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LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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La independencia radical

Si se llevara al límite el afán de echarle la culpa de todo al otro se llegaría a ese estadio de la civilización donde un hombre solo defiende lo suyo, con un palo, de otro hombre solo que quiere arrebatarle sus cosas

EULOGIA MERLE

Supongamos que Cataluña consigue por fin independizarse de España. De entre todos los movimientos, ajustes y reacomodos que semejante parto entrañaría, habría uno, sobre el que se ha reflexionado poco, que deberíamos empezar a tomar en cuenta: ¿qué harán los independentistas en un país que ya ha conseguido su independencia? Para empezar se quedarían de golpe sin objetivo, sin quehacer, sin su estrella polar, porque el independentismo funciona y tiene sentido en la medida en que la independencia todavía no se ha conseguido, porque una vez que esta se consuma, el político independentista pierde su encanto y se convierte en un político normal. ¿Pero si uno se ha labrado una esforzada carrera de político independentista será posible, de buenas a primeras, dejar de serlo para convertirse en un político estándar, de derecha o de izquierda, pero sin esa gran baza de la mercadotecnia política que es la batalla permanente contra España? Esa gran baza política que, aplicada a la inversa, funciona también desde Madrid.

La independencia de Cataluña se ve a lo lejos, en el horizonte, se encuentra en un estado que sus apólogos han tenido la ocurrencia de bautizar como “el proceso”: un tiro kafkiano en el pie. Una parte del establishment catalán trabaja en el proceso para conseguir la independencia pero, de momento, la independencia no existe, se trata de una idea que resulta más útil y cómoda como posibilidad, como pieza del futuro, que como parte del presente, porque aquí, hoy, el proceso se estrellaría contra la realidad y perdería ese encanto etéreo que hace a la independencia tan atractiva, y tan indispensables a los líderes independentistas. Declaraciones aparentemente descabelladas como la que hizo Oriol Junqueras en el Parlamento Europeo, que como medida de presión, para que el Estado español tome en serio sus demandas, amenazó con parar la economía catalana durante una semana, cobran en este contexto otro sentido: parece que se trata de un político que maniobra para no desnaturalizarse, para conservar su aura independentista y que, para mantenerse así, previsiblemente tirará de la cuerda hasta que se rompa.

Girona, Tarragona y Lleida comenzarían pronto a sentirse asfixiadas por Barcelona
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La independencia es más hermosa de lejos, en el futuro. El caso se parece a la forma en que leemos el reloj en Cataluña, la independencia y las horas comparten el mismo principio de irrealidad, no lidian con el tiempo presente, como se hace en la mayoría de los países; mientras en Madrid, o en México, o en Nueva York o en París, se lee “la una y cuarto”, “quarter past one” o “une heure et quart”, en Barcelona la misma una y cuarto se lee “un quart de dues”, “un cuarto de dos”; no se suman minutos a la hora: se anuncia una fracción de ese tiempo que todavía no existe. Las dos de la tarde y la independencia son más cómodas a lo lejos; si, hasta que dan las dos en punto, dirá usted, pero tendrá que reconocer que en el léxico horario catalán el presente tiene mucho menos presencia que el futuro.

Pero vayamos por un momento a las dos en punto del proceso y supongamos que la independencia de Cataluña por fin se ha consumado, que por una grieta casi imperceptible de la legislación comunitaria el nuevo Estado ha logrado quedarse en Europa y también ha conseguido mantener el euro y a sus bancos dentro del sistema económico, y que gracias a los buenos oficios de la diplomacia amateur se ha alcanzado un acuerdo para impedir el veto de Madrid y de Londres. Supongamos que, como sería lógico pensar, Barcelona se convierte en la capital del nuevo Estado europeo, en la ciudad desde la que, como es habitual en las capitales, se administra la Hacienda pública, la justicia y el sistema nacional de salud, la organización de la agricultura y la ganadería, del turismo y los lineamientos para establecer un restaurante, un hotel o una estación de gasolina, en fin, que desde Barcelona donde, igual que sucede ahora, tendrán el president y sus ministros sus oficinas, se gobernaría, de manera inevitablemente centralista, la nueva nación catalana.

Pero el independentismo, como he sugerido más arriba, no es una pulsión que desaparezca fácilmente, ni los políticos independentistas cambian de color de un día para otro y, más pronto que tarde, las provincias de Girona, de Tarragona y de Lleida, comenzarían a sentirse asfixiadas por el control centralizado de Barcelona, sobre todo en lo tocante a la Hacienda pública y al reparto del dinero recabado en impuestos. Y llegaría el día en que los agricultores de Tarragona y los criadores de cerdos de Girona harían ver a sus paisanos que, según sus cálculos, pagan a la Hacienda barcelonesa más dinero del que reciben y entonces echarían mano de una vieja, y muy efectiva, muletilla popular que se usaba a principios del siglo XXI, y que concentraba toda la frustración y el reconcomio que sentían las provincias frente al poder centralista de la capital; una muletilla que, puesta al día, diría: “Barcelona nos roba”. Y con ese grito de guerra comenzarían un nuevo, y múltiple, proceso independentista, Girona, Tarragona y Lleida, se independizarían de Barcelona y desde luego una provincia de la otra porque, bien mirado el asunto, ¿qué tendrá que ver un leridano con un tarraconense o con un señor de Girona?, ¿no le parece a usted que son países radicalmente distintos con su propia historia y con su singular, e intransferible, identidad?, una idea también importada de principios del siglo XXI cuando los catalanes, todavía bajo el férreo control del Estado español, se preguntaban, ¿y qué tendremos que ver los catalanes con los españoles?

¿A santo de qué va ser uno solidario con todas esas personas que ni siquiera conoce?

Una vez separada en cuatro la antigua Cataluña, la convicción de que “Barcelona nos roba” empezaría a hacer mella en las comarcas barcelonesas del Bajo Llobregat, del Garraf, del Maresme y del Vallés Occidental y todas a una, estas y también las demás comarcas, comenzarían su proceso de independencia, para hacerse cargo ellos mismos de su propio dinero recabado con sus impuestos, y para gestionar, a niveles históricos, antropológicos y filológicos, ese factor diferencial que los hace únicos, que permite distinguir, tan fácilmente como lo hace uno con la oscuridad y la luz, con el hielo y el fuego, a un señor de Rubí de uno de Alella.

Una vez independizadas las comarcas de Barcelona capital, y también unas de las otras, en la ciudad comenzaría a crecer una inquietud elemental, ¿por qué un vecino de la zona alta de la ciudad, de Sant Gervasi, de Sarriá o de Pedralbes, tiene que pagar más impuestos que un vecino del Ensanche o de El Raval?, y estos, a su vez, se preguntarían exactamente lo mismo sobre la infamia intolerable que supone pagar más impuestos que los vecinos de Nou Barris. “Barcelona nos roba”, dirían todos y montados en esta idea, que ya para entonces sería un clásico inamovible, echarían a andar un proceso independentista para que cada barrio tuviera el control de sus impuestos y de su economía, porque ¿a santo de qué va ser uno solidario con todas esas personas que ni conoce, ni tienen nada que ver con uno? Porque desde luego habría que reconocer, que así como entre un español y un catalán hay diferencias abismales, casi como las hay entre un hombre de Rubí y otro de Alella, también existe ese diferencial histórico, antropológico, filológico y hasta filosófico, entre un señor de Sant Gervasi y uno de Nou Barris. Y a partir de entonces se dispararía la independencia atómica, dentro de cada barrio se independizarían unas manzanas de las otras, y dentro de estas se irían independizando por edificios, y luego por pisos, y así hasta llegar a la independencia radical, hacia ese estadio de la civilización donde un hombre solo defiende lo suyo, con un palo, de otro hombre solo que quiere arrebatarle sus cosas.

Jordi Soler es escritor. @jsolerescritor

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