín ha lanzado un ataque frontal contra el orden económico encabezado por Washington al ofrecer al mundo nuevas instituciones y nuevas alternativas a las inversiones y los niveles tecnológicos de Estados Unidos (además de que la moneda china también está ampliando su presencia). Ningún otro país del mundo puede utilizar con tanta eficacia el poder económico estatal para extender su influencia.

Después de las largas y costosas guerras de Irak y Afganistán, los estadounidenses quieren que su dinero se invierta en casa, y no van a apoyar otro gasto de política exterior de semejante dimensión. Por el contrario, el Gobierno de Obama recurrirá cada vez más al dinero como arma, a usar el acceso a los mercados de capitales (la zanahoria) y las sanciones específicas (el palo) para forzar determinadas situaciones sin enviar tropas ni dinero de los contribuyentes a lugares conflictivos. Sin embargo, esta estrategia no amplía la influencia de EE UU, sino que complica las relaciones con los aliados, porque sus empresas, bancos e inversores acaban atrapados entre dos fuegos.

China también tiene necesidades urgentes de gasto interior. Tiene que construir la mayor red de seguridad social del mundo, invertir en infraestructuras de vanguardia para crear nuevos puestos de trabajo y sostener el crecimiento, y limpiar la contaminación del aire y el agua. Pero las inversiones del Estado, en China, no están sujetas a controles democráticos y ni siquiera tienen por qué ser de conocimiento público. Xi parece creer que las rivalidades dentro del partido son manejables y que las reformas cuentan con el apoyo general de la población. Todavía es posible invertir las inmensas reservas de divisas extranjeras que tiene el país con una mínima resistencia política.

El Gobierno de Obama recurrirá cada vez más al dinero para forzar determinadas situaciones

Las repercusiones para el Consenso de Washington son cada vez más evidentes. A diferencia del plan Marshall, China no está dedicando su dinero a difundir la democracia liberal y el libre mercado, condiciones que se exigían a los receptores de la ayuda estadounidense en la posguerra. China firma sus acuerdos con los Gobiernos casi siempre de forma individual para sacar el máximo provecho a su poder negociador, y sus propósitos principales ya no son garantizar el suministro a largo plazo de materias primas y crear oportunidades para las empresas y los trabajadores chinos en otros países. Hoy en día, Pekín invierte para conseguir que el máximo número posible de Gobiernos extranjeros se alinee con la política industrial china en sectores estratégicos, regulación de telecomunicaciones e Internet y arquitectura y normativas financieras, así como para fomentar un mayor uso del renminbi.

El hecho de que en los últimos tiempos Pekín haya conseguido incorporar a aliados de Estados Unidos como Gran Bretaña (y tal vez Japón) al Banco Asiático de Inversiones en Infraestructuras representa un cambio trascendental en la influencia internacional de China. La inclusión de tantas economías desarrolladas garantiza que la capacidad de decisión de Pekín será limitada, pero también indica que China se ha convertido en un “prestamista en primera instancia” de categoría mundial para una lista de Gobiernos necesitados que no deja de crecer. Esa legitimidad reforzará el dominio chino en otros proyectos, como la Ruta Terrestre y la Ruta Marítima de la Seda, que pueden ampliar la influencia comercial del país en Asia, Europa y el Mediterráneo.

Muchos estadounidenses han creído siempre que China, un día, acabará por adaptarse a los criterios políticos y económicos de Occidente, so pena de sufrir una implosión de estilo soviético. Esa teoría parece hoy más equivocada que nunca. Lo más probable es que EE UU y China compitan por el influjo económico en el mundo, una rivalidad que obligará a todos los demás países a tomar difíciles decisiones económicas.

Ian Bremmer es presidente de Eurasia Group y autor de Superpower: Three Choices for America’s Role in the World (Portfolio, May 2015).

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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