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Tribuna
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La clarividencia de Defoe

La distinción fundamental en política es la de ‘amigo’ y ‘enemigo’

En el espléndido libro La aparición del público durante la ilustración europea de James Van Horn Melton (versión castellana en Publicacions de la Universitat de Valencia, 2009) se cuenta cómo en 1694 se estableció en Inglaterra la llamada Ley Trienal, por la que el Parlamento se comprometía a hacer elecciones cada tres años. Semejante novedad no le gustó nada a Daniel Defoe, que tuvo la clarividencia de desenmascarar las democracias virtualmente antes de nacer, al comentar de qué manera la recurrencia de elecciones al menos cada tres años tendría la indeseable consecuencia de mantener activas las rivalidades y las contiendas entre facciones políticas o partidos formales. Se había dado cuenta de cómo éstos por sí mismos eran el móvil de la elecciones, no éstas el origen de aquellos. La polarización resultante de tal estado de cosas hizo que cada partido no se conformase con ser simplemente otro respecto de su rival —lo que en el magnífico lenguaje de Deleuze los haría pertenecer a ambos a la categoría de la repetición, sino que quisieron desdoblegarse con notas cualitativas— lo que los incorporaba, según el mismo lenguaje, a la categoría de la diferencia. Así, cada partido adoptó marcas escogidamente distintivas y formas de comportamiento deliberadamente opuestas a las del otro.

A este propósito, Tomás Pollán me informa, oportunamente, de la compilación de ensayos de Fredrik Barth (Fondo de Cultura Económica, México 1976) Los grupos étnicos y sus fronteras, subtitulada La organización social de las diferencias culturales, y de entre estos ensayos señala el de Karl Eric Knutsson Dicotomización e integración. Aspectos de las relaciones interétnicas en el sur de Etiopía, donde se cuenta y comenta cómo dos pueblos nilóticos, los arsi y los amhara, se desavinieron a raíz de un cambio de régimen político, y cómo, para marcar cualitativamente la desavenencia, a fin de mudarse de su copertenencia a la categoría de la mera repetición —según los términos de la ya mencionada dualidad de Deleuze— a la de la diferencia: mientras los unos se convirtieron al catolicismo, los otros lo hicieron al islamismo ortodoxo. Pues bien, he aquí que los tories y los whigs hicieron, dentro de las disponibilidades de su propio espectro de elección, una mudanza perfectamente análoga. Mientras los tories se arrimaron a la facción anglicana más afín a la Iglesia de Roma, los whigs se avinieron con la sucesión protestante y asumieron una actitud de tolerancia con todos los credos reformados.

Así resulta que es el agonismo primario y tradicional de las facciones whig y tory, al igual que el de los arsi y los amhara, el que no se conforma con cumplirse en la categoría de repetición, sino que necesita acendrarse y motivarse asumiendo contenidos racionalizadores y moralizadores pertenecientes a la categoría de la diferencia. Este punto de vista del “agón”, maguer ponga fuera de juego la mejor voluntad, por democrática que quiera pretenderse, hace honradamente plausible el postulado de Carl Schmitt de que la distinción fundamental en política es la de amigo y enemigo.

Por cierto, que es precisamente en España donde tenemos uno de los políticos que mejor sabe que lo más indicado para forjar la propia identidad patriótica distinta y separada de cualquier otra es aliñarse un enemigo, con todo el sabor y autoridad de trescientos años (1714-2014) de cocción. Ese político es En Artur Mas, refundador de Cataluña.

Naturalmente, no todos los miembros de cualquier pluralidad que notablemente se cumpla en la categoría de repetición caen en la tentación de cualificarse mediante notas específicas que los signifiquen e integren en la categoría de diferencia. A esta ambiciosa tendencia hace excepción de entre la pluralidad, indiscutiblemente repetitiva de los clubes de fútbol, precisamente el miembro que se adelantaba a correr en socorro de Artur Mas en su patriótica empresa: el Barça, con su dogma, tan grandioso como generoso y hasta tricentenario: “El Barça es más que un club”.

Los colores distinguen, pero entran en la categoría de repetición, de la que huyen los partidos, por su función diacrítica

Pero acaso lo más interesante de este último paso a la categoría de diferencia de un miembro de una pluralidad de repetición es la circunstancia de que se dé de la manera más exactamente analógica, en miembros de antagonismo deportivo. Así ocurrió, en efecto, cuando los cuatro partidos del circo romano, blancos, rojos, verdes y azules, fueron copiados, hacia el siglo V d.C., por el circo de Constantinopla, reduciéndose de cuatro a dos —tal como parece exigir el más puro paradigma del antagonismo—, los famosos Partidos del Circo: Verdes y Azules, de los cuales uno adoptó la nota específica de “monofisita”, para pasar a la categoría de la diferencia. El antagonismo deportivo parece ser el que mejor cuadra por el modelo del postulado de Carl Schmitt sobre el resorte fundamental de la política: amigo y enemigo.

En este punto se me demandará para que dé razón de qué es lo que ocurre, entonces, con el color de las camisetas por el que se distingue un equipo de otro en la competición; ¿acaso el color no es una diferencia? Virgen Santísima ¿quién podría negarlo? Los colores son la única alegría en este mundo sórdido, lóbrego, ominoso y lleno de dolor. Pero los colores, que sin duda conviven con la más gentil, amorosa, gradual y nunca discontinua compañía en la caja de acuarelas, tienen, no obstante, una función que los condena a la categoría de repetición: la función diacrítica. En el semáforo el rojo no puede ser más que repetición del verde, aunque sea su contrario, y en un partido de fútbol el azulgrana no puede ser más que repetición del blanco.

Rafael Sánchez Ferlosio es escritor.

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