Una tragedia mediterránea
Con más de 19.000 inmigrantes muertos a lo largo del último cuarto de siglo, el mar Mediterráneo se ha ganado una merecida reputación como el símbolo de la Europa fortaleza No hay futuro para Europa sin la llegada abundante y sostenida de trabajadores extranjeros a nuestros países
En el verano de 2012, cuando nuevos grupos de inmigrantes de Asia y Turquía intentaban acceder a Europa por las costas griegas, el ministro Nikolaos Dendias describió la situación con un inconfundible dramatismo autóctono: “El país está a punto de perecer. Nos enfrentamos a una invasión”. Desde entonces hemos visto versiones más o menos edulcoradas de la misma histeria en países como Gran Bretaña, Suiza y España. Si en los primeros la derecha populista marca el paso de este debate, en nuestro caso las autoridades establecen el dilema entre hundir a los inmigrantes a pelotazos y recibirlos con azafatas y serpentinas.
La realidad merece el calificativo de tragedia griega, pero por razones bien diferentes a las que sugieren estos políticos. Con más de 19.000 inmigrantes muertos a lo largo del último cuarto de siglo, el mar Mediterráneo se ha ganado una merecida reputación como el símbolo de la Europa fortaleza. Los mártires de la inmigración hacia Europa estaban destinados a formar parte de la cifra variable e indeterminada (es posible encontrar cualquier estimación entre los tres y los ocho millones) que conforma la bolsa de inmigrantes irregulares que residen en la UE. Viven en nuestros barrios, trabajan en nuestras empresas, cuidan de nuestros hijos y mayores, pero están sometidos a una ciudadanía de segunda clase en la que todo parece aceptable: desde negarles el derecho a la salud a encarcelarles durante meses por una falta administrativa.
El debate en la UE está en cómo concebir un modelo más flexible y cooperativo que frene la inmigración irregular... evitando que se produzca
La emigración no es consecuencia de la pobreza, sino de la aspiración a una vida mejor. En un mundo marcado por diferencias crecientes de ingreso, en el que un africano medio puede quintuplicar su capacidad adquisitiva por el simple hecho de acceder a un empleo en Europa, debe haber muy buenas razones para no intentarlo. Y la UE ofrece justo lo contrario: un continente que camina a zancadas hacia un modelo demográfico de pirámide invertida y Estados del bienestar inviables. Dicho de forma simple, no hay futuro para Europa sin la llegada abundante y sostenida de trabajadores extranjeros a nuestros países. Y en esa carrera competiremos con otras regiones desarrolladas y emergentes que tienen o tendrán necesidades similares.
Pocos asuntos globales definen mejor las oportunidades y los retos del siglo XXI. Por eso llama tanto la atención que las normas e instituciones definidas para gobernarlo hayan quedado congeladas en un modelo de hace cien años. La idea fue bien expresada por Ronald Reagan cuando declaró que “una nación que no puede controlar sus fronteras no es una nación”. Y lo que han hecho todos los países ricos sin excepción a lo largo del último medio siglo es fingir que esa idea es cierta. De acuerdo con un estudio de 2009, 70 de las 92 reformas legislativas llevadas a cabo desde 1990 por los países europeos tenían como intención incrementar la impermeabilidad del sistema: requisitos más duros para la obtención de visados, restricción del acceso a servicios esenciales o limitación de los períodos de residencia y de la reunificación familiar.
El problema es que el control fronterizo de las personas se vuelve relevante cuando las personas ya han cruzado la frontera, porque buena parte de la inmigración irregular comienza con un período de estancia legal como turista o trabajador temporal. Y eso no se resuelve concentrando al ejército en el Mediterráneo, convirtiendo el metro en una aduana o transformando los mercados laborales de extranjeros en una especie de koljós en el que el permiso de trabajo del inmigrante queda limitado a una empresa, una provincia o un mes y medio, como ocurre ahora. La rigidez del modelo lleva a los Estados a encanallarse (¿se imaginan lo que piensa un guardia civil que un día rescata a inmigrantes y al siguiente recibe la orden de dispararles en el mar?) o, simplemente, a jibarizar los beneficios de un fenómeno que genera riqueza en los países de origen y en los de acogida.
Este es el verdadero debate migratorio al que deben hacer frente la UE y otras regiones desarrolladas del planeta: cómo concebir un modelo más flexible y cooperativo que frene la inmigración irregular… evitando que se produzca. Las elecciones del próximo mes de mayo y la reforma anunciada tras la crisis de Lampedusa –que se discutirá en el Consejo Europeo de junio– ofrecen una rara oportunidad de convertir los cayucos en el bote de salvación de Europa.
El primer paso es aclarar lo que no está sujeto a discusión. Ninguna crisis de imagen política justifica, por ejemplo, que el Ministro español del Interior anuncie una reforma de la Ley de Extranjería que ampare las devoluciones “en caliente” (expulsiones automáticas en frontera), cuando la normativa internacional las prohíbe. El punto de partida de cualquier reforma migratoria es que Europa aplique en casa el mismo discurso con el que pontifica en medio mundo.
A partir de ahí, todo depende de la creatividad y la valentía de nuestros líderes. +Social ha propuesto un programa de reformas que alinee la gestión migratoria con las señales del mercado y garantice para los trabajadores extranjeros los mismos derechos que establece para los ciudadanos de la UE. Un sistema menos rígido e intervencionista permitiría acoger a más trabajadores legales durante los años buenos, pero también permitiría que retornen (o emigren a otros lugares) durante los años de crisis. Si estas medidas se realizan en el contexto de una verdadera Política Migratoria Europea que vaya más allá del control de fronteras, las posibilidades son inmensas. Se trata de ofrecer los incentivos necesarios para que todos los actores (los propios emigrantes y sus países de origen y destino) encuentren más ventajas en operar bajo las reglas del juego que fuera de ellas.
Buena parte de la inmigración irregular comienza con un período de estancia legal como turista o trabajador
Para ser claros, ninguna de estas medidas resolverá las dificultades a las que deben hacer frente quienes viven en sus barrios las consecuencias de un modelo de crecimiento injusto y desordenado. Es muy fácil cacarear los beneficios de la inmigración cuando ésta se produce lejos de casa, y los riesgos de que la diversidad mine la idea de comunidad no son una tontería. Pero la solución a este dilema no es ignorar la realidad y ceder a las tentaciones populistas y nacionalistas, sino ejercer una pedagogía activa a través de programas de integración, políticas de redistribución de la riqueza y educación en la diversidad. ¿Quién puede hacer frente a la intoxicación de la Liga Norte cuando Italia gasta el 95% de su presupuesto de inmigración en el control de personas y solo el 5% en su integración?
Mientras leen estas líneas, los partidos mayoritarios del Parlamento español estarán enzarzados en la penúltima polémica alrededor de lo que el Gobierno ha denominado “la invasión” de los inmigrantes. Si se fijan bien, sus diferencias son matices, porque ninguno de ellos está dispuesto a exponerse a la radioactividad electoral de una verdadera reforma del modelo. Pero eso es precisamente lo que distingue a los líderes de los burócratas. Europa debe dotarse de un modelo de inmigración más justo e inteligente que sirva a sus propios intereses tanto como a los de aquellos que merecen una oportunidad de desarrollo. España puede elegir entre liderar este proceso o sentarse a mirar, como siempre, lo que proponen otros.
El equipo de investigaciones de +Social está compuesto por Isabel de las Casas, Ángela Fanjul, Gonzalo Fanjul, Sonia Garrido y Marcela Zuleta. Hoy han presentado el primero de la serie de análisis que proponen una reforma del modelo migratorio.
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