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LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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20 años de zapatismo

El movimiento zapatista en 1994 aceleró la apertura democrática en México, pero no supo aprovechar los cambios y se convirtió en un actor político irrelevante. Su organización refleja el orden estatal que disputan

ENRIQUE FLORES

La madrugada del 1 de enero de 1994, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) se levantó en armas y demandó “trabajo, tierra, techo, alimentación, salud, educación, independencia, libertad, democracia, justicia y paz”. Su objetivo, formar una república socialista en México; para ello, conformó una amplísima base social indígena, con la que tomaría cinco cabeceras municipales. El Gobierno federal envió entonces al Ejército a sofocar la rebelión. Los combates entre ambos durarían 11 días. A partir del 12 de ese mismo mes el Gobierno mexicano y el EZLN iniciaron acercamientos para solucionar el conflicto a través del diálogo.

Derrotado y contenido en el terreno de las armas, el EZLN modificó su estrategia, dando un giro hacia el indianismo y el multiculturalismo. En esta nueva constelación política, los zapatistas combinaron la negociación política con la movilización contestataria en búsqueda del reconocimiento por parte del Estado como un actor político legítimo. Al mismo tiempo, replantearon su lucha por el socialismo. Con este fin, se crearon, primero, 38 Municipios Autónomos Rebeldes Zapatistas (MAREZ) a finales de 1994 y, después, cinco Juntas de Buen Gobierno (JBG) en agosto de 2003. La concepción general detrás de la constitución de estas estructuras políticas ha consistido, hasta la fecha, en crear territorios autónomos en los que los zapatistas puedan definir su vida social, política, económica y cultural sin la intervención de las instituciones y los agentes del Estado mexicano.

No obstante, hablar de “territorio zapatista” resulta una hipérbole: en las áreas geográficas en las que los rebeldes tienen presencia, la mayoría de las poblaciones no pertenecen al EZLN, otras están divididas políticamente y cada vez menos son completamente zapatistas. Sin embargo, los efectos de este recurso retórico no han sido despreciables. El principal es que el Gobierno mexicano ha evitado reactivar el conflicto armado. También, contribuyó a fomentar la solidaridad de grupos prozapatistas nacionales e internacionales, que se traduce —aunque cada vez menos— en apoyos simbólicos, financieros, humanos, técnicos y políticos a favor de las bases civiles del zapatismo.

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Por otra parte, el cese de las hostilidades directas entre la guerrilla y el Ejército y la interrupción del diálogo entre los zapatistas y el Gobierno federal (septiembre de 1996) tras la firma de los Acuerdos de San Andrés Larráinzar (febrero de 1996), tuvieron importantes consecuencias en la composición del zapatismo. Con el asesinato de 45 indígenas en la población de Acteal, el 22 de diciembre de 1997, el diálogo entre la comandancia rebelde y el Gobierno federal se reactivaría solo tras el desplazamiento del Partido Revolucionario Institucional de la presidencia de la república. Sin embargo, la esperanza de solucionar el conflicto de manera definitiva se esfumó cuando los insurrectos cuestionaron la aprobación “unilateral” de la reforma constitucional sobre derechos y cultura indígenas en 2001.

El EZLN muestra un creciente autoritarismo y prohíbe a sus bases todo trato con las autoridades

Desde entonces y hasta la fecha, no ha habido un encuentro oficial entre las partes. En los hechos, la “política de la resistencia” del EZLN se tradujo en la prohibición a sus bases de apoyo de todo trato con autoridades de cualquier nivel de Gobierno. De tal suerte, los zapatistas han enfrentado su precaria situación económica únicamente con sus propios medios y las generosas, pero siempre insuficientes aportaciones provenientes de la solidaridad foránea. Asimismo, la reorganización interna del zapatismo en resistencia implicó mayor cooperación y sacrificio para las bases de apoyo para mantener el proyecto autonómico, así como un creciente autoritarismo de la comandancia y sus autoridades militares y políticas para conservar la unidad y disciplina del movimiento.

Aun cuando el EZLN no buscaba la democracia —al menos no la liberal y representativa—, habría que reconocer que su aparición pública aceleró el proceso de apertura democrática en el país. Este logro inesperado se expresaría, primero, en las elecciones federales intermedias de 1997, cuando el congreso federal se conformó sin ninguna mayoría parlamentaria, y, tres años más tarde, cuando los ciudadanos votaron a favor del candidato presidencial del PAN, Vicente Fox.

Sin embargo, el EZLN no supo cómo aprovechar estos cambios, por lo que pronto se convirtió en un actor político irrelevante a nivel nacional. Su último intento, hasta ahora, de deschiapanizar (geográfica y étnicamente) el conflicto tuvo lugar, en 2005, con la Sexta Declaración de la Selva Lacandona y la puesta en marcha, en enero de 2006, de “La Otra Campaña”, que pretendía, sobre todo, formar alianzas con todos los grupos de izquierda no partidista, anticapitalistas y antineoliberales para formular un “programa de lucha nacional”. Pero esta última nunca interesó realmente y pasó sin pena ni gloria en el contexto de la violenta represión de los pobladores de San Salvador Atenco, las elecciones presidenciales de 2006, las movilizaciones de López Obrador en contra de un supuesto fraude electoral y, finalmente, del sangriento sometimiento de la APPO en Oaxaca.

¿Quiénes continúan hoy día en el zapatismo? Primero, un segmento de los iniciadores del movimiento, que adquirió prestigio y posiciones sólidas de autoridad locales en los ámbitos civil, político o militar. En segundo lugar, se hallan los indígenas que carecen de alternativas viables para abandonarlo y reconstruir sus vidas individuales y colectivas más allá de la resistencia. Y, por último, está la generación joven que nació y creció durante el conflicto. Esta ha sido educada en las escuelas zapatistas y se caracteriza por un inconmovible compromiso con el EZLN. En el interior de este sector se encuentran también las mujeres jóvenes en una situación personal paradójica. Crecieron en las filas del zapatismo y asumieron el discurso de la independencia femenina; sin embargo, la inercia de la tradición en sus poblados contraviene esta expectativa y las orilla a escoger entre continuar su militancia activa o casarse y formar una familia bajo el imperio de la costumbre patriarcal.

La corrupción se llevó parte del
dinero gastado para neutralizar
la influencia del movimiento

A modo de cierre, hay que señalar que, por un lado, no deja de ser sobresaliente el esfuerzo del zapatismo en la organización territorial de su autonomía. Uno se pregunta qué podrían alcanzar con mayores y mejores recursos y más oportunidades para las iniciativas locales en las comunidades rebeldes. En este sentido, no tienen parangón en el país, pues realmente han operado en las márgenes del régimen. Los entusiastas han querido ver en todo esto una forma de hacer política alternativa a la occidental, pero esto poco tiene que ver con lo que sucede efectivamente. La organización local e (inter) regional de la autonomía zapatista refleja, de manera fiel, el orden estatal que disputan. El lenguaje, los símbolos, las prácticas, las actividades y las funciones de los MAREZ y las JBG dan cuenta del dominio que sigue ejerciendo la comandancia del EZLN sobre el zapatismo político y civil.

Y, por el otro lado, en toda esta historia de conflicto, exclusión y marginación, el Estado mexicano tiene su parte importante de responsabilidad. Las millonarias inversiones en programas y políticas públicas de toda índole en Chiapas, en general, pero en la zona de conflicto en particular, pudieron haber tenido un efecto de desarrollo a largo plazo para superar la pobreza e integrar realmente a los indígenas, en términos de igualdad y sin discriminaciones, a la sociedad mexicana. Pero no sucedió así. Se gastó mucho dinero para neutralizar la influencia del zapatismo y no poco se perdió en la corrupción.

Finalmente, la bajísima productividad del campo ejidal en México se ha multiplicado. El mercado laboral no agrícola en Chiapas no ofrece alternativas a esta población. La economía no crece ni genera empleos. En esta situación, la migración ha sido la opción para muchos hombres y mujeres jóvenes, tanto zapatistas como de otro signo político —opción cada vez más difícil de ejercer con el gradual cierre de la frontera norteamericana—. Y a todo ello se suma la presencia del tráfico de drogas y de personas en esta región del país.

Marco Estrada Saavedra es profesor de Sociología de El Colegio de México y autor, entre otros libros, de La comunidad armada rebelde y el EZLN.

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