La cooperación del futuro ya está aquí
La crisis del ébola ayuda a entender los mimbres del liderazgo que requiere hoy nuestro planeta. No hace falta poseer una silla en el Consejo de Seguridad de la ONU para saber que los problemas de África occidental son los problemas de todos
Desde 1976 y hasta que la crisis actual comenzó, se habían producido veinticuatro brotes de ébola en siete países africanos. En ninguno de los anteriores al que estamos viviendo ahora el número de casos superó los 500 infectados y los 260 muertos. Los tratamientos preventivos y paliativos contra el ébola quedaron enterrados en un cajón, atrapados por un modelo de innovación farmacéutica disfuncional cuyos incentivos difícilmente cubren una enfermedad rara, remota y sin cuota de mercado.
Pero muchos temieron que el salto de un brote puntual a una epidemia regional era solo cuestión de tiempo. En el momento de escribir estas líneas, el virus se ha cobrado ya 13.241 víctimas y 4.950 muertos en Guinea, Liberia y Sierra Leona —tres sistemas sanitarios fallidos—, y ha puesto en estado de alerta a las autoridades sanitarias de medio mundo. Muchos otros enfermarán y morirán antes de que esta emergencia empiece a ver el final del túnel.
La crisis del ébola ilustra de manera nítida los riesgos de la salud global en el siglo XXI, en el que la fragilidad de los sistemas de salud y las distorsiones del modelo de innovación farmacéutica escapan con mucho a las fronteras nacionales. Las patologías propias "de los países pobres", como la malaria, conviven hoy con un fenómeno global de enfermedades "de la pobreza" que se ajusta menos a los cánones geográficos que a la desprotección de los pacientes frente al riesgo. Desde el ébola y el Chagas hasta el cáncer y la hepatitis C, los de abajo padecen la ausencia o el precio de los tratamientos en Conakry y Cochabamba, pero también en Barcelona, Shangái y Chicago. Y sus sociedades deben asumir el riesgo que esto conlleva.
Si esto es cierto, la cooperación internacional es mucho más que un ejercicio ético circunstancial. Se trata, en primer lugar, de un intercambio de conocimiento en el que ambas partes están interesadas, aunque con intensidad variable. Considerando que varios miles de pacientes de Chagas procedentes de América Latina viven hoy en ciudades europeas y norteamericanas, invertir en los tratamientos que frenen el avance de esta enfermedad supone un beneficio directo para los afectados y un ahorro considerable para los sistemas de salud de los países en los que viven.
En segundo lugar, incluso cantidades pequeñas de ayuda al desarrollo pueden convertirse en un catalizador de los recursos y las capacidades locales. Numerosos países de África subsahariana —como Mozambique, Nigeria y Angola— cuentan con recursos naturales y una clase media creciente que pueden aportar la parte que les corresponde al esfuerzo de su propio progreso. La ayuda contribuye a apuntalar el buen gobierno que optimice el interés común, fortaleciendo los mecanismos de control y estableciendo reglas equiparables para un juego económico que es global desde hace mucho tiempo.
La cooperación, finalmente, constituye un mecanismo barato y eficaz de construir la reputación de un país y de responder a sus obligaciones frente a la comunidad internacional y frente a sí mismo. Una vez más, la crisis del ébola ayuda a entender los mimbres del liderazgo que requiere hoy nuestro planeta. No hace falta poseer una silla en el Consejo de Seguridad de la ONU para entender que los problemas de África occidental son los problemas de todos.
Gonzalo Fanjul es director de Análisis del Instituto de Salud Global de Barcelona (ISGlobal).
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