Aprovechar el tiempo
Rajoy, que solo estuvo con el PP en Barcelona, tiene que aclarar lo que va a hacer con Cataluña
Se comprende que la doble apuesta reciente de Artur Mas, la engañosa convocatoria del 9-N, así como su desafiante hoja de ruta para una independencia en 2016, incomoden al dirigente más templado. Pero eso no es suficiente para explicar la respuesta de Mariano Rajoy, su falta de reflejos (tardío y obvio incluso en lo que acertó), su carencia de propuesta política cabal (de hecho, no dio ninguna concreta) ni la debilidad del mensaje (huero de horizonte para la cuestión catalana) que le brindó ayer.
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Lo peor, sin embargo, fue el cariz partidista con el que pretendió contrarrestar el desafío independentista. Por encima de líder del Partido Popular, Rajoy es presidente del Gobierno, y como tal, de todos los españoles, y por tanto, de todos los catalanes. Habló en Barcelona, sí, pero solo como jefe del Partido Popular y a un auditorio de ministros, dirigentes, alcaldes y entusiastas de su partido.
El programa de Mas es un disparate, pero contiene un calendario, unas propuestas, unas condiciones y unos objetivos. Frente a él, Rajoy no ofreció ningún plan más allá de la retórica apelación a la legalidad y una contrapropaganda enfática y plagada de evidencias y lugares comunes. No planteó nada nuevo, sugerente, positivo o alternativo, no ya a los independentistas, sino al grueso de los catalanes que prefieren un autonomismo reforzado a la aventura incierta de una costosa separación. Ni tampoco al grueso de los españoles sabedores de que los problemas no se resuelven con el palo y tentetieso ni con la simple invocación de la ley. Y que empiezan también a temer las consecuencias económicas eventualmente desastrosas del proceso separatista, desde luego para Cataluña, pero también para el conjunto de España, de cuyo PIB aquella representa en torno al 20%.
Si Mas lanza sus proyectos solo para satisfacer a la (por el momento) minoría independentista y Rajoy busca contrarrestarle dirigiéndose solo a unos centenares de sus incondicionales, ¿quién piensa, actúa y dirige en función del demos global, catalán y español? La doble orfandad ciudadana resulta así dramática. Lo simboliza que el presidente del Gobierno critique al de la Generalitat por no tener derecho (sic) a hablar en nombre de todos los catalanes. Es exactamente al revés. Tiene no el derecho sino el deber de hacerlo, pero no representando los intereses de una parte de ellos; igual que debe dirigirse en términos inclusivos (y no de áspera regañina) a los conciudadanos que optan erróneamente por la ruptura.
En esta maleza de palabrería inútil, sobresale una apreciación acertada del líder del PP: la certificación de que la aventura soberanista provoca una pérdida de tiempo precioso, necesario para otros menesteres. Sería bueno que este principio se lo aplicase a sí mismo en la cuestión catalana. Aliviado ya el malhumor en el ritual de ayer, ¿está dispuesto a aprovechar los 12 meses que quedan de legislatura para encauzar el asunto mediante propuestas sensatas, un diálogo institucional que encapsule la judicialización del problema, y la negociación para un acuerdo de principio a desarrollar en la próxima legislatura? ¿O debemos ya dar por finiquitada la actual? Los ciudadanos necesitan saberlo, para economizar las expectativas.
Y si los dos protagonistas, Mas y Rajoy, aseguran, siempre como coletilla, que pese a todo dejan una rendija abierta al diálogo, deberían concretarla. O empiezan a hacerlo en tiempo útil, antes de que termine el año, o sabremos que este hábito democrático, el de resolver los problemas por vía de negociación, queda de facto descartado al menos hasta las próximas elecciones.
Lo que pueda ocurrir hasta entonces será responsabilidad de ambos.
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