‘Esos malditos extranjeros’
La llegada de estudiantes al Reino Unido no puede abordarse con los viejos prejuicios
Estúpida. Incoherente. Corta de miras. Torpe. Entrometida. Contraproducente. Me faltan adjetivos para calificar la insensatez que supone la estrategia actual del Gobierno británico respecto a los estudiantes extranjeros. Trabajo en una universidad británica y veo sus nefastas consecuencias a diario: una burocracia insolente y kafkiana, que trata a todos como sospechosos. Un prestigioso funcionario de Singapur al que se rechaza porque no domina bien la lengua (cuando, en Singapur, la Administración funciona en inglés). Hijos que no pueden ir a sus países a ver a sus ancianos padres porque el absurdo Organismo de Fronteras de Reino Unido les retiene los pasaportes durante meses. Estudiantes idealistas y llenos de talento a los que se envía de vuelta a India o América el mismo día que terminan sus clases, pese a que son exactamente el tipo de fermento creativo que necesitamos aquí.
Y eso sin contar a aquellos a los que se impide incluso presentar la solicitud para venir a estudiar. Según las cifras oficiales del Ministerio del Interior británico, entre septiembre de 2012 y septiembre de 2013, los visados de estudiante concedidos en India descendieron un 24%, además del 50% que ya habían disminuido en los 12 meses anteriores. Sin embargo, las relaciones con India son una de las grandes prioridades de política exterior del Gobierno.
¿Por qué esta locura? Porque en enero de 2010, el entonces líder de la oposición David Cameron hizo una promesa electoral irresponsable y populista, la de reducir la inmigración neta a “decenas de miles, en vez de cientos de miles”, y con ella se arrojó piedras sobre su propio tejado. “Inmigración neta” es el número de los que entran menos los que salen, pero Interior no puede “procesar” el número de británicos que deciden irse del país en un año concreto (claro que el Gobierno podría hacer que Reino Unido se vuelva tan desagradable que millones de personas decidan marcharse: misión cumplida). Además, ese objetivo mete en el mismo saco todos los tipos de inmigración: el asilo político, la reunificación familiar, los procedentes de la UE y de fuera, los trabajadores y los estudiantes. Una señal de prudencia sería empezar a distinguirlas, y en particular separar a los estudiantes de los demás.
Ya que critico la política del Gobierno, empezaré por decir que sé que estamos ante un problema real. En el universo hipotético y teórico de algunos politólogos es posible que controlar la inmigración sea una muestra de intolerancia, pero, en el mundo real, controlar la inmigración es una condición indispensable para preservar una sociedad democrática. La inmigración se ha convertido en una de las principales preocupaciones de los votantes, en Reino Unido y en la mayoría de las democracias occidentales (no hay más que ver el reciente referéndum en Suiza para restringir la entrada de ciudadanos de la UE). Los medios de comunicación y los políticos irresponsables alimentan ese miedo hasta transformarlo en histeria, pero la preocupación de fondo es algo que debe tomarse en serio.
La preocupación por la inmigración es algo que debe tomarse en serio
Por eso resulta todavía más increíble con qué pocos datos se toman las decisiones. El Ministerio del Interior está empezando a utilizar los procedimientos y la tecnología que le permiten contar cuánta gente se va de Reino Unido. Pero hasta ahora ha perdido la pista a cientos de miles de personas, entre ellas muchos estudiantes y graduados.
Hasta 2012 no empezó a preguntar el International Passenger Survey (que no hace más que un muestreo) a los que se iban del país si originalmente habían llegado a él con el propósito de estudiar. Con las últimas cifras disponibles, hasta junio de 2013, el doctor Scott Blinder, del Observatorio de las Migraciones en la Universidad de Oxford, calcula que entre los que llegaron para estudiar y los que se van que dicen que vinieron a estudiar hay una diferencia de unas 99.000 personas. Si esta cifra es más o menos cierta, representa una parte enorme del total de inmigración neta para ese mismo periodo, que ascendió a 166.000 personas según el mismo sondeo (182.000, según cifras oficiales).
Por consiguiente, si el primer ministro Cameron pretende aproximarse a su objetivo de las “decenas de miles” antes de las próximas elecciones, en mayo de 2015, va a tener que, o bien organizar una matanza de estudiantes extranjeros, o, como ha sugerido con discreción su propio secretario de Universidades, reconocer que los estudiantes son un caso aparte. Es decir, habría que procesar sus datos de manera independiente, aunque por supuesto se contarían como inmigrantes regulares en el caso de que se queden a trabajar aquí. En su libro The british dream, </CF>el autor David Goodhart, destacado crítico de los fallos de la política de inmigración en el pasado, sugiere esta misma posibilidad.
Existe un serio problema con la entrada de “falsos estudiantes”, pero, a la hora de la verdad, nos distrae del objetivo principal. Incluso aunque consigamos eliminar todo el fraude en los visados de estudiante, tendremos que decidir si estamos dispuestos a acoger a 100.000 o 300.00 estudiantes legítimos al año.
Las universidades forman parte del poder blando del Reino Unido
De modo que la cuestión de los estudiantes debe abordarse con sus propias complejidades, sin meterla en un saco demagógico con la etiqueta de inmigración (también llamado esos malditos extranjeros). Por supuesto, recibir a estudiantes extranjeros tiene un coste. Muchos se quedan después, incluso en estos tiempos. Y tenemos muchos. En 2008, Reino Unido tenía el segundo grupo más numeroso de alumnos extranjeros de toda la OCDE. Existen buenas razones para ello. Reino Unido cuenta con las mejores universidades de Europa, además de buenas instituciones de educación continua y escuelas de idiomas. Posee relaciones históricas con todo el mundo. Hablamos inglés, es decir, la lengua planetaria.
El coste es grande, pero los beneficios son aún mayores. En 2011-2012, los alumnos internacionales gastaron alrededor de 10.200 millones de libras (12.400 millones de euros) entre matrículas y alojamientos. Los beneficios en materia de relaciones humanas, modos de pensar, afinidades culturales y aprecio internacional son incalculables. Un estudio realizado el año pasado por el Departamento de Empresa, Innovación y Talento, que es responsable de la educación terciaria, descubrió que el 84% de los que habían estudiado en Reino Unido conservaba sus lazos y el 90% decía que después tenía mejor imagen del país. Imaginemos que Bill Clinton, Benazir Bhutto, Aung San Suu Kyi y Manmohan Singh, que estudiaron en Oxford, le hubieran tomado antipatía por haber sufrido un trato como el que reciben hoy mis alumnos extranjeros.
Todo esto forma parte del poder blando de Reino Unido, junto con el cine, la literatura, la música, el deporte y la BBC. Con todo el respeto a nuestros soldados, diplomáticos y banqueros, creo que el prestigio británico debe tanto o más que a ellos a nuestros actores, periodistas, escritores y profesores. La autora de Harry Potter, J. K. Rowling, vale por 10 portaviones de la Royal Navy. A medida que nos adentramos en el siglo XXI, es muy probable que este poder blando resista mejor que un poder militar y económico cada vez menor. Ah, y, además, formamos a seres humanos, ciudadanos del mundo. ¿Deberíamos pedir disculpas, por cuadruplicado, al Organismo de Fronteras?
Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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