Lo que no curan los medicamentos
Campamento de refugiados en Calamocarro, Ceuta./ Gorka Lejarcegi (EL PAÍS)
Sentado frente a la chimenea del salón de mi casa, trato de recordar qué me ocurrió en el valle que separa la frontera entre Ceuta y Marruecos en 1996. Tardé cinco años en llegar desde mi tierra a España, donde ahora vivo con mi familia y estoy integrado como cualquier otra persona.
Un día salí de Ghana hacia Burkina Faso y, cuando llegué, me gané la vida como limpiabotas y zapatero remendón. Cuando tuve algo de dinero continué mi viaje hasta Mali. Allí me apostaba en las puertas de los mercados y me ofrecía a los clientes que salían cargados con las bolsas de la compra a llevárselas hasta casa a cambio de una propina. Desde Mali fui a Níger, y en la frontera entre este país y Argelia me cogió la policía y me devolvió a la frontera, así que decidí cambiar la ruta y me di un rodeo por Níger, Mali, Senegal y Mauritania. Aquí trabajé como taxista durante un año y medio porque se me habían acabado los ahorros, y cuando volví a tener un poco de dinero pasé a Marruecos, donde tuve mucha suerte porque pude trabajar para una iglesia anglicana en Tánger. Desde aquí intenté cruzar a España por la frontera de Castillejo cuatro veces, y cuatro veces fui a prisión.
A la quinta intentona conseguí cruzar la frontera, pero nos cogió la Guardia Civil y nos llevó a lo que llaman tierra de nadie, que no es ni Marruecos ni Ceuta. Éramos unas 200 personas y vivimos durante dos meses y medio a la intemperie, sin refugio, comida ni ropa. Lo que no faltó fue el frío y el viento. Al final, unos cuantos conseguimos llegar al campo de refugiados de Calamocarro, en Ceuta, donde yo compartí tienda de campaña con otros 50 o 60 hombres. Entonces conocí al reverendo Béjar Sánchez, que fue mi primer profesor de español. Fue el ángel que me rescató. Después de tres meses viviendo en el campo de refugiados, este sacerdote me encomendó al padre Andrés Avelino González, que me envió una invitación para ir a vivir con él a su parroquia de Algeciras. Con él conseguí mi primer permiso de residencia en España. No me conocía de nada, pero cuando llegué al puerto estaba esperándome.
Viví con el reverendo un año y medio, hasta que, en el año 2000, me animé a ir a Lérida a trabajar en la obra. Un día tuve un accidente: me caí y estuve ingresado tres meses. Fue entonces cuando supe que lo mío era sido una simple caída. Cinco años de mala alimentación, de malas condiciones de vida habían pasado factura: además de un problema de columna, me diagnosticaron un tipo de tuberculosis que se agravó por no haberme medicado en su momento. Tras muchas recaídas, me incapacitaron de manera permanente.
En Lérida estaba solo, no tenía ganas de vivir e incluso intenté quitarme la vida un par de veces. Es muy duro para los inmigrantes caer enfermos en un país donde estamos solos. No tenemos a nadie que nos cuide, que nos limpie, que nos alimente… no tenemos familia compañía. Me aseaban las enfermeras, pero ellas no podían estar siempre conmigo. Estuve tres meses en el hospital y ni una sola persona vino a verme. Un trabajador social llamó al padre Andrés, que se asustó mucho cuando supo de mi situación y me dijo que iba a venir a buscarme desde Algeciras. Su preocupación fue mi razón para vivir, vi que no estaba solo, que si había alguien que se preocupaba por mí lo suficiente como para cruzar España, entonces quizá sí merecía la pena volver. Así, me recuperé un poco, pedí el alta voluntaria y me volví a Algeciras para vivir con Andrés.
En Algeciras volvieron a ingresarme en el hospital, pero ya no estaba solo: el padre Andrés mandó a una voluntaria a cuidarme. Se llamaba Isabel y era profesora de inglés. Venía al hospital, estaba conmigo, me limpiaba, me cuidaba… cuando me dieron el alta, siguió visitándome en la parroquia, hasta que un día la invité a tomar algo por ahí.
Hoy, Isabel es mi esposa y hemos tenido dos niños. El mayor se llama Andrés Avelino, igual que el padre Andrés, que me ha salvado la vida muchas veces. El pequeño se llama Jesús, por mi médico, que cada vez que no he tenido ganas de vivir me ha dado esperanza. Es un amigo, un hermano. Tengo un grado de minusvalía del 68%, tomo 25 pastillas diarias y la carpeta con mi expediente sanitario tiene un grosor de 25 centímetros. Pero cada vez que estoy en la UCI, si escucho la voz del padre Andrés o de mi doctor, me recupero.
Mi historia acabó bien, pero hay muchísimos inmigrantes con enfermedades crónicas que se sienten muy solos cuando están en el hospital porque no tienen a nadie que les cuide y les visite. Nos dan medicamentos para aliviar nuestras dolencias, pero las pastillas por sí solas no curan a las personas. Si no duermes bien, si no comes bien, si no tienes techo ni cariño, acabas muriendo poco a poco.
Comentarios
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.