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LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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Poco que ganar, mucho que perder

El soberanismo pretende que la derrota de 1714 legitime la actual demanda de un Estado propio, pero, como en la Guerra de Sucesión, los errores oportunistas de algunas élites colocan a Cataluña en un callejón sin salida

Joaquim Coll
ENRIQUE FLORES

Está siendo tan fuerte el recurso propagandístico a los 300 años de la caída de Barcelona en el final de la Guerra de Sucesión con el fin de legitimar la actual apuesta secesionista de Artur Mas que, al final, uno se pregunta si efectivamente podemos encontrar paralelismos entre pasado y presente. Es muy ilustrativo de lo que quiero explicar un extenso comentario que realizó la periodista Mònica Terribas en su programa matinal de Catalunya Ràdiodel pasado 28 de marzo. Tras reseñar una entrevista al filósofo francés Sami Naïr, centrada en analizar la posición de Bruselas y de las cancillerías europeas ante la consulta soberanista, afirmó que sus conclusiones nos devolvían ni más ni menos que a la Barcelona de 1714: tampoco ahora Cataluña puede esperar nada de la Europa más avanzada. Si en el pasado los aliados ingleses, holandeses y austriacos se desentendieron del Principado una vez que el conflicto dinástico español dio satisfacción a sus múltiples intereses territoriales, comerciales y coloniales, tampoco esta vez “las tropas democráticas de las potencias europeas acompañarán a los catalanes en su proceso”, sentenció Terribas.

Sin embargo, la idea de fondo que acompaña esta resignada afirmación de resonancias bélicas es que el proceso soberanista ha de seguir adelante, pase lo que pase, y que la consulta se ha de hacer arriesgando lo que sea. Tres siglos atrás, los elementos más radicales impusieron una resistencia numantina, acompañado de un enorme fervor religioso, confiando en que el escenario internacional cambiaría y, en el último momento, los ingleses vendrían en socorro de la Barcelona sitiada y obligarían a Felipe V a alcanzar un acuerdo que salvara las Constituciones del Principado. Pero eso no sucedió, entre otras razones porque los austracistas catalanes no fueron más que un peón de una guerra internacional. Pero ahora, razona Terribas y con ella muchos independentistas, “las tropas democráticas de las potencias europeas” no podrán desentenderse si los catalanes perseveran hasta el final.

Es realmente sorprendente la lectura que el soberanismo está haciendo del Tricentenario. Como no es posible afirmar que fue una guerra de secesión, más allá de fantasear con otro posible final si algunas negociaciones en 1714 hubieran prosperado, se opta por construir un relato teleológico. Pero que esconde la enorme complejidad del conflicto y sus diferentes etapas para acabar concluyendo que se trató ni más ni menos que de un choque entre “libertad y barbarie”. La vulgata del relato institucional, difundido desde el Born, convertido en el centro cultural de la conmemoración, induce a dar por supuesto que las Constituciones y libertades catalanas estaban irreversiblemente amenazadas desde el principio por Felipe V. Y que el trato recibido al acabar la guerra y, claro está, desde entonces hasta hoy, se asemeja bastante al de una ocupación colonial por parte de la monarquía borbónica y, mutatis mutandis, del Estado español.

El Tricentenario pretende hacer creer que el desafecto no es coyuntural, sino que se remonta a hace 300 años

Se persigue fijar en la retina de los catalanes la prueba de ese sometimiento, persuadiéndoles de que las razones del actual desafecto, de los agravios económicos y políticos, no son coyunturales, sino estructuralmente persistentes desde hace 300 años. La conmemoración se utiliza como telón de fondo del momento actual que está viviendo Cataluña, igualmente histórico, único y excepcional (“Ara, la historia ens convoca”, es el lema institucional). Se trata de legitimar un proyecto político que nos devuelva el Estado propio —perdido, claro está, en 1714— entendido prácticamente como sinónimo de independencia. Basta fijar la atención en las palabras del presidente Artur Mas cuando dice que los catalanes de hoy luchan por lo mismo que tres siglos atrás o que “Cataluña quiere defender con los votos lo mismo que los héroes de 1714”. Si la idea de un continuum histórico entre pasado y presente se fuerza tanto, hasta el punto de obviar algo tan sustancial como es la Constitución de 1978 y la recuperación de las instituciones de autogobierno, es porque lo que se pretende es extenderlo hacia el futuro.

Pero lo que no se explica bien es que en esa guerra Cataluña no tenía mucho que ganar y, en cambio, como los hechos demostraron cruelmente, sí mucho que perder. En 1705, fecha en las que se produce el desembarco de la flota angloholandesa y la entrada en Barcelona del archiduque, ahora ya como Carlos III, no existía una disyuntiva real entre defensa del autogobierno y pérdida de las libertades, ni tampoco entre pactismo constitucional o absolutismo monárquico, como bien hizo notar hace años la historiadora Núria Sales. Nada de esto estaba en juego al inicio. Frente a la visión romántica, Cataluña no se embarcó en la guerra porque sus libertades estuvieran amenazadas. Felipe V satisfizo en las Cortes catalanas de 1701-1702 el programa político y económico que le presentaron, aunque luego utilizó la guerra para avanzar en un modelo de monarquía absoluta.

Si comparamos los acuerdos alcanzados posteriormente con Carlos III en las Cortes de 1705-1706, vemos que la mayoría de las peticiones económicas habían sido ya otorgadas por Felipe V. En el terreno político, la más importante fue el Tribunal de Contrafacciones, una especie de organismo de garantías constitucionales ante las actuaciones de los oficiales reales. Únicamente dos reivindicaciones quedaron sin atender: la supresión de los alojamientos militares y el problema del control real de las insaculaciones para la elección de cargos. Pero los alojamientos fueron regulados mediante diversas disposiciones constitucionales y frente a la insaculación siempre quedaba el recurso de instar al citado Tribunal. Desde el punto de vista del pactismo catalán, las Cortes de 1701-1702 supusieron una importante revitalización de un modelo que había quedado congelado bajo los Austrias, ha explicado el historiador Joaquim Albareda.

Si alguna lección podemos extraer de la guerra es que la apuesta austracista fue equivocada e innecesaria

En 1705, los aliados estaban venciendo en los campos militares de Europa, pero les faltaba abrir el frente peninsular que se les resistía tras diversos fracasos. Es en ese contexto que se explica la conspiración del partido austracista en Cataluña y finalmente el cambio de bando de las instituciones catalanas, empujadas por un sector de la nobleza y una parte de la burguesía comercial que temía que sus negocios se resintieran con la alianza francoespañola.

Sin duda no podemos olvidarnos de algunas de las precondiciones favorables al austracismo, como la fuerte galofobia por la pérdida del Rosellón en 1659 y las interminables incursiones bélicas francesas sobre Cataluña de las décadas anteriores. Tampoco de los precipitantes sin los cuales tal vez nada se hubiera desencadenado, como el pacto de Génova suscrito por un pequeño núcleo de propietarios de la Plana de Vic con Mittford Crowe, enviado por la reina Ana de Inglaterra para empujar a los catalanes a rebelarse contra Felipe V.

Pero lejos de una victoria rápida, el curso de la guerra en España se complicó enormemente y, en 1711, el inesperado acceso del archiduque al trono del Sacro Imperio imprimió un giro radical a los acontecimientos. Al final, el Principado se quedó solo luchando por salvar sus fueros y Barcelona se negó a capitular hasta el 11 de septiembre de 1714. Sin duda esta es una historia deplorable: se arriesgó mucho para ganar poco y al final se perdió casi todo.

Si alguna lección podemos extraer del Tricentenario es que la apuesta austracista fue tan equivocada como innecesaria, cuyo componente oportunista no podemos obviar desde la historiografía ni pretender justificar. Lo mismo sucede a mi entender con el envite secesionista actual, puesto en marcha desde arriba por errores estratégicos de Artur Mas, aunque ahora se ha convertido en un problema social enorme que le desborda. Un envite que encierra igualmente enormes riesgos e incertidumbres. Una apuesta que divide a los catalanes, como también ocurrió en la guerra de sucesión. Y que políticamente también es muy difícil de justificar, al igual que los agravios que se esgrimieron en 1705 para romper el juramento de fidelidad a Felipe V. En definitiva, si algún paralelismo podemos extraer entre ambas situaciones, tan diferentes históricamente, es que los errores oportunistas de algunas élites políticas catalanas, aplaudidos sin embargo por un coro de intelectuales y propagandísticas, es que tienden a meternos en callejones sin salida.

Joaquim Coll es historiador.

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