¡Es la tierra, estúpido!
La usurpación del terreno a sus legítimos propietarios es uno de los problemas que hay que resolver para pacificar Colombia
¿Qué imaginan ustedes cuando menciono lugares como El Porvenir, Tranquilandia o Tamarindo?. Probablemente su cabeza les lleva o bien a urbanizaciones de lujo marbellí o bien a exóticas fincas en junglas tropicales o incluso a la ficción donde desarrollan su vida imaginaria personajes literarios. Estos lugares de nombres tan esperanzadores son reales en las zonas rurales de Colombia y alguna vez, hace mucho tiempo, albergaron frutales, ganado y vidas tranquilas y esforzadas de campesinos.
La historia por la que sus habitantes lo perdieron todo no es azar ni mala suerte, y ni siquiera ha terminado; en el año 2013 se calcula que unas 220.000 personas tuvieron que huir abandonando todo. Es una historia repetida y afecta ya a seis millones de personas; los desplazados forzosos de Colombia. Estoy con 35 de ellos escuchando sus relatos. Todos se parecen. Un día llegan hombres armados a esos lugares, generalmente paramilitares en coordinación con el ejército de Colombia, empiezan a sospechar que quienes viven allí son guerrilleros, les vigilan, desaparece uno de sus moradores —“Ahí vívía el difunto Calixto, que era nuestro vecino, lo asesinaron y lo tiraron al río”—, se recrudecen los enfrentamientos armados, los legítimos dueños de la tierra tienen que huir para no morir —“No nos pusimos de acuerdo para salir sino que fuimos saliendo uno a uno, sólo una persona se quedó. A ese lo mataron y lo hicieron pasar por guerrillero”—, y nuevas familias, a veces traídas por los paramilitares, ocupan las tierras.
Y así durante medio siglo y con ocho millones de hectáreas, la extensión de Austria, pongamos como ejemplo. Toda esta tierra, el 14% de Colombia, ha sido despojada de sus legítimos propietarios o abandonada de múltiples maneras; por amenazas y homicidios, mediante presiones económicas como la destrucción de cosechas y el bloqueo del agua, por la captura de líderes comunitarios y el establecimiento de organizaciones comunitarias hostiles a sus legítimos propietarios, o simplemente por la amenaza a sus ocupantes para que vendan sus tierras a bajo precio, a menudo a testaferros de los paramilitares o directamente a ellos.
Después de décadas de expulsión, la esperanza se abrió para millones de desplazados forzosos cuando el gobierno del presidente Santos impulsó y logró que se aprobara, en el año 2011, la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras. Por primera vez se reconoció la existencia de un conflicto armado interno en Colombia y, por lo tanto, dejaron de ser invisibles las víctimas; poseían derechos humanos reconocidos por el Estado, y podían reclamarlos. De repente, tenían derecho a una reparación integral, incluyendo la devolución de sus tierras.
Lamentablemente, en Amnistía Internacional, después de haber visitado una buena parte de Colombia durante los últimos dos años, hemos constatado que esta esperanza que trajo la ley se diluye, y millones de personas pueden quedar en un limbo sin acceso a la verdad, la justicia y la reparación, y sin tierra desde donde empezar una nueva vida.
Los relatos sobre trámites y amenazas interminables al intentar que la ley funcione se repiten durante la conversación y el desencanto es mayúsculo: “A mí me expulsaron los paramilitares ¿por qué no me lo reconocen?". O esta otra de un campesino de Tranquilandia, que denuncia que dos años después de presentar sus papeles para empezar el proceso de restitución “nada pasa" con él. U otro más, que cuenta la increíble historia de que el gobierno le deja un coche para mejorar su seguridad pero no le paga la gasolina, y por lo tanto el auto está aparcado indefinidamente.
Las palabras de los campesinos reflejan que la Ley de Víctimas puede llegar a fracasar en su objetivo de restituir la tierra a aquellos —campesinos, indígenas y afrodescendientes— que sufrieron el despojo durante el conflicto armado, y las cifras también son tozudas en mostrar la verdad de lo que ocurre. De los ocho millones de hectáreas robadas apenas se han devuelto 30.000; y de los millones de campesinos desplazados, sólo a 2.867 les han sido restituidas las tierras.
Las sentencias judiciales, a menudo buenas decisiones que, de ponerse en práctica, asegurarían que los que retornan tienen lo necesario para seguir con su vida, no se cumplen en su mayor parte. Los intereses de poderosas empresas nacionales y extranjeras, que se han beneficiado del conflicto explotando minas o desarrollando grandes proyectos agroindustriales en tierras robadas, siguen siendo intocables, y así millones de hectáreas de tierra siguen robadas sin ni siquiera ser asignadas a sus legítimos propietarios para ser restituidas.
¿Hay algo que se pueda hacer? Quedan siete años —la vigencia de la ley— para que las vidas de millones de personas no se vayan por el sumidero. Ahora mismo estamos ante un momento crítico de la historia de este país, cuando el Gobierno y el principal grupo guerrillero del país, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), tienen conversaciones de paz en La Habana. La tierra es uno de los elementos centrales de las negociaciones y el éxito o el fracaso de las conversaciones podría depender en última instancia de la capacidad del Estado de devolver de forma efectiva la tierra a sus legítimos dueños.
Hemos presentado en Bogotá nuestras conclusiones y recomendaciones al Gobierno y al Poder Judicial de Colombia. Son 40 medidas que se resumen en dos: persiga y encuentre a aquellos que han cometido graves abusos y violaciones de derechos humanos contra los pobladores de las tierras, y garantice que los que huyeron puedan regresar sin temor y vivir en sus hogares de una manera económicamente sostenible. Para ello, los gobiernos y las grandes empresas internacionales deben dejar de beneficiarse del despojo que todavía no termina.
Llevo 30 años escuchando hablar sobre la complejidad inherente al conflicto armado en Colombia. Junto a los campesinos de Tranquilandia, El Porvenir o Tamarindo todo se resume con sencillez: pienso en la famosa frase de Bill Clinton en campaña electoral de 1992 pero referida a la economía; ¡Es la tierra, estúpido!, una de las claves que hacen parecer interminable el conflicto armado en Colombia.
Estoy a punto de acabar este artículo cuando una mujer campesina, dos veces expulsada de sus tierras, viene a despedirse: ¿Adónde regresará hoy?
Esteban Beltrán, director de Amnistía Internacional en España.
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