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INFORME OI | LA REALIDAD DE LA AYUDA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Cooperación al desarrollo, política en construcción

Es imprescindible aprender de los errores del pasado, por falta de planificación así como de presupuesto, para consolidar la política pública de desarrollo del futuro

Pasados treinta años desde sus titubeantes inicios, cabría esperar que la cooperación para el desarrollo en España alcanzase ya a estas alturas su madurez como política pública. Es decir, que fuese una política capaz de haber decantado prioridades relativamente consistentes en el tiempo, de disfrutar de un presupuesto consolidado, sólo marginalmente sensible a las influencias de la coyuntura, de disponer de un marco institucional sólido y engrasado, con un cuadro de profesionales especializados en su gestión. No es este, sin embargo, el diagnóstico que emana del estado presente de nuestro sistema de cooperación. Más bien, lo que se observa es un inestable presupuesto, sometido al albur de la coyuntura, unas instituciones poco dotadas y con limitada articulación y un personal que se debate entre el desánimo y el voluntarismo.

Que estemos donde estamos es fruto de una conjunción de factores diversos y apunta a responsabilidades que están bastante distribuidas, aunque no con igual peso, entre el dilatado espectro de quienes formamos parte del sistema de cooperación. No se trata con este juicio de animar a la catarsis colectiva, pero sí de aprender del pasado como condición para cualquier proyección deseable de futuro.

Empecemos por decir que la errática senda seguida por las asignaciones presupuestarias a la política de ayuda no contribuyó a asentar el sistema de cooperación, ni a otorgarle un horizonte de medio plazo al que encaminarse. A períodos expansivos siguieron etapas fuertemente recesivas, sin que en la evolución se avizorase tendencia alguna a definir la dimensión y el estatus que se le quería reservar a esta política pública. Tanto el signo de la coyuntura económica como las cambiantes prioridades de la agenda política del gobierno de turno alentaron las etapas de regresión, sin que –bueno es decirlo– los recortes o retrocesos comportaran excesivo coste para quienes los aplicaron.

No fueron mucho más provechosas las etapas de expansión, que vinieron animadas por visibles malformaciones en la composición de la ayuda (crecimiento de los créditos FAD a comienzos de los noventa o de la ayuda multilateral en el 2005-8) que hubieron de corregirse posteriormente. El último de los episodios de expansión (2004-2008) vino caracterizado por un crecimiento irreflexivo y desordenado, en el que la ausencia de capacidades se pretendió sortear con el recurso intensivo a la externalización de la gestión, como forma de alcanzar en el menor plazo de tiempo objetivos cuantitativos que, al cabo, se revelaron, quiméricos.

Parte de la responsabilidad es, pues, de los gobiernos, que se han revelado incapaces de asentar una senda de consolidación y crecimiento del sistema de cooperación, pautando la ampliación de los recursos con el necesario desarrollo previo de las capacidades técnicas, humanas e institucionales requeridas para una gestión solvente. Gobiernos incapaces de comprometer objetivos susceptibles de superar la temporalidad del ciclo político, en beneficio de una política que, por su propia naturaleza, ha de entenderse como de medio y largo plazo. Pero, también responsabilidad de la sociedad civil que, con demasiada frecuencia, ha hecho de los objetivos cuantitativos el mantra de su reclamación a los poderes públicos, sin consideración de los pasos previos que todos –incluidas las propias ONG de Desarrollo– habían de dar para hacer esos objetivos posibles. La urgencia por el crecimiento se impuso a la más pausada senda que impone la genuina construcción de capacidades. Pareciera no entenderse que esta última requiere de plazos relativamente dilatados de tiempo, de dinámicas acumulativas que no pueden ni improvisarse, ni suplantarse con remedios de urgencia.

Todo ello en un sistema, como el de cooperación, que ha revelado a lo largo del tiempo una inopinada querencia por las fórmulas endogámicas y auto-referenciales. Poseedores de una jerga propia que no siempre es entendida, nos hemos lanzado a construir un discurso que sólo a nosotros mismos tenía como destinatarios. Con demasiada frecuencia, pues, se predicaba para convencidos; y no en pocas ocasiones con ese tono de superioridad moral de quien se siente depositario de esos grandes principios humanitarios que nutren la retórica de la ayuda.

Mientras, el grueso de la sociedad discurría ajena o distante. Se hablaba de la condición del mundo en desarrollo, evocando lejanas geografías, pero la dinámica de la reclamación y de reclutamiento de voluntades se ceñía al estrecho perímetro de lo doméstico. Con ello, hemos empobrecido el debate sobre el desarrollo y nos hemos despreocupado del respaldo social requerido para hacer de la ayuda una política vigorosa.

Tras treinta años de experiencia y veinte de existencia de La Realidad de la Ayuda, estamos atravesando en la actualidad un momento crítico. El adelgazamiento presupuestario está dejando a la política de ayuda sin apenas músculo para activar las transformaciones a las que está emplazada. Todo ello en un contexto internacional que requiere coraje y ambición. Coraje para pensar de nuevo la cooperación para el desarrollo. La dinámica de “ellos y nosotros” en que se basó la ayuda ya no es sostenible, porque buena parte de los problemas a los que hay que hacer frente son hoy compartidos. Coraje, pues, para el cambio. Y ambición para abordar una agenda que ha de ser forzosamente amplia, requiriendo del trabajo colaborativo de una multitud de actores.

Se trata, en definitiva, de sentar las bases de una política pública global de desarrollo que se proponga garantizar mínimos estándares de protección social universal, la convergencia en los niveles de desarrollo de los países a través de modelos sostenibles y la provisión de los bienes públicos internacionales que la sociedad demanda. Una política pública, no tanto porque la hagan los Estados, sino porque se despliegue en el espacio de lo público, donde se dirimen los intereses que son socialmente compartidos. Para llamar a la sociedad a esa tarea se requerirá de una nueva narrativa que, alejándose de la idea unilateral de la ayuda, subraye el sentido de cooperación, de trabajo en común al que estamos emplazados. Al fin el desarrollo no sólo es una tarea de todos, sino de todos conjuntamente. Ojalá que La Realidad de la Ayuda sea una útil herramienta –como lo fue en el pasado– para pensar ese cambio.

José Antonio Alonso es Doctor en Ciencias Económicas y catedrático de Economía Aplicada en la Universidad Complutense de Madrid. Está especializado en crecimiento, desarrollo y relaciones económicas internacionales. Es vocal experto del Consejo de Cooperación para el Desarrollo y forma parte del Committee for Development Policy de ECOSOC, de Naciones Unidas y del European Advisory Group of the Bill and Melinda Gates Foundation

Esta opinión ha sido recabada por Oxfam Intermón con motivo del 20 aniversario de la publicación del primer informe La realidad de la ayuda de la organización, así como de las movilizaciones en España por el 0,7 que reclamaban que los fondos destinados a países en desarrollo supusieran ese porcentaje del PIB.

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